Las máscaras del progreso

La ciudad peruana de Cerro de Pasco es conocida como la capital minera del Perú, y además es una de las ciudades más altas del mundo, al estar ubicada a 4.380 metros sobre el nivel del mar. Esos simples datos que me enteré por esas misteriosas razones de la vida, llamaron mi atención, llevandome más de una sorpresa una vez que descendí allá algunos días más tarde. En aquel entonces estaba recorriendo Lima, la capital del país, y como se vivían días agitados y violentos en cada manifestación del pueblo en contra de la mega minería a cielo abierto, sobretodo por el famoso Proyecto Conga de Cajamarca, decidí izar la vela en aquellos rumbos. Desde el terminal de ómnibus de La Victoria, habiendo ingerido un clásico pollo broaster con papas fritas y mayonesa diluída con abundante agua, compré un económico pasaje hasta Pasco, para sumergirme en un viaje de 270 kilómetros hasta mi incierto destino.


El gran socavón


En el centro de la cuidad de 70 mil habitantes hay un gigantezo hueco de casi dos kilómetros de longitud que en un intento burlesco de taparlo con alambrado olímpico y tela plástica "media sombra", deja a la vista el nefasto centro de extracción de metales de la minera. El centro histórico de la ciudad dejó de existir al ser tragado por la mina, al igual que la salud de sus pobladores, que cada día va en detrimento. La perforación sigue avanzando como un monstro hambriento que devora todo a su paso.

Los alrededores de la mina estan colmados de casas abandonadas o de construcción precaria, debido a que la mina envenena con sus desechos tóxicos lagos y ríos, dejando a la ciudad sin agua potable. Pero aún más peligroso son los desechos tóxicos de la producción minera, dandole al óxigeno que uno respira un aire viciado a azufre, o no se que peste.

La ciudad nació y esta muriendo a mordiscos por el apetito económico de un pueblo, empresarios y funcionarios públicos que sobreviven gracias a la extracción de diversos metales, desde la plata en un principio al zinc y cobre de los últimos años. Quien no teme por su salud, teme por la perdida de su empleo. Vender todo e irse de allí en busca de una mejor calidad de vida, para muchos no es una opción contundente, ya que sus viviendas y terrenos no poseen una oferta rentable. Al igual que un cazador inexperto e inconciente, se encuentran atrapados en sus propias trampas.

El precio de dicho progreso local es el envenamiento sanguíneo de sus habitantes, resultando nueve de cada diez niños, por ejemplo, con enormes problemas de desarrollo, que se refleja a la hora de escribir, caminar, prestar atención, o hasta el hecho de tener una salud tan flaca como la de un organismo decrépito. 
Un gobierno ausente y un pueblo sumiso y complicé, son las dos caras de la moneda que circula a diario de mano en mano por las calles de la ciudad.



Caminé y pregunté en varios comercios si era posible que siendo extranjero allí encuentre trabajo, y muchos vecinos con aspecto de resignación me respondieron que me dirija a la empresa minera, ya que seguramente me tomarían de empleado, por mi estatura y juventud. Creo que deseaban que muera junto a ellos.
No logro comprender como consideran a aquel infierno tóxico como un hogar, sabiendo que sus propios hijos vivirán menos primaveras si no cambian de residencia y de pensamiento. 
Es lamentable que el ser humano llegue a estos extremos de, ya ni se como llamarlo, habiendo tantas formas y opciones de llevar a cabo la vida.

Al tercer día, un tanto apunado, debido a la altura y otro poco cansado de deambular por un pueblo que duerme su conciencia día y noche, levanté mi mochila de aquellas interminables sierras y recorrí otros 100 kilómetros hasta la bella ciudad de Huánuco, deseando ver en algún futuro el hechizo de aquella gente desecho.

Protesta anti minera en Lima


El ángel de la bicicleta

Barra do sul era un laberinto de calles cruzadas, adornadas en ciertas zonas con más basura que flores, adoquines sueltos, y pescadores persistentes de pie a la vera del río y del mar. Al río iban a parar los desechos estomacales de sus habitantes, y al mar, los turistas, los bañistas locales y una buena cantidad de hambrientas gaviotas. El panorama natural de todas formas era de gran esplendor.

