Parque Nacional Morrocoy



Cayo sombrero

Luego de descender la cordillera de los Andes, reiniciaron las abrasivas temperaturas dignas del quinto infierno, de más de treinta grados y una humedad tan áspera que la piel quedaba exprimida como pasa de uva. De todas formas avanzamos pueblo a pueblo en bicicleta hasta que arribamos en la costa caribeña venezolana. La playa de Tucacas, en el Estado de Falcón era de una belleza incomparable. Entreverada por una densa vegetación que soporta la salinización del mar (manglares) y aves más fosforescentes que los labios de Alejandra Pradón, (conocidos como Corocoro) se extiende el área de balnearios de arena clara y fina como harina de trigo cuatro ceros, entre un manto natural de palmeras cocoteras. El agua cálida y transparente con leves ondas, invita a pasar largas horas sumergido sin desear hacer otra actividad más que relajarse y no pensar. Un sitio, que sin dudas vale el esfuerzo conocer.


Coro coros
Saliendo de la playa pedimos asilo en el centro cultural de la ciudad, sin obtener resultados positivos. Sin embargo, allí conocimos a Patricia, una mujer de aspecto de estar dopada con somníferos para elefante todo el tiempo, quién estaba dando un taller literario para jóvenes en dicho establecimiento. Conversamos un momento con ella. Se alegró de enterarse que éramos argentinos y que viajábamos tan despreocupadamente por el mundo. Al explicarle nuestra situación, inmediatamente nos ofreció un cuarto con baño privado en su casa, para que descansemos el tiempo que consideráramos necesario. Así iniciaría una extraña amistad durante varios días de convivencia.
    La vivienda de esta mujer era la típica casa de verano o segunda residencia, que generalmente está desocupada para que su familia  la ocupe tan sólo algunas semanas al año. Ella en este caso, por el hecho fortuito de pertenecer a una familia pudiente, la utilizaba como residencia personal, ya que a pesar de tener maestrías y doctorados y no sé cuantos títulos más, no conseguía desarrollar una vida laboral sin dependencia económica de sus padres. Además, por prescripción de un psiquiatra, digería todos los días fármacos como si fueran caramelos. 




Amor tropical

Los primeros días pedaleábamos, casi sin equipaje los siete u ocho kilómetros de distancia entre la casa de Patricia y las playas del centro, que por pertenecer a una reserva natural, sus aguas estaban pulcras y traslúcidas. Aprovechábamos a disfrutar del mar caribeño, comprar provisiones y trabajar con nuestras artesanías en aquel hermoso lugar.

    Al cuarto o quinto día en Tucacas, por algún comentario perdido en el aire, nos enteramos que estábamos muy cerca al Parque Nacional Morrocoy, sitio conformado por grandes y pequeños islotes llamados "cayos". Sin tener demasiada información al respecto, al día siguiente, con carpa y artesanías en mano, encaramos rumbo al puerto desde donde parten las lanchas hacia las islas.
    Una de las clásicas imágenes del Caribe que a las empresas turísticas les agrada mostrar es la de los Cayos. Estos son pequeñas islas con una playa de baja profundidad, formada en la superficie de un arrecife de coral, con días siempre soleados, arenas claras y limpias, y peces de colores psicodélicos. Corre por cuenta de los turistas imaginar que en estos sitios también llueve y puede haber una infinidad de insectos esperando finalizar su  ayuno con la llegada de un contingente de visitas.
    En el camino encontramos a Santiago, un argentino de 19 años, quien también andaba en la vuelta para visitar los cayos. Entonces los tres mosqueteros fuimos directo hasta el embarcadero.
     Luego de explicarle al dueño de una de la lanchas nuestra situación de viaje, resolvió llevarnos hasta el Cayo Sombrero, el más bello y distante de todos, por la décima parte del pasaje real. Comprendía que no sólo íbamos a conocer, sino también a trabajar. Subimos a la lancha con una emoción galopante junto al conductor, y navegamos a toda marcha en una zona de agua turquesa rodeada de pequeñas e increíbles islas. Sin dudas era un paraíso inalcanzable, y aquello que estábamos viviendo era la fabula de un utópico.

    Al cabo de casi una hora de viaje, desembarcamos en un muelle de madera en una playa colonizada de turistas, en su mayoría nacionales, y en menos de tres minutos nos zambullimos como pingüinos frenéticos en el mar. Santiago, traía en su mochila unas antiparras con las cuales pudimos visualizar de forma totalmente nítida una variada cantidad de peces de múltiples colores entre arrecifes coralinos y plantas acuáticas. La temperatura del agua nos permitió explorar el fondo marino incalculables horas de felicidad.



