Providencia colombiana

Con los días en ruta he llegado a una conclusión, la bicicleta es mi maestro. Ese metal oxidado con ruedas me dio muchas lecciones de vida, poniéndome a prueba incontables veces de forma severa. Mientras continuemos viajando juntos, creo, que lo seguirá haciendo.

El día que me fui de Ipiales, sur de Colombia, tuvimos una gran discusión. Le pedí ayuda. Le rogué que dejara de empeorar la situación. Esa mañana fuimos tres veces al mecánico de bicicletas. El dinero con el cual pensaba comer unos días lo tuve que destinar a repuestos y mano de obra de tales reparaciones. Trabajaba a toda máquina la bronca y mi paciencia desbordaba por las orillas del sistema nervioso central un líquido verde, pegajoso e irritante. Estaba cansado de retroceder a la ciudad. Me desgasté psicológicamente aquella mañana de sol y sierra, al punto que hicimos un pacto para remediar la situación. Ambos continuaríamos viajando juntos, yo le iba a tener más paciencia, tratándola con cariño y respeto, y ella, doña Macabra se iba a encargar de conseguir aquello que me había quitado: dinero, comida y hospedaje para esquivar el insoportable frío de la cordillera. La promesa era difícil de cumplir, porque tenía plazo hasta llegar a Pasto, algo así como 70 kilómetros de allí. Si bien la distancia no era tan cuantiosa, la mayor parte era en ascenso, según la descripción de ciertos campesinos del lugar. Entonces emprendimos juntos la ruta, con un contrato bajo el brazo.

Ascendimos por un valle verdoso de sierras húmedas, sin población concentrada a sus márgenes. Las montañas cubiertas de una espesa capa de hojas verdes, brillaban en medio de aquel carnaval natural. El camino como si fuera una estría sobre las montañas, se involucraba dentro del pecho de la Pacha Mama. El agua que descendía por las rocas pulcra y mineralizada, y en ciertos sitios originaba saltos pequeños y extensas cascadas. Alucinaba pedaleando lentamente sobre los valles, no era una imagen fantástica de una película de Disney, toda aquella belleza estaba allí dispuesta perenne e inmaculada desde hacía millones de años.
Los kilómetros iban sucediendo progresivamente hasta que el cansancio me llegó al límite de los músculos y las costillas. Armé campamento en el monte, al aire libre ya que en la playa de Mompiche, Ecuador, había perdido de forma enigmática la carpa, algunas semanas atrás. El paisaje era muy atractivo. En el sitio donde decidí parar, dejaba a la vista algunos lejanos manchones de cultivos sobre las laderas del valle. A nuestra frente, una lengua rocosa escarpada se introducía dentro del valle recreando un mirador panorámico para quien alcanzara la cima. De forma espontánea surgió la idea de dormir temprano, para intentar escalar en la madrugada.



Ancestral

Corte la leña necesaria con el machete para cocinar un modesto guiso de arroz. Le di vida a una fogata furtiva y bañándome en una colosal humareda cené en soledad, cubierto por un cielo nublado.
Por la noche fue una ardua tarea conciliar el sueño. La temperatura descendió al extremo entumeciéndome todo el cuerpo. Sin dudas mi equipamiento era de verano. Lo más comprometido no era el frío, sino la leve y constante garúa que azotaba la bolsa de dormir lentamente, humedeciéndola luego de varias horas de hostigamiento.

Cuando al fin detuvo su acción la garúa, comenzó a golpearme el viento helado de la cordillera. No me quedaba otra opción más que introducirme en un hueco e intentar dormir acompañado de varias bolsas pesadas de basura añeja. Allí en el medio de la nada, algún buen vecino había colocado desde tiempos inmemoriales sus desperdicios en el único resguardo a la vista. El refugio era sustanciosamente desagradable, sin embargo me permitió descansar del frío, del viento y la humedad.
Cuando quise acordar ya estaba amaneciendo. Un radiante sol matinal me daba la bienvenida al segundo día de aquella travesía de pactos y juramentos.


