Libertad de expresión

 Alfonso era simpático y cariñoso, como cualquier muchacho de su edad. Desde pequeño había sentido íntima afinidad con las niñas y atracción sexual por los varones. Era algo que le nacía del alma, algo que no podía controlar, al igual que la sensación de apetito o de cansancio nocturno. Era algo que quería esconder debajo de la almohada; en el cajón de la mesa de luz o en los bolsillos; por temor al rechazo de sus padres y de la sociedad. Pero un día, durante el otoño de su adolescencia, el dato se escurrió por la lengua filosa de sus vecinos, que sin saberlo irían a truncar la vida de Alfonso para siempre.

 Al enterarse los padres de la orientación sexual de su hijo, detonó una bomba en el hogar. El joven fue tratado con tanto desprecio durante meses, que antes de cumplir la mayoría de edad prefirió vivir en la calle, que seguir sintiendo repudio familiar.  Para sobrevivir se prostituyó en las callejuelas porteñas exponiendo su lado más salvaje y femenino, en noches sin control, a clientes de todas las esferas sociales, religiosas y posiciones económicas. Sus pelucas pretenciosas y brillantes como papel grasé, su contextura delgada de lombriz solitaria y sus uñas pintadas con tempera escolar, le daban el aspecto de travesti en fatal decadencia. Aún así, él en sus momentos de embriaguez  y locura espontánea, demostraba ser más bella y radiante que la reina Isabel. Elegía no reprimir sus deseos, elegía ser sincera a su sentir. Y en esos momentos de delirio exacerbado cantaba con voz raspada de tanto fumar colillas de cigarro barato, el himno nacional de Senegal a carcajadas. El cuál había aprendido de su fiel y moreno amante africano, Alí. 

Este negro alegre y comprador, de familia musulmana, había escapado en avión hacía tres años de su nación, antes de recibir cualquier tipo acusación vecinal, hasta las viscerales tierras argentinas, donde todos los hombres y todas las mujeres por ley, son libres de ejercer su orientación sexual. Y allí no sólo encontró empleo, como vendedor ambulante en Once, sino amor y comprensión, dignidad y respeto. Dos cosas que en su país no funcionan de la misma manera.

¿Libertad de expresión? 
¿Libertad de elección? 

La ley senegalesa actual persigue las prácticas sexuales entre personas del mismo sexo (artículo 319 del Código Penal que prevé penas de cárcel de entre uno y cinco años, así como una multa de hasta 2.300 euros). Eso, dejando de la lado la "justicia por mano propia del pueblo", que incluye linchamientos y agresiones tan radicales que en muchos casos llegan a la muerte. En países como Mauritania, Gambia, Sudán o Somalía existe pena de muerte y en otros como Uganda, Nigeria o Liberia la legislación se ha endurecido en los últimos años. 

 ¿Hasta qué punto aquello que somos es producto de las tradiciones que en tal espacio y en tal tiempo son consensuadas por la mayoría bajo el dominio informativo de la minoría?
 ¿Somos lo que creemos que somos o somos el resultado de lo que nos hicieron pensar que tenemos que ser? 

Las leyes, las tradiciones, los conceptos de la ética y la moral varían tanto alrededor del mundo que muchas veces para comprender el pasado de una región, una nación o una civilización, basta con conocer el presente de otra. Los ecosistemas humanos al igual que los del Reino animal, varían de acuerdo a la disposición de los recursos naturales, del clima, de la cantidad de integrantes, de su relación con el entorno, y una cantidad variables innumerables que ingresa la duda de no saber con exactitud que es el ser humano en sí.

¿Cuáles son sus verdaderas necesidades?
¿Cuáles son sus capacidades y sus propósitos?

Desde el momento en que la criatura humana descendió de los árboles, se irguió en dos patas y confeccionó la primer herramienta, no le ha dado respiro al ambiente que lo rodea, arrasando todo a su paso como si fuera un hambriento huracán, para sentir una comodidad pasajera en aquel espacio que declaró su hogar. Infundió temor a quien no obedecía sus reglas, y se esparció hacia otras regiones cuando el espacio le quedo chico.
Asesinó en busca de placer, compitió en nombre del poder. Se conectó con su parte más divina,  y también experimentó su lado más cruel. Creyó saberlo todo, falleciendo tristemente en la tumba de la ignorancia. 
Sucumbió mil veces, pero siempre volvió a nacer. Aceptó aquello que le pareció justo y repudió aquello que no. Mientras tanto Alfonso le alquila su cuerpo a los reprimidos de Argentina y en Senegal los hombres siguen siendo condenados por declarar libremente su amor.



Fiesta sexuante en Lima - Perú


Huánuco


Río Huallaga


Guamán Poma según algunos historiadores nació en Huánuco, en las actuales sierras centrales del Perú. Aquella era la tierra natal de su abuelo, quien era cacique segundo al servicio del gran Inca. Uno de sus hermanos fue producto de las relaciones de su madre con un capitán español, por lo cual recibió las enseñanzas del Viejo Mundo. Con el tiempo el niño se convirtió en sacerdote y le enseñó a su hermano menor, Guamán a leer y escribir en lengua española. Los resultados de dichos aprendizajes han viajado a lo largo del tiempo a través de la gran obra titulada "Nueva crónica y buen gobierno", donde en épocas turbulentas y de intenso sometimiento de los pobladores nativos alguien debía hablar por ellos.

A través de una extensa obra que combina dibujos y sus respectivas aclaraciones al pie de página, Guamán dedicó treinta años de su vida a describir tanto las jerarquías sociales y las costumbres de la época, como a denunciar el violento tratamiento dado al pueblo. “Vemos gente siendo azotada, golpeadas con garrote y colgadas de los talones. Se ve a un hombre azotado porque faltan dos huevos en el tributo que deben pagar. Se describe el vergonzoso tratamiento dado a las muchachas indígenas, golpizas inhumanas a los niños, matrimonios forzados entre indios para salvar la reputación indigna de los sacerdotes y otras tantas atrocidades cometidas impunemente contra el pueblo”. Describe sintéticamente un autor anónimo en el prólogo de la obra.




La obra por algún milagro divino llegó a tierras del Rey Felipe II, quién gobernaba en aquel entonces y fue publicada, escapando de las hogueras de la Inquisición. Un testimonio, de los pocos que han sobrevivido, que deja en claro los detalles de la colonización y el modo de gobierno aberrante que sustituyó al imperio incaico en la extensa cordillera de los Andes.