Después de hacer algunas decenas de kilómetros desde San francisco do Sul, llegamos allí antes del mediodía, para evitar el sofocante calor del verano a la intemperie. Nos bañamos en las duchas públicas, que se encuentran en las cercanías al mar y buscamos una buena sombra para descansar. Habíamos almorzado de frente al rio, sintiendo las leves caricias de la brisa. Caminando bajo el sol atravesamos una ciudad con más diagonales que una pizza, intentando descifrar la disposición geográfica donde nos hallábamos. Finalmente, casi a las cuatro de la tarde conversando con el dueño de un bar obtuvimos permiso para cocinar y dormir en las instalaciones de su local de expendio de bebidas alcohólicas.

Como paisaje se encontraban algunas personas extrayendo cangrejos y siris con redes circulares, y otros, pescando pacientemente algún vertebrado marino con sus cañas. Dentro del rio, el cual en ese punto mezclaba su cuerpo acuoso con el mar, iban y venían pequeñas embarcaciones con no más de dos o tres tripulantes, de espaldas cansadas y piel quemada, en una tarde soleada y calma de pueblo.

En un momento un hombrecito delgado con cara de curioso, llegó en bicicleta para saludar y compartir algunas palabras. Su rostro era un reloj sin agujas y su expresión demostraba bondad. Como Adilson se nos presentó. Tenía 46 primaveras al hombro y estaba en Barra do Sul visitando a sus padres. Habló de donde venía, sin embargo, no podía responder en qué lugar habitaba. Su misión en la vida era ayudar a los otros, entonces se dedicaba a acompañar a ancianos y enfermos cada minuto del día, conviviendo con ellos. Eso lo llevaba a realizar una vida de total entrega al prójimo, y por lo tanto de no poseer una vivienda personal. Era un enfermero sin título, un nómade de la caridad.
Nunca supimos si estaba a la espera de un nuevo paciente o si estaba cuidando a alguien en ese momento. Lo cierto era que a este anónimo hombre le gustaba hablar de la inmensidad del cosmos, de la maravillosa perfección de cada ser vivo, del creacionismo y el evolucionismo, y de las causas de las catástrofes naturales, entre otras cosas.

-“Hazle a los otros lo mismo que te gusta que te hagan a ti”, nos recordó Adilson con un simple gesto, aquel mensaje valioso que viene siendo propagado en todas las latitudes y longitudes del planeta. En él, ese slogan estaba vivo y era coherente con sus acciones. Sin embargo surgía desde la humildad de quien realiza un acto heroico y prefiere el anonimato a los certificados de buena conducta y las medallas de honor; sin dar demasiados detalles de sus obras, sin enaltecer su presencia ante los interlocutores que lo acompañaban.

Luego de intercambiar ideas y sonrisas nos dimos un gran abrazo de despedida.

Una vez a solas mientras preparábamos la cena este hombre de mirada transparente como ojo de agua nos volvía a sorprender con su bondad y gran corazón, al regresar de improvisto y dejar en nuestras manos un billete de presente para continuar nuestro viaje. Una simple camisa eran las alas de este enigmático ángel. Ángel de nuestros mismos huesos, de nuestra misma carne.





Trashumante

Puede llegar a encontrarme una noche en la ciudad, durmiendo encima de un plástico negro, junto a dos perros afables de la calle y algunos vagabundos locales. Y seré eso, en los cuencos de sus ojos, uno más entre ellos, otro perro, otro vago, que no juntó dinero suficiente para refugiarse bajo un techo privado, porque sabía que hallaría su escondite del frío en la terminal.

Puede llegar a encontrarme una noche en la naturaleza, durmiendo dentro de una carpa, al calor de un deslumbrante fuego. Y seré eso, un explorador refugiado en la belleza de un sitio natural, disfrutando de la calma que sosiega mis horas, la luz tenue de las estrellas.

Puede llegar a encontrarme esa mirada desconocida, y juzgarme, pensando que estoy errado siendo un errante, o que estoy en lo cierto siendo un caminante. Puede llegar a encontrarme esa voz que nace dentro de mi, que elige como vivir cada día y preguntarme que estoy haciendo con mi tiempo. Y reflexionando sabre medir el valor de aquello que me enseñó cada experiencia, y por esa razón ya abandoné el temor a lo antes temido; ya no ignoro aquello que ahora conozco, y sé que mi mejor forma de comprender la vida la he adquirido caminando como un trashumante.