Civilización y barbarie

Con el pasar de las horas fue menguando la luz solar, y los turistas a medida que iban regresando al muelle para volver a la zona continental, nos iban dejando algunos alimentos y bebidas que les sobraron para que disfrutemos plácidamente aquella noche de frente al mar.
   Como no todo lo que brilla es oro, todo paraíso tiene sus condiciones. Antes de oscurecer por completo unos microscópicos insectos voladores, más diminutos que los mosquitos, conocidos como joro joro, iniciaron su festín de sangre al picarnos sin descanso la piel para alimentarse. La insoportable y hostigante presencia de estos bichos, me hacía dar cuenta que lo mismo generamos los humanos cuando visitamos plácidas áreas naturales e invadimos el ambiente con nuestro ruido, nuestra basura y demás molestias.
    El método más eficiente para ahuyentarlos era quemar las cáscaras de coco, provocando una inestable bola de humo, que supuestamente los marea. Difícil de comprobar cuando el vuelo del mosquito ya de por sí es mareado. Entre cena y conversa alrededor de esa fogata de andariegos, nos fuimos rindiendo al sueño cada uno en su carpa.

    Al día siguiente desayunamos un sabroso baño de mar, zambulléndonos dentro de una genuina calma y soledad. Al ponerse el sol en el cenit, el Cayo volvió a poblarse de lanchas y turistas. Ambas costas de la isla recogieron reposeras de diversos tamaños y colores en hilera, para el deleite de la brisa caribeña. Esta vez aprovechamos a ofrecer pulseras y aretes artesanales a cada grupo familiar, hallando un público muy receptivo y amable para la venta playera.

    A media tarde conocimos a un personaje local llamado Mauricio. Su fisonomía era de exagerada musculatura, sonreía como la luna y su piel era color café. Traía marcada a fuego una franca sonrisa juvenil.  Este hombre llegaba cada día al cayo y su trabajo era subir a las palmeras al estilo chimpancé para cosechar cocos. Una vez que los extirpaba de la planta al enroscarlos hasta el cansancio, con su filoso machete y una destreza admirable, les partía un extremo para sumergir un sorbete. Elaborando así un cóctel natural al instante. Y de eso vivía algunos meses al año hasta el fin de la cosecha. Sin horarios, sin patrón, cero estrés. Un  humilde ejemplo de vida.



Al no descansar bien durante la noche por las picaduras de insectos, con Marita decidimos regresar esa tarde al continente. El regreso fue algo inesperado. Como habíamos pagado sólo el boleto de ida, ahora nos tocaba hacerle dedo a alguna lancha para regresar a tierra firme. Si, debíamos volver a dedo desde una isla.
     Muchas lanchas iban cargadas hasta donde les permitía la habilitación, por lo cual tuvimos que conversar con varios turistas hasta que una familia accedió a llevarnos. Rompiendo olas a toda velocidad nos despedimos de ese pedacito majestuoso de mundo tan mágico que para siempre quedaría atrás.
    Una vez en Tucacas, compartiendo con otra gente un taxi del año de la escarapela, regresamos a la casa de Patricia. Algunos días más tarde, tras descansar bajo techo del sol, volveríamos a pedalear por la costa de aquella convulsionada Venezuela.




Elegir como religar

¡¡¡Estaba en la Mazmorra!!! aulló finalmente el hombre empedernido con el rostro rojo como culo de mandril. Gritó hasta que sus cuerdas vocales le dijeron basta. Fuera de sí, o dentro de sí, ya no se sabía con exactitud en qué estado su mente puntualmente se encontraba. Tan hitleriano resultaba su oratoria que en cierta forma emanaba una simbiosis extraña de temor y respeto hacia la multitud.

¿Por qué debía gritar tanto para dar su testimonio? ¿Era realmente imprescindible dar pequeños saltitos y manotazos de puño cerrado al aire para enfatizar su mensaje?