A Huánuco, la ciudad donde este hombre nació, y donde se sabe con certeza que trabajó y vivió durante algunos años, llegué casi cuatrocientos años más tarde de haber sido finalizada su obra. Enclavada en la sierra central de Perú, es hoy en día una pequeña ciudad de un clima, según rezan los carteles, primaveral durante todo el año. De aquellos vestigios coloniales ya no quedan más que su arquitectura, en el casco central, y sus historias. El sincretismo cultural sumado a los efectos de la globalización, han forjado como hierro al calor, la actual idiosincrasia peruana.

Como había invertido hasta la última moneda en el pasaje de colectivo desde Cerro de Pasco, llegué decidido a buscar un empleo fijo o hacer malabares en algún semáforo. Las construcciones de la ciudad están entreveradas entre lo moderno y lo antiguo, con sus viviendas de adobe con tejas musleras, pequeñas ventanas de madera y muchas calles de adoquín. Durante la tarde reuní algún dinero en semáforos “a la minuta”. Quince segundos era algo absurdamente breve como para malabarear y pasar la gorra, pero no hallé algo mejor. Además cuando hay hambre no hay pan duro que no se ablande con leche. Entonces con lo justo para financiar las comidas del día, pasé inmediatamente al segundo dilema: esconder la mochila para dormir sin peso a la vera del río. Despache finalmente la mochila en un hotel y dos horas más tarde cuando ya caía la noche me rescaté de haber olvidado la bolsa de dormir con el resto de mis pertenencias. Me escabullí cuál cucaracha dentro de las instalaciones cerradas de la terminal de colectivos. Afuera apretaba las clavijas el frío serrano.




Desafortunadamente a media noche, amablemente un guardia golpeó a la puerta de mi curvado capullo. El local iba a cerrar, entonces me reintegraron a la vía pública medio dormido y con un sueño sin finalizar. En frente corría silenciosamente el agua del río Huallaga. Descendí esquivando árboles y basura hasta la orilla, al encuentro de la luna plateada que se espejaba en la suave corriente. El gélido aire me obligó a acobijarme dentro un improvisado colchón de cartones, mientras continuaba hipnotizado con la fantasmal figura de la naturaleza. Al igual que la basura añeja que me brindaba su inerte compañía, yo ya era un elemento más del paisaje. 

De pronto unas pisadas se aproximaron al lugar donde descansaba y conseguí distinguir dos sombras humanas. Una femenina y otra masculina. Se detuvieron a cuatro metros de  distancia. No lograron distinguirme al estar camuflado en diversas capas de cartón. De repente, sin demasiados actos preliminares dio a inicio en menos de lo que canta un gallo y a oscuras, un romance fluvial. El hombre dejó caer sus lienzos al piso, mientras ella se arrodillaba frente a él. Lo que siguió a continuación no es muy difícil de imaginar. Después de las convincentes destrezas bucales, la mujer giro en redor y les brindó libertad a sus nalgas frías. Así como dios los trajo al mundo, aunque usando protección, comenzaron a tener relaciones sexuales mis enigmáticos vecinos sin percatarse aún de mi presencia.
Minutos más tarde, el hombre alzando sus pantalones jeans y sin darle a la dama un beso de despedida, retomó el camino por donde llegó, perdiéndose en la oscuridad de la noche. Ella por su parte, guardó unos billetes en el bolsillo y con el dinero con el cuál alquilo su cuerpo ya en su poder, se retiró del escenario tomando el rumbo contrario al de su ocasional cliente. ¡En vivo y en directo! Prostitución al natural.

Luego de asistir al teatro del porno callejero y notando que por ser fin de semana la zona iba a estar concurrida, abandoné convencido mi guarida de cartón. Justo en el momento en que erguí la espalda para levantarme, observé a menos de quince metros a otro hombre husmeando el lugar. Al venir bordeando la orilla del río no me rescaté de su presencia hasta tenerlo a tan sólo seis metros de distancia. Y allí estaba el hombre cagando a la vera del río feliz de la vida. Cómo ya estaba de pie y no quería ser descortés lo saludé de lejos, mientras él continuaba sosegadamente con su trámite. Me respondió el saludo y luego de limpiarse con papel de diario, dio los pasos necesarios para darme un gentil apretón de manos. El hombre traía una incuestionable borrachera. Me preguntó si tenía cigarrillos, luego si tenía dinero, y por último si tenía un trago de alcohol. Al negarle los tres interrogantes me invitó a pasear por la ciudad en busca de alguna novedad. Precisando justamente salir de aquel antro de puertas abiertas, emprendimos juntos un city tour nocturno por Huánuco, conversando sobre cualquier disparate y a los gritos.

Al día siguiente, tras pasar una noche agitada y en vigilia como un zombie sin apetito, logré descansar con los primeros rayos del sol debajo de los árboles de un parque. En el lago del mismo había una bandada de pavos y patos nadando sin preocupaciones. Sentí que con sus graciosos movimiento de rabo me decían lo siguiente: “la vida a nuestra manera, debemos aprender a disfrutarla”. Y si, no había nada de qué preocuparse, aunque no tuviera nada podía disfrutar de todo en mis largas jornadas de tiempo libre.


Al siguiente día comencé a alquilar el cuarto de una pensión, encontré un semáforo prolongado en la zona universitaria y el río por aquellos lados estaba apto para tomar día por medio un buen baño. Me sentía como Adán vagabundeando por el Valle Edén antes de conocer a Eva: libre, contento y sin sentir el peso de la soledad.



Rápido y furioso


Alecardec mantuvo siempre una vida nómade y dinámica gracias a sus variados oficios mercantilistas, oficios como quién mal dice, del rubro de los hijos de puta. Este Ser resume en una sóla persona al garca ilimitado y sin escrúpulos. El garca sin frenos ni horizontes cercanos, el garca que está siempre dispuesto a pinchar la pelota cuando se aburre del partido, y no se salpica en lo más mínimo con las lágrimas de las mejillas ajenas. 

Alecardec luego de estudiar durante dos años en la Universidad alguna carrera que ya ni recuerda, largó la correa asfixiante del deber familiar. No tuvo la paciencia suficiente como para finalizar sus estudios en la cantidad de años que le exigían. El deseo por la vida fácil, el lujo y la posesión de bellas mujeres eran un impulso mayor al de pertenecer a la sacrificada vida del trabajador estándar, que rara vez llega a cumplir tales sueños superfluos. Incentivado por su inquieto espíritu atorrante buscó otras alternativas. Comenzó comprando y vendiendo piedras semi preciosas, luego piedras preciosas, y más tarde, esculturas sutilmente talladas y cuanto objeto preciado económicamente halló a su paso. Gastó más de lo que ganaba para impresionar y conquistar mentes vanidosas; consumió los más elegantes licores y paseó por las avenidas de Río de Janeiro en vehículos importados en menos de lo que canta un gallo. Acorde tras acorde se iba convirtiendo en un  rocanrol sin destino.