¿De qué me han servido todas esas teorías que estudié y que en gran medida ya olvidé de la universidad? Seguramente algo aprendí en todo ese tiempo, más de lo que imagino. Sin embargo, el valor que conlleva la práctica puede ser aplicado a tan diversas situaciones que hay algo, no sé qué, que se libera. Ya no me importa ser una cosa u otra, porque de cierta manera ya soy eso que en el pasado querías ser, aunque aún quiera más. El hinchazón de la picadura de la incertidumbre brota, y se apaga envuelta en una cortina de humo, como un volcán. 
Ya no tengo más dudas, estoy tanto en lo errado como en lo cierto. Eso ya no representa un inconveniente, es mejor así, a quedar a medio camino, sujeto al intento mental de quién no experimentó algo que ansío, por guardar el miedo en la billetera y no querer soltarlo.

Al igual que un camaleón ejecuta su poder en un nuevo ambiente, quien viaja también se mimetiza constantemente. Irás a comprender que adaptarse, es uno de los mayores actos de supervivencia que desarrolla un ser vivo, y en el espacio humano entre tanta vastedad y variedad cultural, económica, social, religiosa y política, es todo un desafío hallar nexos firmes con cada uno de ellos. 

El movimiento dejó de ser primordialemnte de cazadores y recolectores en este instante temporal del punto azul que habitamos, ahora aquello que aún sobrevive como intocable naturaleza es nombrado de Área de reserva natural, y representa en Argentina estimativamente un 12% de la total superficie terrestre, y al resto, a lo modificado le decimos Campo, con sus cereales, su ganado y plantaciones frutales (por nombrar algunos ejemplos) disponibles para alimentar a los asentamientos humanos. Nos movemos, algunos de los que nos trasladamos constantemente sin domicilio fijo, ya no como cazadores y recolectores, sino como artistas y comerciantes ambulantes, o como voluntarios de huertas comunitarias o familiares, o constructores de viviendas sustentables.

Conocer cada submundo, interactuando con él, siendo parte de él, sin medirlo de acuerdo a sus apariencias, a su nivel de cordura, de estudios, de títulos, o de dinero que demuestre tener.  Estar ahí para comprender su funcionamiento, su particularidad, su encanto. Sociabilizando más, para temer menos. Sociabilizando más, para ignorar menos, y así vivir más tranquilo, sin broncas, recelos ni odios contra nadie. Los fanatismos no crean más que separabilidad, como un acto de egoísmo y vanidad, donde se cree que lo que uno piensa es la gran verdad, o el modelo de vida ideal, aislando con una barrera los actos diferentes.
No hay mayor parámetro para medir lo correcto que nuestra propia sensación de insatisfacción o felicidad. Cuanto más suframos por el peso de nuestra propia existencia, más ciegos estaremos, sea cual fuere de difícil la situación a enfrentar. Cuanto más grande sea la alegría y la calma, así como los síntomas de salud y bienestar con nosotros mismos y en quienes nos rodean, no habrá  dudas ni incertidumbres de saber que estamos pisando un buen camino.

Puede llegar a encontrarme una noche en un pueblo, durmiendo en un colchón prestado, circundado de comodidades, dentro de la casa de quién me invitó. Y seré eso, en el cuenco de sus ojos, parte de la familia que me brindó acogida, aunque sea por una noche, disfrutando de la calma que sosiega mis horas el abrazo de una nueva amistad, de una inédita realidad. Y no habrá dudas, estaré caminando como un trashumante marcando mis propias huellas, para bien o para mal.