Sentía por momentos, que era capaz de tumbar a un dinosaurio con tremendo Ki. Temblaba eufórica la audiencia en medio del inverosímil espectáculo que el hombrecito traía montado. Al parecer todos acordaron que su hollywoodense actuación era de divina providencia. Cada tanto alguna persona del púlpito le acompañaba ladrando a la par alguna oración descolgada del tema, como: "Alabado sea Jesucristo" o "te damos gracias Señor". En sí, desde un principio la reunión había sido algo extraña. Cantaron alabanzas en compañía de un acordeón y guitarras criollas; subió al altar una anciana enjuta para narrar una incomprensible tragedia familiar de sucesos demoníacos; un pastor entrerriano confesó haber visto bailando al diablo en pleno carnaval de Gualeguaychú, que por supuesto es entendible; y el pastor local, un anciano elegante y de ademanes obsesivos, pidió disculpas por tener que ausentarse unos días del templo debido a un viaje a Brasil por asuntos religiosos.
Lo extraño en sí, no era sólo la forma y el contenido de aquello que relataban, sino las arbitrarias interrupciones que a los gritos entrecortaba las oratorias y generaban un constante bullicio. Con tanta cantaleta y griterío sentía incómodas agujas en el encéfalo, que no me permitían seguir las letras de las canciones ni los sucesos narrados. 



Casi dos horas más tarde del comienzo, el ritual cerraba con broche de oro con los aportes escandalosos del "señor de los puñetazos".

Tras explicar aquella infancia violenta que sufrió junto a su padre, al cual denominó "tiempo de Mazmorra", nos señaló con sus puntiagudos dedos para ingresarnos en el infernal relato. Para ese momento mi mente estaba revoloteando por las llanuras de la comarca de los Hobbit, y al parecer Marita andaba cerca de ahí, volando en su imaginación. Muchos fieles habían abandonado sus antiguas posiciones y formaron un tumulto bajo el altar. Sus miradas de lince, recorrían nuestra fisonomía intuyendo que lo mejor era hacernos formar parte del rebaño, por si algún ángel del infierno decidía persuadirnos.
A ambos la ficha finalmente nos cayó por el caño del presente, y sin saber muy bien porque, decidimos dar unos pasos al frente, abandonando la banca de madera, formando una línea recta a la vanguardia del clan. Ahora sí, estábamos todos bajo el altar, agrupados, reunidos y desorientados, los corderos pastando en rebaño.
En ese instante, otro hombre que descendió del escenario ungido de espiritualidad, nos habló al oído diciendo: ¿aceptas a Cristo como rey de tu vida?. Sin entender aquello que dijo a lo último le respondí: ¿qué cosa señor?. Entonces volvió a preguntar de forma más clara, lo mismo. Esta vez, comprendiendo el enunciado, gatille: ¡si, claro que acepto! Y me bendijo contagiando con el sudor de su mano, mi cabeza en símbolo de aprobación. Marita a su vez fue interrogada, y aceptó, también de buen humor la propuesta. Entonces el señor de los puñetazos fue notificado del asunto, concluyendo el mismo con un "Aleluya hermanos por aceptar a Cristo en sus corazones", y todos nos dimos al fin la mano en señal de paz, mirándonos con firmeza a los ojos. Nos rodeó una muchedumbre de fieles hasta la salida del templo, y uno de ellos, sin mediar palabras nos invitó a su casa a cenar junto a su familia un guiso de pollo.

Iglesia de Santa Cruz do Sul, Brasil



Algunas horas más tarde luego de la deliciosa cena, regresamos al templo y en el salón oratorio del templo, donde las personas decantan sus preocupaciones arrodilladas en almohadones de goma espuma, tendimos dos colchones en el suelo para descansar al fin, después de un largo día de pedaleada y ceremonia religiosa.

Estabamos tan solo a una decena de horas de volver a salir de Argentina, esta vez para ingresar a Brasil en bicicleta. A un país con otra lengua, que aún no comprendíamos; donde en los días próximos deberíamos trabajar vendiendo artesanías en la calle para gestionar la alimentación. Sin embargo, no eran esos detalles los cuales me mantuvieron en estado de vigilia durante unas cuentas horas de aquella noche. Cuestiones religiosas aterrizaron en forma de pensamiento en mi conciencia para desvelarme. Y me preguntaba:

¿En qué momento se nos ocurrió pedir asilo en esa iglesia en vez de armar campamento en la casa a medio construir que estaba contigua? ¿Qué fuimos verdaderamente a buscar allí? ¿Qué parte nuestra rogaba silenciosamente por experimentar aquella misa? ¿Qué tan diferentes eran sus maneras de buscar calma y respuestas a las practicábamos nosotros? ¿Porqué iría a restarles importancia?