Los días tomaron el aroma enviciado a largas noches y ya no consiguió dormir en paz porque siempre quería más. Llegaron las deudas y las llamadas de auxilio a Papá para desatar el collar de nudos de semejante corbata. Entonces voló lejos del mundo carioca para comercializar whisky falsificado al sur del país con un socio bien vestido y prolíficamente afeitado. Estafaron a cuanto catecúmeno divisaron en su camino y escaparon como perdices al vuelo con los bolsillos colmados de Cruzeiros.
Sin pelos en la lengua llegaron a ingresar tal tipo de cargamento hasta dentro de la finca privada de un alto general del ejército de Porto Alegre. No le temían a nada, ni siquiera a las armas, porque le compartieron el vicio de los placeres mundanos a la Parca a cambio del elixir de la eterna juventud.
Hasta que la sombra aumentó de tamaño tras cinco años de oscuro servicio y le tocó a Alecardec mudar nuevamente de piel como una serpiente, hacía otra ciudad, hacia otra forma de exprimir aún más su alma.

Traficó de un solo viaje treinta kilos de marihuana y salió impune. Más tarde cayó junto a una familia de narcotraficantes bolivianos, para quienes trabajaba de cocinero, con cinco kilos de cocaína y antes de medianoche estaba otra vez en libertad. Cosechó toneladas de enemigos; vomitó incontables festines; recibió un botellazo en la cara de saludo; adquirió un disparo en la pierna como si fuera una mención de honor y una puñalada de cinco centímetros entre las costillas por hacer un mal negocio. Bebió cachaza hasta perder la conciencia dentro de un charco de sangre y continuó, al despertarse en otra fiesta naufragando en una nueva pesadilla etílica.

Durante dos años y medio logró espantar al diablo, siendo dueño de dos puestos de revistas en Santa María. Hacía buena letra con su mano temblorosa de abstinencia, hasta que nuevamente aparecieron las viejas amistades y sus infames propuestas. Cocaína, marihuana, compra y entrega.
Bajo un sol cautivante de algún mes de algún año que no vienen al caso, lo detuvo la policía por poseer un arma sin licencia. De las 790 horas de trabajo comunitario que le asignó el juez, tan solo pagó 310, bebiendo chimarrón a la vera de un río. No había forma de hacerlo pagar por sus crímenes, tenía tatuado en la piel el don de la impunidad. Y como sucede con todo buen artista, su habilidad iba creciendo con la práctica.

Su mente siempre tan creativa le asignaba cambiar de rumbo para estafar en un nuevo rubro, porque como anuncia el refrán "hierba mala nunca muere".
El viento le trajo aromas de amor y se casó, y fue un padre amante de la penumbra de la noche y el ámbito clandestino. ¿Cómo no bailar la danza del de las almas perdidas si en el infierno se encuentran tus mejores amigos y en ese ambiente alucinatorio están permitidos todos los fraudes y todos los delitos?



Entonces bailó en la tarima del engaño y creyó en sus propias mentiras para no perder su papel en el teatro de la farsa inmoral. El desenfreno era el espíritu de su santo, y se había convertido en un fiel adepto incapaz de abandonar ni traicionar el templo.
Pantallas, máscaras y placebos para aplacar la resaca. Alecardec no conseguía quitar de su dieta la bebida. Separaciones, rupturas, mensajes no comprendidos. Cae al piso el vaso y se quiebra la vida como un cristal. Sufre pero no muere, entonces escupe una vasija de agua bendita y pide un deseo. Pero no se cumple, y todo le sale mal. Karma no lo perdona, le pide que pague el peaje. Entonces pierde dinero, pierde su casa, pierde a su familia, queda en la calle hecho ruinas. Hipoteca hasta los cordones de sus zapatillas. Derrumbe en proceso, implosión de la voluntad. Olvido, alcohol, olvido, anhelo de presenciar su propio funeral. Setenta kilos de escombro adentro de una volqueta. Setenta kilos de hueso molido. Setenta kilos de nada. El infierno esta vez arde y el cerebro no le aguanta más.
Proceso completo, indigencia al 100 por ciento.

Transcurren meses de locura extrema. Hasta su propia sombra se harta de él. Esta más sólo que un homofóbico en el desfile del orgullo gay.
Transcurren los meses más zombies de su vida. Es la escoria que el herrero desecha a la basura; es la ceniza que dejó de ser brasa candente y ya no sirve ni para asar un desabrido chapati.  
Transcurren más meses de lo que soporta un calendario y un impulso enigmático le sacude hasta el sótano del alma. Alguien le grita: reconstruí, resetea, apagá y volvé a prender el modem. Entonces consigue dinero prestado, consigue un empleo indecente, consigue un techo húmedo donde descansar.  No le importa trabajar en negro para una lotería clandestina, Alecardec quiere reiniciar. Y lo logra. Se mimetiza de buen ciudadano en el pueblo donde nació. Cobra parte de una herencia, y al igual que Maradona para esa altura de su vida, ya se cree Dios. Es el anticristo resucitado.

Y a ese bicho raro, a ese viejo loco y desenfrenado y en teoría rehabilitado, conocimos en la calle un sábado por la tarde, en Rosario do Sul, casi en la frontera con Uruguay.
Alecardec nos invitó a pasar una noche en su casa, cuando nos vio trabajando en la calle con nuestras artesanías. Un brasilero con el chimarrón debajo del brazo, con cinco décadas a cuestas, contando delirios de adolecente, queriendo brindarnos una mano, no es una oferta fácil de rechazar. Algunas horas más tarde, después de haber pedaleado los últimos dos días y tras dormir con toda la ropa que teníamos puesta para no pasar frío, nos encontrábamos en la casa de Alecardec bebiendo cerveza helada y escuchando un recital de Pink Floyd en un pequeño televisor. Su habitación era más diminuta que la jaula de un cobayo, y en ese pequeño microambiente, vivía hacía ocho años el as del fraude.

