Bienvenidos al Uruguay


Después de nueve meses en la ex colonia portuguesa de América del sur, ingresamos con la mente en frío y sin hacer ningún ritual de despedida al Uruguay. Pedaleamos dos días en silencio desde Rosario do Sul, los últimos cien kilómetros brasileros, devorando unas enormes naranjas que un vendedor nos regaló en el camino, hasta las dos ciudades fronterizas, Rivera y Santa Ana de Livramento. Ambas están unidas, siendo una simbiotica metrópolis bilingüe y desde la plaza principal al virar la mirada hacia un costado todo está escrito en español y al hacerlo en la dirección contraria muda al portugués. Y no sólo como acostumbra acontecer en zonas divisorias se unen dos culturas, sino que también caminan por las avenidas comerciales árabes, personas de algún país africano vendiendo mercaderías, turistas extranjeros, buscavidas, mendigos ambulantes, y cuanta cosa rara ocurren detrás del telón de un teatro fronterizo. Puestos de panchos a tres reales la unidad abundan en cada rincón que les permiten las veredas angostas, que se abultan de transeúntes buscadores de buenos precios, y de contrabandistas. 




En aquellas dos ciudades el gran Brasil y su cultura del sur, altamente europea, acaba. No más salones de belleza a granel, no más gimnasios o academias, ni barberías con estilo retro, ni calles limpias, nuevas y ordenadas. De ahí en adelante la cultura predominante es más relajada. Con las caras de las empleadas de comercio sin maquillaje; con físicos femeninos y masculinos más naturales; con asfaltos reventados de tanto uso; con ranchitos rurales sencillos y hasta descuidados; con sus manchas de aceite de carro viejo y desvencijado; con los pibes fumándose un porrito en la plaza sin molestar a nadie y sin que nadie los moleste; con sus carruajes tirados a caballo; con sus perros vagabundos disfrutando de una buena siesta al rayo de sol; con esas tamboreadas espontáneas estibando espíritus africanos; con el sanguchito de almuerzo al aire libre; con la pasta frola, el dulce de batata y el boniato en cada boliche. Esa enorme cultura de vino tinto en damajuana, termo bajo el brazo y mate en la mano más hábil, me da nostalgia. Despertando abundantes imágenes de mi infancia pampeana al sur de la provincia de Buenos Aires. Y eso me traslada en un vuelo temporal involuntario a mis raíces. No soy uruguayo, pero sus costumbres y paisaje me resultan familiares.

Brindo sin copa de vidrio ni contenido en ella por la simpleza de un país atado magistralmente con alambre y por estar cada vez más cerca de visitar una vez más a mi familia de sangre. 


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