Ofrendas



Podíamos haber asistido a una sesión religiosa extravagante, y no era la primera, más esa gente que allí comulgaba debería encontrar algún tipo de sanación, tan válida como cualquier otra religión o práctica ejercida en otras partes del mundo. En lo personal creo que aceptar al Cristo orador, al Cristo curandero, al Cristo humano, al que practicaba el amor puro y una vida humilde y sencilla; va más allá de pronunciar dos palabras. La aceptación verdadera, no viene de estudiar sus teorías sino de poner en acción sus prácticas. No se logra hablando de él, sino actuando de acuerdo a las verdades del alma. Sin embargo eso descansa en la conciencia de cada uno.
Los pastores y oradores de terno y camioneta cuatro por cuatro con doble cabina, demuestran que todos tenemos algunas contradicciones, que todos aún tenemos mucho que aprender y reflexionar. ¿El crecimiento espiritual viene aparejado al crecimiento material o es todo lo contrario?

De cierta forma, estos pastores difieren mucho al camino austero y solitario que llevaron la mayoría de los santos y peregrinos de las Escrituras. Cristo, el humano, renunció al modo de vida establecido en su época deliberadamente, en pos de responder a un llamado divino. Estableció un aislamiento progresivo del rebaño humano, para poder observarlo desde un costado y estudiar sus mecanismos. En ese lapso, Jesús y otros mesías o maestros, no han hecho más que aferrarse con uñas y dientes al concepto del Amor Universal, que todo lo une y lo crea, nombrandolo de una sóla manera: fé en Dios.
Así estos seres de gran fortaleza creyeron profundamente en la ley del Amor incondicional, dejando de temerle a los vaivenes de la materia, a la pobreza económica, al dolor e incluso a la muerte misma. Sus fuerzas eran tan ascendentes que no hallaron imposibles en su camino, saltaron todas las barreras, aunque estas fueron cada vez mas altas.

Una vida errante en un principio y entrega al prójimo, resulta de dicho silogismo. Comulgar con el pueblo requiere su conocimiento. Al despojarse del valor estético y social de las vestiduras, mimetiza al santo entre los más ricos pero también dentro del mundo de los marginados que deambulan por las calles de tierra, asfalto y adoquín. Logrando transparencia, integración y esparcimiento de medicina en cada acción o palabra con esplendor. Sin domicilio estable ni trabajo fijo, el santo es libre de ir a donde su corazón lo guíe, cubierto de paz y serenidad, caminando por la austera cornisa de la sociedad. Habita enfrentando miedos, y se aleja de los prejuicios, soportando el martirio de quienes lo consideren loco, rebelde y demagogo, aceptando con tolerancia genuina la ceguera de sus hermanos contemporáneos. Así, por el arte de la divina gracia, será abrigado, alimentado y acompañado a donde vaya, al igual que las aves reciben la vida y el conocimiento para sobrevivir esparciendo su belleza. 

El peregrino recibirá del gentío lo imprescindible para el cuerpo, a cambio de ofrecerles lo necesario para sanar el alma. Esa fué, y esa será la ley del profeta, tal cual la comprendo hoy en día. Esa es la ley del guerrero anónimo, del próspero ser de luz. Él o ella, sin distinción de género, ya que la luz es un bien universal, hallará también incomprensión en su camino, siendo probable que la mayor cantidad de adeptos a su sentir y devotos a su mensaje, lleguen una vez que haya sido enterrado su cuerpo bajo dos metros de tierra, entre gusanos incrédulos y lombrices hambrientas. Porque si hay algo que nos molesta, es ser atravesados por el filo de la Verdad y nos resulta más complaciente continuar viviendo en la oscuridad de la ignorancia.

Las iglesias al igual que los psicólogos, los psiquiatras, los chamanes y los bares estan ahí, ofreciendo soluciones a los grandes problemas de la vida. Depende de cada uno decidir donde invertir tiempo o dinero, o ambas. Cada uno elegirá a cual chancho le da de comer o le brinda una caricia, respetando la elección ajena, si aquello que buscamos es hallar o comprender la paz. 

Tanto Buda como Cristo, en primer instancia creyeron en sí mismos, en su voz interior y personal, esa  misma voz que se funde en cada ser y que en definitiva, es universal.


Clandestino ( 9 de mayo de 2012 )

    Húmedo por el rocío de la madrugada y enroscado como una boa en la bolsa de dormir, ayer me desperté en el techo de una casa en construcción, en San Ignacio, al norte de Perú. Rápidamente alisté mi mochila ya que al ser de día no quería ser percibido por los vecinos, evitando levantar sospechas. ¿En qué andará metido ese argentino durmiendo en el techo de una casa? Imaginé que alguien podría estar pensando, al verme egresar esquivando los escombros y los hierros de construcción de mi último e improvisado hogar. Reí. Realmente, ¿qué era lo que estaba haciendo? no obtuve respuestas, sólo seguía mi intuición.