Esa noche Alecardec estaba sediento como el conde Drácula en una isla desierta después de naufragar la misma cantidad de años que lleva Mirtha Legrand almorzando preguntas de libreto en televisión. Luego de que varios litros de cerveza le inundaran la mente, sus palabras comenzaron a  hundirse hasta el precipicio de la estupidez. La mirada iba escondiéndose entre las tinieblas de su habitación, riendo sólo a carcajadas. Ahí fue cuando empezó a resultar repugnante su compañía. Y para hacer todo más incompresible aún, debíamos gritarle en portugués al oído para comunicarnos con él, porque estaba más sordo que un sartén sin teflón. Entonces para calmar a su diablo interior le propusimos dar una vuelta, para tomar además de cerveza, un poco de aire y conocer la ciudad. En cinco minutos y al galope, se disfrazó de galán. Camisa de vestir, chaqueta de cuero y sombrero de pana. Era Pasión de Gavilanes con más arrugas que chapa de conventillo. Daba risa verlo en pose de revista.
Todavía no era medianoche y el centro reventaba de jóvenes alcoholizados y vestidos con poca ropa. Abrigados con funk carioca y un frío invernal. 
En el camino a un bar Alecardec ofendió arbitrariamente a una chica que pasaba caminando a nuestro lado, que por tener unos cuantos kilos de más, no se merecía que le dijeran “Vocé é muito feiaaa”, con cara de búho enojado. Aquello en español significa: “Sos muy feaaa”.  Así como lo lees, acentuando y estirando la letra A.  Y esa fue la gota que rebalsó el vaso para dejarlo sólo e irnos a dormir arriba de una alfombra en el cuarto contiguo al de él. No daba para pasear con alguien que va agrediendo sin sentido a la gente. Bastantes pelotudos uno se cruza accidentalmente en el mundo como para elegir pasear con uno.

Al amanecer la reja de metal de la pensión se abrió de un portazo y la llamarada de un dragón esparció fuego ardiente por todo el pasillo. Era Alecardec, que al estar ebrio hasta el tuétano, que no sé que es, regó con su vomito el largo camino afuera del infierno. Tan sólo algunas horas más tarde, con las pupilas inflamadas y el rostro hinchado de alcohol, un Alecardec misteriosamente recompuesto nos cocinó una olla de arroz carretero. El plato característico de la región gaucha de Brasil llevaba más de una hora de preparado, entonces el cocinero para no aburrirse, colocó música a todo volumen y comenzó nuevamente a beber cerveza y fumar tabaco. La caravana al parecer, recién comenzaba. Para el mediodía ya estaba otra vez con un pedo atómico, así que no consiguió comer ni siquiera un bocado de su propio plato.
Después de almorzar y agradecerle su hospitalidad, por separado nos escapamos de su ruidosa madriguera a un sitio más tranquilo. El hombre estaba arruinado y sólo había aprendido a ahuyentar a sus propios demonios escuchando música y bebiendo alcohol. O quizás así era como danzaba cada día con ellos.

Regresamos de noche a la pensión, esperando no encontrarlo y conseguir juntar nuestras pertenencias de forma tranquila. Quince minutos más tarde se abrió la reja. Cuando llegó “el rey del lúpulo”, ya estaba todo en su sitio para salir a la ruta a pedalear. Pero el hombre, sorpresivamente estaba calmo. Entonces nos sentamos alrededor de una mesa a beber cerveza y como si fuera un cristiano católico, comenzó a confesar sus faltas, sus traiciones, sus engaños y cuanta mierda desparramó a lo largo y ancho de su camino. Por momentos sus ojos brillaban con el fulgor del arrepentimiento, por momentos reía orgulloso de haber vivido tantos años de trampa y traición. Escupió un dilatado relato detallado de su vida y sus infiernos. Desdeño victorioso durante más de dos horas a su irremediable soledad, porque se sentía en familia y quienes lo acompañaban escuchaban atentos sus ruines hazañas. Esa fue nuestra despedida, ese fue nuestro último abrazo. Escuchar al que ya nadie escucha, acompañar al que no merece ser acompañado.  ¿Pero acaso no somos todos susceptibles de caminar el mismo camino que transitó este hombre y de haber tomado las mismas decisiones? ¿No estamos todos aprendiendo a vivir cometiendo excesivos errores y algunos aciertos? ¿Cuántas películas filman anualmente en Hollywood de estafadores y ladrones de bancos protagonizando el papel de héroes? 
¿Acaso no buscan estas películas que generemos empatía por la codicia y la traición y que creamos que volverse rico de la noche a la mañana nos brinda el ticket de entrada al paraíso perfecto?

Alecardec es rápido y está furioso. Es la sangre fría fluyendo adentro de un cadáver exquisito. Es el tormento real de quién se somete a la manía del vicio carnal, a la satisfacción efímera, a la inconsciencia brutal, a expensas del esfuerzo ajeno.

Alecardec no era el primer espécimen que padecía esta enfermedad en cruzarse en nuestro camino, era uno más, pero quizás el primero que se animó a confesar de esa manera y a llorar como un niño, pisoteando su propio orgullo. Así de pertinente fue su desahogo, y compartiendo en el ocaso de su vida su rancia cosecha, quizás exorcizó algunos fantasmas que fastidió en su línea temporal.

Alecardec es lo que le da vida y sentido al concepto: gente desagradable. Es el espectro que no demuestra estar muerto, pero que tampoco consigue estar vivo. Sea quien sea y que haya hecho este hombre, al que está de paso el buscar ayudar. Quizás por una cosa, quizás por la otra. Nuevamente repito, siempre hay más opciones, más allá de nuestras especulaciones. Siempre hay más opciones más allá de nuestras decisiones. Siempre no es lo mismo que sumar dos veces la palabra nunca. O sí? Que se yo. De tanto escribir me olvide lo que quería decir, si es que quería decir algo.


Fin del relato. El próximo finaliza más piola, queda garantizado. De lo contrario le devolvemos su dinero en forma de caramelos, como hacen en el supermercado.


Lago de Santa María de Herval - Brasil


Todo rima con Lima

Costa limeña, vista desde Barranco

No sé si era el exceso de gente que como hormigas desfilaban entre muros de vidrio y concreto, y comenzaba a sentir una claustrofóbica asfixia; o si la velocidad estrepitosa que demanda la ciudad para su adaptación estaba siendo demasiado elevada; o si mi madurez incompleta para generar cada día dinero en la calle necesitaba un descanso; o si sencillamente había cumplido un ciclo de vagabundeo en la infinita inmensidad de  Lima, la capital del Perú. Lo cierto es que había decidido irme, esta vez en compañía de dos limeñas y un loquito de Argentina al cuál llamaba Gambito.
Sin conocer la geografía peruana en lo más mínimo, y bajo la idea de Stefhany de conocer Huaráz, procuramos un terminal de colectivos para irnos de allí.