Breve análisis de una ducha salvaje

Cuando es profundamente intenso el frío del agua, duele. Duele con el mismo ardor que produce la llama del fuego cuando disminuimos la distancia de su bermeja presencia, hasta el contacto directo.
Cuando el sudor del cuerpo es acumulado durante días de estar pedaleando, sumado al polvo que el viento arrastra y se adhiere a la delgada epidemis, deja de importar la temperatura mínima del agua. Es cuando la alarma perniciosa avisa que usted precisa una buena ducha, sea donde fuere. Después de todo, según los relatos íntimos de un fakir, el dolor es tanto mental como pasajero. Ahí si que hay que tomar un coraje fidedigno para desprenderse de los apreciados trapos sucios y una vez que el envase queda vacío, el próximo paso es humedecerlo, sumergiendolo con expresión de guerrero vikingo en plena batalla, dentro del gélido líquido que circula vigorosamente debajo de un puente. Ingresar audazmente, sin ningun protocolo, aunque propine la sensación del estallido interno de los huesos, es parte del trato.
De espaldas corresponde, posteriormente, acostarse en ese lecho húmedo de forma rápida y eficaz, con el mismo método que uno utilizaba cuando uno era niño y jugaba al fatídico ring-raje.

Esa ducha salvaje de invierno o de agua de montaña, por más que haya sido caracterizada como una penuria, también le da un shock eléctrico a la materia corporal, acelerando la irrigación sanguínea, propinando un incandescente alivio al sistema nervioso central, y al que no esta tan en el centro. Tal actividad, activa de esa forma, la vida, sin la necesidad de emplear ningún condimento ni aderezo que perjudique a futuro el organismo.

Así son algunas duchas que uno encuentra, cuando no encuentra una ducha caliente. Pese a todo prefiero la mayoría de las veces, tomar un baño de río, sea de agua tibia, fria o helada, debajo de un puente o en el medio del monte, que dentro de cuatro insulsas paredes blancas.



Impaciencia y descontrol en Maracaibo

Atravesamos la caótica ciudad de Maracaibo con Marita y Carlos, esquivando barricadas, vidrios rotos, árboles caídos al filo de la moto sierra y bolsas de basura esparcidas desorganizadamente por el asfalto de sus calles. Era el inicio de una nueva caída de la civilización. El alcalde de la ciudad pertenecía a un partido opositor al gobierno pseudo-chavista, ahora con Nicolás Maduro de presidente, y como represalia hacía el pueblo votante, estaban las tiendas y supermercados desabastecidos de los principales productos de la cesta básica. Cusiosamente los mercados elegantes (muchos con guardia privada) de las zonas más adineradas tenían sus gondolas repletas de mercaderías, con precios para nada populares. Con tal situación de desespero, los opositores al gobierno oficial habían decidido protestar cortando días atrás el tránsito de las principales avenidas del centro de la ciudad, con los primeros elementos que hallaron en cada sitio.
Con tales disturbios populares no había nadie circulando entre aquella porquería abandonada del centro, encontrándose la mayoría de los comercios cerrados. Maracaibo tenía entonces un hedor apocalíptico y desolador.


Apocalipsis zombie


Varias capitales de estado como Mérida, San Cristóbal y Caracas, y pequeñas ciudades del interior, como Valera y Cabimas estallaban en igual situación de angustia y descontento por la crisis económica que estaba atravesando la nación.

Hasta ese momento aún éramos tres, Carlos, el ecuatoriano pedaleaba a nuestro lado, sin embargo su ruta se desviaba hacia el Caribe, rumbo a las playas del estado de Falcón, a la búsqueda de grandes olas para surfear.

Salimos de Maracaibo tres días después, del mismo modo en que ingreso mi bicicleta, pinchada. La infinidad de alambres de cubiertas de auto incineradas y restos de desperdicios con la cual estaban adornadas sus calles, rasgaban fácilmente las cubiertas gastadas que traía. La primera noche acampamos clandestinamente en los rincones oscuros de un muelle cercano a una plaza, escuchando a un volumen considerable la pegajosa música de un boliche gay. 