Desayuné bananas con avena, estiré las extremidades del cuerpo y comencé el ascenso sobre la abrupta pared de rocas. Con la colaboración de yuyos silvestres y piedras enclavadas fuí ascendiendo, observando el maravilloso paisaje que me rodeaba. La cima estaba lejos y mis esperanzas de alcanzarla se vieron frustradas por la peligrosidad del terreno (las piedras donde me sujetaba no soportaban mi peso). Decidí entonces descender luego de contemplar durante un tiempo indefinido la belleza del mundo al natural, escondido del motor del progreso.

Una hora más tarde, aproximadamente, arrumé el equipaje y reanudé mi rumbo al norte.

En el camino gestioné un baño de inmersión fugaz en una cañada de agua helada, y continué la ruta a pie imposibilitadas mis piernas en pedalear tantos kilómetros cuesta arriba.
Al no viajar con reloj ni teléfono móvil para comprender en que hora del día aproximadamente me hallaba me bastaba con mirar el sol y deducir a través de su posición rectilínea. Sólo me bastaba saber que cuando estaba acercándose el crepúsculo era hora de buscar un nuevo refugio, o algo parecido.
Cuando el cielo comenzó a oscurecerse las luces de un pueblo me dieron la bienvenida, irrumpiendo el surco del valle con su luz artificial. Aterricé en la plaza principal y caí desplomado de cansancio en un banquito de madera, para reposar el peso aplomado de la materia que habito. Estaba en Tangua,y casi sin darme cuenta había caminado y pedaleado durante todo el día.

Al cabo de media hora de haber llegado al pueblo, estaba comiendo unos pancitos con café rodeado de media docena de vecinos. Respondiendo sus preguntas, ellos escuchaban atentos. Les compartí algunos poemas que había escrito en mis instantes de soledad e inspiración, mientras ellos  iban y venían con más gente. Al finalizar la conversación abierta tenía en frente mío, un par de zapatillas, pasta de dientes, un cepillo, un cuaderno, papel higiénico, un plato con sopa y unas pastas frescas con salsa de queso. Apareció en un momento uno de los concejales del municipio, quien colaboró pagándome una noche en un hotel para que descanse bien esa noche. Junto al dueño de un taller de bicicletas, se llevaron mi vehículo para hacerle algunas reparaciones y cambiarle piezas gastadas por otras en mejor estado.

La noche aterrizó en las sierras colombianas acompañada de un frío glacial, entonces paulatinamente los vecinos iniciaron el exilio espontáneo a sus viviendas. Antes de despedirse una señora me invitó a desayunar en su panadería al día siguiente. Mi alegría era desbordante, sentía gran claridad en mi alma, que una vez más presenciaba un milagro ante mis ojos. Por magnetismo conseguía materializar mis deseos de ser bien recibido, agasajado, acompañado, y conseguía trasmitir las buenas noticias acerca de un mundo que no agonizaba, que no se estaba muriendo, sino todo lo contrario. El mundo nacía cada día, y cada vez era para mí cada vez más bello. Seguir el camino que me susurraba la conciencia en tono confidencial traía en cada oportunidad hechos maravillosos. El pacto se había cumplido. Tenía alimento y un sitio donde descansar.

Amanecí con el alivio de quien es rescatado de una calamidad debido al frío que me venía acechando
cada noche con tan escaso vestuario invernal. Después de desayunar donde estaba previsto, hice malabares y jugué con algunos niños en la plaza principal. El padre de uno de ellos me invitó a almorzar en su restaurante familiar. Les obsequié una carta y unas billeteras artesanales  a las señoras que me habían guardado amor de madre y retiré la bicicleta del taller. Cubiertas nuevas, frenos ajustados, plato de corona nueva, cambios en perfecto estado y dos cámaras de repuesto.

La vida me continúa abrazando cada vez que llego al fondo del cansancio, del frío y del hambre. La ruta me sonríe al verme pasar. Sólo puedo agradecerle a la vida por tal misteriosa providencia.

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