Era febrero y aún los rayos incandescentes del sol nos permitían cubrir el cuerpo con muy poca ropa, e ir a contemplar el crepúsculo a la playa. Si bien Lima creció al límite del mar Pacífico, sobre las costas del Río Rímac, sus balnearios además de ser pedregosos estaban hechos un asco ambiental. Esa inescrupulosa costumbre organizada estratégicamente, de arrojar los desechos humanos hacia los ríos y las aguas abiertas del mar, deja al descubierto la indiferencia hacia la naturaleza de quienes gobiernan.

Plaza de armas

Aquel día bien temprano los reunimos los cuatro con el mismo objetivo, salir de la capital. Y no fue hasta el atardecer, utilizando el saturado transporte público de colectivos que aterrizamos en una terminal. El hall de la misma se encontraba rebalsado de hombrecitos inquietos, que oficiando de jaladores, persuadían a los potenciales pasajeros a que elijan la empresa para la cual trabajaban, para viajar. Algunos pasajeros, sobre todo los solitarios, eran literalmente sostenidos para ambos brazos, siendo el campo de batalla donde dos empresas disputaban su hegemonía. Un atosigamiento total. Pues claro, en Perú los boletos no tienen donde las empresas un precio declarado, todo se regatea con argumento comercial e insistencia.

Confuso de tanto griterío estaba el panorama que nos esperaba. Hicimos un bulto común de mochilas en un rincón, y con Stefhany llenamos los fuelles pulmonares de oxígeno y nos sumergimos deliberadamente en la muchedumbre peruana indagando el precio del boleto más económico. Luego de demostrar y explicar nuestro escaso presupuesto, que no era ni la mitad de lo que ellos exigían, un jalador pareció torcer el brazo. Nos hizo esperar afuera de un colectivo, hasta recibir la aprobación del chofer.

Con la mochila en mano contemplamos como iba paulatinamente llenándose el vehículo de bultos raros, grandes e indescifrables, y personas. Cuando ya no quedaron más asientos prosiguieron ocupando el extenso pasillo. Un gallinero humano, compacto y reducido. ¿Y nosotros Pe? - le preguntamos algo preocupados al jalador. Un leve movimiento de quijada fue suficiente para comprender que había llegado nuestro turno. Pasaron primero las chicas, ascendiendo por la escalera, haciéndose un lugarcito en el congestionamiento humano. Pero cuando intenta Gambito subir, lo detiene un el brazo de una barrera de piel y huesos. El colectivo era una bomba de tiempo a punto de explotar. Ya no cabía ni un alfiler. Entonces por lo bajo, el jalador nos da una noticia esperanzadora, aún queda lugar en el portaequipajes. Nos miramos con Gambito, y si, a esa altura no entrabamos ni de suplentes, pero no perdíamos la fe de jugar ese partido. Encima comenzaba a refrescar entre tanta indecisión. Así que despachamos nuestras mochilas sobre el monte de equipajes, y nos abrió un compartimiento contiguo. Si señor, íbamos a viajar en un cubo de metal del mismo área que ocupa una mesa de comedor familiar . Al tamaño ínfimo de la capsula había que imaginarla a oscuras y en movimiento. Nada apto para asmáticos, claustrofóbicos o gente racional. Sin saber si reír o llorar ocupamos el espacio diminuto como pudimos. Sin hacer demasiado ruido para que nadie se entere de tal negligente situación. Una vez dentro, la puerta quedo cerrada de afuera, y en ese silencio cavernal quedamos en plena oscuridad. Nuestro vecino, el motor, una vez encendido le dió inicio a la extensa jornada,que sin saberlo en aquel momento, iría en dirección a las montañas de Huaráz.

Reímos mucho los primeros kilómetros por estar viviendo un momento tal surreal. ¿Por cuál razón estábamos viajando adentro del portaequipajes de un colectivo en Perú sin tener noción a donde nos dirigíamos? ¿Qué me llevaba a normalizar siempre situaciones tan raras? Quién sabe.

Aunque la rigidez del metal era estrictamente incómoda, era el progresivo frío aquello que nos taladraba el encéfalo al pensar que ninguno de los dos había tomado la precaución de llevar un abrigo. Conversábamos de cualquier cosa para que la distracción mental disminuyera el entumecimiento del cuerpo. Pero no había forma de escapar, trascurrían los minutos, las horas, y era pertinente abrazarse. ¿Había acaso otra alternativa? Abrazarse no por sentir cariño espontáneo en ese momento de intimidad, sino para conservar y multiplicar el poco calor que traíamos almacenado. Ahora si que estábamos pisando el palito. A mi cuerpo lo rodeaban los brazos tatuados, con siniestras calaveras y patinetas, de un punk marplatense, y una voz ronca que no renunciaba a maldecir a las madres de todo el planeta. Gambito tenía una gran habilidad para perder monumentalmente los estribos. Con la misma demencia en que un barrabrava de Chacarita se defendería de la fuerza policial en un aprieto, mi osito de peluche punk de improvisto inició una brutal descarga de ira y desesperación, pateando y golpeando a mano abierta las chapas que ineficientemente nos acobijaban. ¿Cuantas horas llevábamos allí encerrados? Ni idea. Tampoco teníamos linterna ni reloj. A los golpes por si fuera poco barullo le añadió  agresiones presidiarias, tales como: "Abran la puerta hijos de puta, nos estamos congelando acá abajo", "quiero salir, no aguanto más" y "Sáquenme de acá ya". Parecía un convicto recién llegado a la cárcel de Devoto en estado de shock. Con terrible cantaleta el colectivo se detuvo, y al abrir la puerta quedamos estupefactos. El sol daba las primeras luces del alba, iluminando el paisaje. Estábamos en frente a un cordón de montañas con picos nevados. No jodas. Y nosotros como dos locos de neuro psiquiátrico vestíamos a duras penas, remera y pantalón corto. Nos pidieron perdón el chofer y el cobrador por no abrir la puerta antes. Se habían olvidado por completo de nuestra escueta existencia. Temblando como gelatina asustada viajamos envueltos en dos frazadas los últimos kilómetros antes de llegar a Huaráz. La cápsula quedaría atrás, en el pasado como un viejo recuerdo, ahora estábamos próximos a enfrentar la ciudad, nuevamente sin un centavo en los bolsillos y con un frío invernal.