Al día siguiente encontramos refugio y manos solidarias en un parque municipal, donde alquilaban bicicletas y tenían montado un taller. Las tres bicicletas limpias con sus tuercas reajustadas, relucían como bronce recién pulido con una suave franela. Amanecimos entonces en un cuartel de los bomberos voluntarios y con el mismo entusiasmo con que un cachorro lucha por mamar la teta de su madre, pedaleamos intentando escapar de aquella ciudad de alambres malditos. Sin embargo, unos metros antes de llegar al segundo puente más extenso de América Latina, de unos ocho kiómetros de recorrido, que atraviesa el gran lago de Maracaibo y que nos permitiría salir de la ciudad, la rueda trasera de mi bicicleta quedó otra vez en llanta. Mis ruedas ya atesoraban más parches que todos los piratas del Caribe juntos y reparar la bicicleta me tenía las bolas raspando contra el piso. Arrastre de todas formas la hilacha de mi paciencia hasta el control militar, que se encontraba en el acceso del puente, con la bronca de Bruce Banner antes de convertirse en el íncreible Hulk.

Debajo de una gacebo estaban ubicados algunos militares sentados alrededor de una mesa; el de bigote más pronunciado, vestido en su uniforme camuflado, que era justamente el de mayor rango, nos comunicó que estaba prohibido ingresar al puente pedaleando, antes de siquiera decir buen día. Ya verde de la impaciencia reaccione inconscientemente agitandole mi rebeldía de querer pasar.

- Atravesamos un desierto con viento en contra para llegar hasta acá, estamos llendo a la Cordillera y me vas a decir que es peligroso cruzar un puente en bicicleta? - ladré sin medir mis palabras ni el tono enervado de voz.

Me encontraba en las tinieblas de un oscuro pozo, y para salir de allí, solo se me ocurrió seguir cavando. Ambos cruzamos palabras de sentimientos reprimidos de forma  infantil y para finalizar el militar escupió un comentario que aludía a épocas pasadas en las cuales para esa instancia yo ya tendría una bala en la cabeza por “desacato a la autoridad”. Marita y Carlos también me querían matar, pero solo en sentido figurado… ese hombre era quien autorizaba el pasaje del puente y ahora revertir su decisión iba a ser una misión casi imposible. 
Retrocedimos unos pasos. Le pedí disculpas con un nudo en la garganta; él sólo atinó a dar vuelta la cara.

En busca de un plan B, Marita apeló a la buena voluntad de los bomberos voluntarios que allí se encontraban. Quienes como siempre, abnegadamente dispuestos, nos socorrieron en la procura de una camioneta que consiguiera cargar nuestras tres bicicletas hasta el otro extremo del puente. El primer vehículo que pasó, aceptó llevarnos. 

Momentos más tarde luego de dejar aquel mal trago en el pasado llegábamos a un pequeño poblado llamado Santa Rita. En un intento más de concertar la bicicleta fuimos auxiliados en una gomería para colocar un nuevo parche en la devastada cámara, que ya sumaba una colección de ellos. Nos habíamos quedado sin repuestos ni pegamento para ese entonces. Provisoriamente nos dejó avanzar algunos kilómetros, y nuevamente cansada la válvula de la rueda trasera volvió a explotar. Sin lugar a dudas estaba cagado por un dinosaurio. Caminamos agobiados, más en la mente que en el cuerpo; mientras tanto el universo nos recompensaba; una camioneta que atravesaba la ruta detuvo voluntariamente su marcha para desearnos buenos caminos y asistirnos con un dinero para comprar otra cámara. Una de cal y otra de arena.

Asomaba a lo lejos el blanco de las paredes de las casas de un barrio. Llegamos casi cayendo la noche y antes de que el día finalice, habíamos al fin logrado cambiar la cámara de aquella rueda endemoniada.  Encontramos lugar para acampar en el patio de una casa deshabitada y cenamos algunos panes rebanados, rellenos de verduras crudas. 
Un largo y extraño día había terminado. 

Al día siguiente Carlos tomó su propio rumbo. Para ese entonces ya le habíamos tomado afecto, sin embargo en la ruta así como en la vida, desapegarse de las personas es parte del camino que uno transita; conocer para luego dejar ir, y quizás… nunca volver a ver, tanto a las personas como a los sitios; creyendo que a futuro la vida y sus laberintos siempre nos pueden sorprender.





El oasis de América

   Se conoce como oasis a un lugar, en medio del desierto arenoso, en el que se puede encontrar vegetación y en alguna ocasión, manantiales de agua dulce. Esto es precisamente la Huacachina, un oasis en medio del desierto peruano de Ica.