Parque Nacional Pastoruri - Huaráz

Parque Nacional Pastoruri

El repartidor de panfletos




Existía sobre el manto rocoso y humanizado del planeta Tierra una clase de hombres que cada día  cumplían su labor repartiendo en las calles pavimentadas panfletos con las ofertas más accesibles del supermercado. Estos humanos, con la destreza implacable que requiere su labor, entregaban a voluntad dichos impresos en tinta multicolor a los transeúntes, para que estos últimos, casi en su mayoría, los derrochen instantáneamente en el próximo cesto de basura. Y de esa forma se acumulan toneladas de árboles muertos procesados en la calle, mucha indiferencia y muy poca conciencia por el medio ambiente.

Un mediodía en Pato Branco, Estado de Paraná, Brasil, conocimos a uno de estos individuos personalmente. Al salir del supermercado para el cual este hombre trabajaba, nos surge la oferta de obtener un panfleto. Negamos al acto la invitación, pretendiendo no colaborar con el despilfarro de recursos en cosas tan innecesarias y efímeras. Acto bastante común, ya que no todas las personas están interesadas en leer e investigar las ofertas de los bienes de consumo mientras van caminando, y mucho menos cuando uno está de paso por la ciudad. Cinco minutos más tarde de aquel encuentro fugaz, comenzó a  llover y muchos buscamos refugio debajo del techo del mismo comercio.

El panfletero y algunos vendedores ambulantes estaban allí arrinconados junto a otros ciudadanos para no mojarse esa tarde invernal. Inesperadamente el hombre se acercó al reconocernos. Él día anterior habíamos llegado a la ciudad, y nuestro aspecto y nuestras bicicletas no se mimetizaban tan bien como creíamos en ese mar de gente. Quería saber de dónde veníamos pedaleando con esos bultos. Conversamos brevemente, reímos un rato en un rústico portuñol  y luego se fue, una vez que habían disminuido las precipitaciones.

Aquel día estábamos parando con Mari en la casa de la familia Bortolon. Los habíamos contactado a través de una página de internet, una especie de comunidad mundial para viajeros en bicicleta llamada “duchas calientes” o “warmshowers”, en inglés.

Con una amabilidad sincera y profunda aquella familia nos estaba brindando de buen corazón un cuarto con baño privado para que descansemos un par de días. Y en una de esas charlas familiares mientras almorzábamos, Teresa nos habló de aquel hombre, el repartidor de panfletos que habíamos conocido afuera del supermercado. Resultaba que ella siempre le recibía con firmeza y seguridad el panfleto, ya que al hombre no le pagaban por horario laboral, sino por cantidad de folletos repartidos, un total de mil cada día. Lo que significaba que su salario, de cincuenta reales diarios, dependía de la voluntad de los transeúntes de recibir los folletines y detrás de aquel escaso salario había una familia con niños que sustentar. Al escuchar tal historia, o lo que pudimos comprender, ya que hacía menos de dos semanas que estábamos en Brasil y aún manejábamos a medias el idioma, nos quedamos helados.

¿Qué tan parciales pueden llegar a resultar nuestras miradas acerca de la gente que nos rodea? 
¿Cuando creemos estar haciendo un bien verdaderamente lo estamos haciendo? 
¿Cuáles son los límites de nuestras percepciones? 

Sé que suena a eslogan de publicidad, pero sin dudas detrás de cada persona, hay un mundo.

La familia Bortolon





Cuando te sangra el corazón

Tortugas - Perú

Cerré con llave el pequeño y sucio cuarto imaginando la cantidad de historias extravagantes que tendrían para relatar esas cuatro paredes húmedas. Ese espacio ínfimo e insípido, a simple vista no parecía albergar más que a seres solitarios, magros y abandonados a su mal genio, y a parejas errantes sin hijos, entre prostitutas en decadencia y un hediondo olor a melancolía, que cubría la atmósfera del predio sin dejar ingresar la luz del sol. De todas formas su capacidad de carga soportaba por el valor de diez soles diarios, el silencio tenaz de los vendedores ambulantes, y el tronar de las monedas de los artistas callejeros, que demostraban en la vía pública alguna habilidad circense o musical.
Olvidé el cuarto, y caminé en sentido exploratorio, dirigiendo mis pasos al centro de la ciudad. Chimbote hacía ruidos de bocinas de mototaxi y su calor húmedo, le cubría de una delgada película de sudor a todos sus habitantes.

Un hombre viejo, anclado a la vereda con una mesa llena de papas cortadas, entusiasmaba a la audiencia para que experimenten los poderes milagrosos del almidón, o alguna otra propiedad de dicho tuberculo. Las tiendas de ropa competían entre ellas colocando cumbias peruanas a un volumen tan alto que resultaría irritable hasta para Buda y sus secuaces escucharlas.  Algunas familias se refrescaban con la brisa del mar Pacífico en el malecón de la costanera. Un peruano oriundo de otra ciudad arrojaba sus tres machetes al aire en el cruce peatonal de una avenida, sacando trucos malabaristicos e intentando no rebanarle los dedos a ningún peatón. Otros caminaban observando con asombro indiscutido las mismas vidrieras de siempre y algunos pocos contemplaban el mero comportamiento humano. Entre esos pocos me encontraba yo, revolviendo con audacia las pocas monedas que cargaba en el bolsillo, entre cavilaciones metafísicas y un hambre voraz. Entonces decidí ejecutar la misma maniobra de aquella mañana. Amarre la mochila de mano a un poste de señalización, extraje de allí tres bolas blancas y comencé a estirar y calentar el cuerpo. Cinco minutos más tarde me hallaba casi gritando arriba de las rayas blancas del asfalto, presentando mi número de malabares, durante los cuarenta segundos que duraba el semáforo en color rojo. Dejaba los diez segundos restantes para pasar la gorra , esperaba que termine el color verde y volvía a repetir el acto. Con ese sofisticado sistema de exposición de circo ambulante, juntaba dinero en aquel entonces. Esas monedas de niquel me permitían vivir como un vagabundo en cualquier ciudad. Cuando creía haber hecho lo mínimo e indispensable para comer y cancelar el cuarto, desamarraba la mochila, guardando las mágicas bolas dentro. Más tarde me recostaba a leer, pensar, escribir y contemplar bajo la sombra de algún árbol, los misterios de la vida.  Me sentía un Sócrates tercermundista del Cono sur.

Jaén - Perú

Realmente buscaba analizar y comprender la vida, viviendo como nunca había vivido antes. Relajado y solitario. Casi siempre aceptando cualquier tipo de invitación o internandome durante días u horas en la selva de la ciudad social o en cualquier monte.

Antes de extraer las conclusiones mentales del día anterior, ya estaba respirando un día nuevo, en un lugar nuevo, con alguna nueva compañía, escuchando diferentes experiencias de vida, probando otro sabor, enfrentando alguna nueva adversidad. Como en mi vida estable los cambios no llegaban, comprendí que yo mismo debía ir a buscarlos, ofreciendo mi tiempo, mi cuerpo y mi alma en sagrado o autodestructivo sacrificio. Porque claro, aún me encontraba lo suficientemente desorientado como para encontrar una mínima claridad en mi camino. Era yo quien había decidido tomar ese camino, nadie me dio el empujón. De cierta forma lo disfrutaba, aún cuando la situación me hacía rebalsar el vaso de bronca, hambre o soledad.

Y así como llegué a Chimbote, de la misma forma me fuí, caminando hasta la ruta, esperando la bondad de algún conductor que no le temiera a mi silueta delgada. Entonces pasó el tiempo y ya no recuerdo todo lo que allí aconteció. Las imágenes mentales van diluyéndose como tinta con exceso de agua , en mi memoria. Pero eso verdaderamente no me importaba. Con quien conversé en Huánuco, donde dormí en Chiclayo, como me las arregle en Tortugas, tampoco me importaba. Iba de un sitio a otro en Perú sin entender el valor de mis palabras ni el poder de mis actos, de mis miedos, de mis deseos. Dentro de un mundo cada vez mayor, yacía en cautiverio entre los conflictos de la razón, de lo que es y de que deseamos que sea. Quería definitivamente exorcizar mis demonios, pero respiraba aún el aroma de la confusión. Era escéptico a la idea del poder interior o simplemente lo ignoraba. Escuchaba atento aquello que me decían, pero no me responsabilizaba cuando desperdiciaba una oportunidad por sentir pereza, vergüenza o por no hacerle caso a la intuición. Luego al momento de reventar las consecuencias en mis manos, no conectaba los cables sueltos, y la paz y la felicidad adquiridas fugazmente otra vez se iban.

Ruinas de Chan Chan - Trujillo

Laberinto del desencanto interior, dime cómo hallar la salida.

Vagué sin sentido, porque vagando tenía que despertar. Me sentí en un prolongado letargo porque estaba tan ciego que en mí no veía la posibilidad de ser libre. Como no me sentía libre, creía que nadie lo era. Como no experimentaba una duradera felicidad, creía que no existía. Como veía éxito en el talento y aseguraba estar exento de algún don, me sentía condenado a la mediocridad. 
Encontraba engaño e incomprensión cada vez que leía una verdad, y creía que era estúpido aferrarse al dogma de una religión. Metía a mucha gente en una misma bolsa, pero quería que a mí no me incluyan en ninguna. Arrojaba la piedra y escondía la mano. Humano, demasiado humano. Entonces con tan poca autocrítica, 

¿Hasta donde debía ir para conseguir encontrarme? 
¿Cómo iba a tener sentido mi vida si para empezar, yo no le daba uno?
¿Como alguien no me iba a querer dañar si yo también había dañado y aún lo seguía haciendo, de forma siempre tan sutil?
¿Cómo iba a recibir, si aferraba tanto, sólo para mí? 
¿Cómo no iba a acercarme al dolor, si la culpa me obligaba a recibirlo? 
¿Cómo iba a sentir placer por el trabajo si cada día no quería hacer lo mismo y no hacía nada para cambiarlo?
¿Cómo iba a encontrar amor, estando tan perdido?
¿Cómo iba a ser un buen padre si todavía no había aprendido a ser buen hijo?
¿Cómo iba a creer en una fuerza superior llamada Dios, si no creía en una fuerza diminuta llamada Yo?
¿Cual era la magnitud de mis problemas si era tan sólo una gota de sal en el vasto océano?

Como venía diciendo, vagué sin sentido, porque vagando tenía que despertar. Y de a poco me fuí dando cuenta que:

No obtenemos más de lo que merecemos.
El amor que recibimos es proporcional al amor que brindamos.

Hallar felicidad es síntoma de estar caminando por el camino correcto. 
Hasta entonces seguimos desorientados con los ojos vendados.

Un beso, un abrazo y una sonrisa, son eternos regalos. 
El resto se degrada entre las frívolas horas que va dejando atrás el reloj.

La tragedia del horizonte, es saber que siempre estará más allá de nuestras pasos y al mismo tiempo y por tal motivo, viviremos pretendiendo alcanzarlo.

Como afirmó sabiamente el controversial Palito Ortega, la felicidad es sentir Amor. 
Y ese Amor comienza, amándose a uno mismo.

Máncora - Perú
Pelicano en la playa de Paracas - Perú

Creo

Florianópolis - Brasil

Creo en duendes,
Creo en fantasmas,
Creo en dragones,
Creo en la energía cósmica,
Creo en los zombies,
Creo en que Jesucristo era un maestro linyera,
Creo en buda y en Krishna.
Creo en el Karma,
Creo en los dinosaurios,
Creo en brujos y hechiceras,
Creo en la magia,
Creo en druidas y en bellas durmientes,
Creo en la reencarnación y en la trasmutación,
Creo en los extraterrestres y los gnomos,
Creo en las hadas y en los ángeles guardianes,

Creo en el paraíso terrenal y en el infierno en vida,
Creo en lo tangible y en lo intangible,
Creo en el Gran Espíritu, en el Gran Misterio,
Creo en lo Absoluto, 
Creo en lo indescifrable,
Creo en lo invisible.

Creo en las conspiraciones,
creo que es mejor prevenir que amamantar.
Creo en las similitudes
Creo en la causalidad,
Creo poder hacer real mi sueño.
Creo que es posible volar,

Creo que todos somos Uno, 
creo en la dicotomía existencial,
también creo en la Unidad.

Creo en la quinta dimensión y en la ley de atracción.
Creo en las almas gemelas.
Creo en el Amor.

Creo en la perfección, la virtud y la belleza,
Creo en la felicidad,
Creo en el poder que tiene tu sonrisa.
Creo en tu voz, 

Creo que nada es imposible,
creo que creyendo,
Todo, 
absolutamente todo,
podemos llegar a crear.