Sand board con Gambito

   A tan sólo cinco kilómetros de la ciudad de Ica, dunas de arena blanquecina rodean esta deslumbrante laguna de color verde esmeralda, formando una olla espejada con un cerco natural de palmeras y eucaliptos, y tan sólo una o dos hileras de viviendas o residencias de alquiler, con alrededor de cien personas que residen allí habitualemente ( segun los datos que recolectó algún censador anónimo ).
   La laguna surgió por el afloramiento de corrientes subterráneas y se le atribuyeron propiedades curativas. Por ello, se construyó allí uno de los balnearios más exclusivos e importantes del sur de Perú.

Hogar, dulce y arenoso hogar

   Lo cierto es que llegamos al oasis de América de un solo tramo desde Camaná, sin invertir dinero en pasajes, a costa de que Gambito se nos caiga en pedazos. Había permanecido junto a él y Pichi alrededor de 16 horas adentro del acoplado de un camión para hacer más de ochocientos kilómetros, en un espacio de metal sin demasiada ventilación ni ventanas. 
    Al descender del camión en la ruta panamericana de Ica, acudimos de inmediato a un conglomerado de conteiners azulados que funcionaban como sala médica. En breves minutos recibimos el parte médico y la lista de medicamentos que debíamos conseguir con el dinero que aún no poseíamos. Resultaba que el agua de las canillas peruanas no es potable y nuestro paisano punk tenía una grave infección estomacal. Ahí comprendimos porque el agua sabía a charco. Por fortuna en esa misma esquina había un lindo semáforo, y nos demoramos tan sólo dos horas con Pichi en juntar el dinero para comprar los medicamentos en la farmacia conteiner que estaba próxima. El semáforo es como una especie de cajero automático para los malabaristas, sólo que lleva tiempo y energía pasar la tarjeta por la ranura.
    Entonces una vez que el señor recibió la inyección en el brazo y pagamos la consulta privada, tomamos un mototaxi para conocer el oasis de la Huacachina. Y por supuesto, al llegar nos quedamos de cara, porque el sitio es alucinantemente hermoso y nos extasiamos con el atardecer entre las dunas.  El sol se pierde dentro de un horizonte amarillo, y a ocho horas de caminata duerme el mar.
    Durante cinco noches clandestinas el sitio nos brindó cobijo, junto a otros viajeros que también andaban haciendo de las suyas en la ciudad. Música en compañía, baños en la laguna, juguetes en el aire de frente al espejo de agua, tardes de sandboard. Olímpicos instantes amanecidos debajo de las palmeras. Curiosas amistades porque durante años y en diferentes países a muchos de ellos volvería a reencontrar.




Memorias de un árbol

Estos son los retazos que recuerdo luego de haber ingerido una dosis de hongos un atardecer del año 2013, en la selva amazónica colombiana. O mejor dicho, la información que me trasmitió un árbol al cual trepé, y donde en lo alto, abrazado al tronco, escuché los consejos que me trasmitió a través de mi voz, durante más de dos horas. Y no estoy hablando de un vago delirio, ciertamente aquel árbol me habló. Por más que suene para algunos como una locura, ellos pueden comunicarse como cualquier otro ser vivo, sólo que su vibración está en una frecuencia no perceptible a los cinco sentidos ordinarios del humano. Así como las aves, los perros y las abejas (o cualquier otra especie animal) utilizan un lenguaje para comunicarse entre ellos, el ser humano hace lo mismo con su especie, al igual que los árboles. La comunicación no es una cualidad  intrínsecamente humana.




Aquella noche, un árbol me llamó, o mejor dicho, me invitó a escuchar sus lecciones para que algún día las comprenda y las comparta. En aquel momento, estaba conviviendo en la comunidad indígena Kamsá hacía un mes relativamente, en las cercanías al Río Putumayo. 
Junto a un chileno, una catalana y una argentina, habíamos cosechado del campo y comido unos cucumelos, con melaza de caña de azúcar, durante esa tarde. Cuando los efectos iniciaron su trabajo en mí, decidí aislarme del grupo al sentirme con ánimos de trepar un gran árbol. Los chicos decidieron continuar por una trilla, intentado antes persuadirme para que los acompañe. Pero, preferí quedarme allí sólo. Ellos entonces siguieron recorriendo la selva que nos rodeaba.