La tierra que me parió

Un buen día nació en la clandestinidad, como no podía ser de otra forma, debido al escaso presupuesto en mano, el poemario LA TIERRA QUE ME PARIÓ. Un compilado de reflexiones propias de carácter existencialista escrito en forma poética. Todos los poemas surgen como resultado de las percepciones adquiridas tras llevar esa vida trashumante que le dan vida también a este blog. 

Las tapas han sido elaboradas con cartón reciclado y con cartón rescatado de la calle y de su posterior hogar, el basural. Pintados y trabajados en colagge, por mis manos inquietas y por las de otros colaboradores, como mi hermano Federico López y  Cristian Jacob, presidente de la editorial cartonera Casimiro Bigua, de la ciudad de Puerto Madryn, Argentina.

La presentación semi-oficial se realizó en el programa de radio "Los vagabundos del Dharma", también en la ciudad de Puerto Madryn, algún día de Julio del año 2017.
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Para adquirirlo, sólo basta comunicarse conmigo, a través del facebook o de mi mail

Facebook: Mauri Lopez ( perro viajero autoindigente )
Mail: fragmentosdeuncaminante@gmail.com

Las primeras ediciones


Trabajando en el taller


Violeta

Puerto Madryn - Argentina


Definitivamente están locos.
Y sino, vos decime,
 ¿cómo es que se pueden reír tanto?
¿Cómo hacen?
Explícamelo,
si solo es un color,
el violeta.

Si hablo del color violeta y lo sabés.
No se ríen del rojo ni del amarillo.
Jamás escuché a nadie criticar de la misma manera al color verde.
Algo tienen, algo en particular, que de cierta forma les incomoda.
¿Vos te diste cuenta de eso? ¿Viste la cara que ponen cuando lo ven?
Y lo peor es que lo hacen sin darse cuenta. 
Porque en verdad no lo comprenden.
No saben de qué se trata verdaderamente el color violeta.
Lo miran desde todas las perspectivas,
pero no lo comprenden,
porque no lo ven con los ojos del corazón.
Entonces claro, sienten vergüenza.
Una leve molestia.
Es como una puntada en la boca del estómago.
Y se ríen, como te decía, lo critican.
¡Qué insensatos!

Vos decime, ¿ellos qué sabrán del color violeta? 
Nada saben, o nada quieren saber.
Lo más absurdo de todo, 
es que lo llevan tatuado como un estigma,
sin darse cuenta.
Yo lo veo. 
El violeta lo siento latente en ellos,
pero lo tienen amarrado, escondido.
No lo sueltan, ni lo quieren dejar ver.
¡Cuanta hipocresía!
Lo esconden los muy bestias.

Si no se sienten reconocidos con un color, 
es por supuesto con el color violeta.
Que absurdo pienso yo, 
si es un color hermoso.
Con el violeta podés hablar de todo,
podés representar todo.
Hacer de todo.
Es magia pura ese color.
Mi padre me lo repetía cuando era niño,
para que nunca lo olvide:

"Todos llevamos un color dentro nuestro, 
en nuestra parte más íntima.
Es con el que juegan y se expresan los artistas.
Nunca te olvides hijo de reconocer
en ti mismo
al color violeta".

Mapudungu



La naturaleza va a sobrevenir al paso del hombre,
Mas allá de los vertederos de desechos tóxicos en el mar;
De la extracción sin medida de combustibles fósiles,
Y del arrasamiento indiscriminado de los bosques
Para cultivar cereales;
La naturaleza va a seguir en pie,
Porque se retroalimenta.
No produce desechos, ni basura,
Sino nuevo abono, nueva vida,
Tan radiante y completa como la anterior.

La madre tierra es una escuela para el entendimiento humano,
En su lenta y compleja expansión.
En cada hoja, en cada río y montaña,
Se manifiesta el equilibrio y la belleza,
La mansedumbre y la simpleza,
Inherentes en cada ser que viaja
Dentro de esta nave planetaria llamada Tierra.

El humano es el único animal que ensucia su propio hogar,
Llevando a cabo un absurdo plan de despilfarro
Y comodidad para unos pocos tripulantes.

El humano naufraga perdido en un mundo de abundancia sin igual.
Y si decidió llevar un reloj en el brazo
Fue por haber conservado un estilo de vida que se acaba fugazmente
Como una mariposa.

La naturaleza no tiene tiempo ni afán por culminar su vuelo.
Sólo el humano apresura el ritmo y acumula cosas
Por temor
A no encontrarlas mañana.





P.D: Mapudungu en español significa "lengua de la tierra" en dialecto Reche, conocidos también como Araucanos.

Corazón Ortiba + Cuento macabro



   Las madrugadas son siempre frescas, y aquella fue una de esas. Aquel era el día, no de la semana, sino el elegido desde hacía un buen tiempo. Dormí junto a la herramienta, la noche anterior en un placentero colchón de cartón. María ya no estaba cuando desperté, debería haber ido a buscar algo para el desayuno. Entonces en el silencio de mil desiertos apoye el taladro manual sobre mi pecho, decidido a hacerlo. Con una mano lo afirme de forma horizontal, transpirando sudor helado, mientras la otra mano comenzó a girar la manija, desgarrando lentamente mi piel con la mecha. El dolor inicial fue insoportable. Grite, gemí, volví a gritar, inhale una continental bocanada de aire frío. Me vibraban los pies, zumbaban mis oídos, y el suelo era un sólo temblor. Seguir perforando era pertinente para lograr la tarea. Me detuve un segundo para morder un trapo viejo y mugriento que guardaba un nauseabundo gusto a nafta y  humedad, y continué destruyendo obstáculos. Músculos, arterias, venas, yo no se cuantas porquerías escondemos ahí dentro. Bañado en mi propia pegajosa sangre rocé una costilla y no me detuve. La emoción dolorosa también desbordaba en placer. Hasta que llegue al objetivo, el corazón. Me parecía que todo había demorado tan sólo unos pocos segundos.
   En el instante en que retiraba el taladro del cuerpo llegó Maria, desesperada, gritando: “Estas loco, que hiciste, qué tenes en la cabeza limado”, lloraba desenfrenada y estiraba la planicie de su rostro con los dedos pálidos de las manos.
-Respondeme por favor, qué te hiciste animal?

“Un portal Mari, eso hice, ahora ingresa libremente luz a mi corazón”.

Mural Yanomami en Negativo - Venezuela