Una vez en soledad comencé la escalada. Luego de ascender unos cuantos metros por sus antiguas y vibrantes ramas, abrí la boca y comencé a hablar. Sin embargo, aquello que escuchaba no eran mis palabras, sino las de la planta. Ella estaba utilizando mis cuerdas vocales como canal de comunicación, y con mi tono de voz me lo estaba explicando. El árbol entonces habló más o menos así:

 “No tengas miedo, que sólo soy un árbol. Sin piernas para caminar, ni boca para hablar como ustedes lo hacen. Por esta última razón, voy a utilizar tu propia voz de canal de comunicación. En éste momento los hongos están adentro tuyo, y te han vuelto más sensible. Te has abierto a ellos, y éste es su regalo de agradecimiento. Nosotras las plantas, nosotros los árboles estamos habitando este planeta mucho tiempo antes del surgimiento del primer humano. Antes de morir, dejamos semillas para poder reproducirnos. Nuestra memoria, por lo tanto es milenaria. Son siglos de supervivencia. Estamos comunicados los unos a los otros a través de vibraciones, por decirlo de alguna manera. Nuestras raíces están en contacto directo con la misma tierra, con el mismo agua. Nuestras ramas y hojas están conectadas por el mismo aire. Cuando respiramos somos un mismo pulmón. Cada una aporta su parte en el compromiso de mantener el equilibrio con el resto de los seres vivos. Cada árbol, cada planta, es tan importante como la pureza del más pequeño río”.




“No nos movemos, porque esa no es nuestra función. Para enviar semillas, y trasladar la especie nos ayudan los hambrientos animales y los cauces de los ríos, y ustedes los humanos. No hablamos porque esa no es nuestra función. Este caso es una excepción, debido al desequilibrio provocado por la especie humana y tu acercamiento a éste preciso lugar. Somos pacientes, y la forma de aprender de nosotros, así como nosotros hemos aprendido de ustedes, no precisa palabras, es decir, del lenguaje que ustedes utilizan. Mas el gran hogar corre peligro, está amenazado por una desgracia, un virus llamado humano. Aquí les va una ayuda-memoria: tanto la vida como la muerte son estados transitorios. La misma energía que nace aquí, está muriendo allá, y lo mismo ocurre a la inversa. Al nacer se produce el éxtasis, al morir la síntesis. Unión, transición, desunión, transición, unión; ese es el ciclo completo, la sinopsis inacabable. Una cualidad de cualquir tipo de manifestación de la naturaleza. Ningún humano es indiferente a otro humano, son complementarios, son parte del mismo esquema. Respiran el  mismo aire, beben el mismo agua, pisan la misma tierra. Se necesitan los unos a los otros para subsistir. Tanto en el rango de vida más básico como en el más complejo la ecuación, es así de simple. Nunca dejamos de ser ni más ni menos que una partícula del gran átomo, y sabemos que a eso debemos respetar, porque somos una porción del mismo. Que hacer y cómo hacerlo es conocimiento fundamental. La conciencia es la fuente de donde surgen las respuestas. La conciencia individual es una pequeña partícula de la conciencia universal. Porque todos somos iguales, porque todos somos el mismo. La vida se manifiesta como un espiral sin final y se proyecta como un prisma de varios colores según la forma que lo perciba".

¿Eres tú mismo quién se habla, o son las memorias de un árbol? 

No le temas a la locura, que aquello que creías imposible, has visto que acontece. Obtener información no basta. El alumno verdadero aprende cuando logra enseñar a través de sus actos.







































Silencio. Ícaros de por medio, mas silencio... soplaban las estrellas un viento fresco. La sacudida mental fué tan enérgica que me dio cansancio. Le agradeci al árbol, y lentamente descendi por sus ramas, por sus brazos, bordeando el tronco. Regresé al espacio comunitario en plena oscuridad. Conversé con una francesa y dos norteamericanos, aquello que logre descifrar. Anoté en un cuaderno palabras sueltas. Luego me fui a descansar rendido del agotamiento, pero alegre por haber escuchado a dios en mi corazón latiendo.