   Tras desayunar únicamente dos paquetes de insulsas galletitas, dí con el terminal de carros, como dicen en Perú, que se encontraba en una zona bastante selvática. Cansado de regatear el precio del pasaje, ya que no existen las tarifas fijas en esa cultura, y de cargar varios kilómetros la mochila, me desplome en el suelo a esperar. A la aislada frontera internacional a dónde me dirigía no llegaban colectivos, sino taxis compartidos para abaratar los costos de combustible. Me encontraba a menos de cincuenta kilómetros de Ecuador, a donde intentaría ingresar de forma ilegal debido a mi reciente deportación del mismo, por hacer malabares en la vía pública. Sudaban mis nervios por el umbral de la columna una acuosidad fría e inquietante. ¿En qué momento había elegido meterme en semejante lío?

   El decrépito taxi despegó con cuatro pasajeros en él, yo era el único extranjero. Aún no era medio día. Una vez en ruta mis ánimos cambiaron su eje, del miedo a la policía migratoria al de morir atropellado inesperadamente. Toda la zona se encontraba en reparación. El camino era de canto rodado suelto y al ganarle terreno a la montaña para ensanchar las vías de comunicación,  el territorio se encontraba aún en peligro de derrumbe. Hartos carteles adornaban la siniestra ruta con la leyenda "toque el claxon en cada curva" y "reduzca la velocidad", para alertar de la dramática situación a los conductores. Al igual que otros países sudamericanos, Perú también parecía un país atado con alambre.

   Por tramos, todavía las vías eran lo suficientemente angostas como para lograr la circulación de dos carriles, por lo cuál nunca avanzamos a gran velocidad y a veces debíamos esperar a que circule primero el que venía en el carril opuesto para continuar. Hora y media más tarde llegamos aturdidos al puente internacional. Del lado peruano no había muchas construcciones además de la oficina de migraciones. El oficial me selló la tarjeta andina para salir legalmente del país, y yo seguí caminando. Una vez en el puente, llegó el momento de la verdad.  Con entusiasmo y algo de preocupación caminé lo más rápido posible para evitar que la policía migratoria ecuatoriana notase mi presencia. Por lo que pude deducir desde afuera, los oficiales se encontraban tramitando los papeles de aquellos que habían viajado conmigo. Entonces aproveché la distracción y proseguí mi caminata sin mirar hacia atrás, una vez finalizado el puente.
No imaginé otra opción más que caminar bajo el sol por aquella carretera montañosa de tierra y piedra, hasta perderme en territorio ecuatoriano. La selva se apodera ferozmente de la región, siendo el humano algo meramente insignificante en aquellas latitudes del globo.

   Seis kilómetros a pie, por momentos en ascenso, por momentos en bajada, sudor, cansancio y hambre. Sacrificio y poco rocanrol experimenté hasta ingresar al primer pueblo de Ecuador. Descansé cinco minutos afuera de una iglesia hasta que pasó una Chiva colorida, en dirección a Zumba, hacia el norte inmediato del país. 
Estos vehículos, para quien desconoce, se construyen con el chasis de un camión, generalmente de la década del cincuenta, al cual le agregan bancas de madera, donde se acomodan personas, animales, equipajes, bicicletas y cuánta carga uno imagine llevar. Al ser utilizados en zonas tropicales carecen de ventanas y puertas, dándoles un aspecto de transporte público muy particular.




La belleza paisajística del lugar hicieron que mi estómago se revolviera de felicidad. Estaba oficialmente viajando por Ecuador, una vez más. Así fue como ingresamos a Zumba. Nuevamente con la mochila en la espalda caminé hasta el centro del pueblo, emplazado sobre las montañas verdes. Por fortuna unos residentes me arrimaron, luego de haber comido algo que no viene al caso, hasta el último Grifo, es decir, la última estación de servicio. Para mi sorpresa allí se encontraba un puesto de control militar con tres oficiales a cargo. Mierda, pensé por dentro, estoy en problemas.

Sin saber bien que hacer, baje la mochila y me encerré en el baño de la estación para planificar mi escape. Tras inacabables minutos de reflexión no llegué a ninguna conclusión digna de la mente de MacGyber, más que salir del baño y actuar con normalidad, expulsando la paranoia por el inodoro.
El plan al parecer funcionó porque ninguno de ellos se acercó a pedir mis papeles migratorios. De todas maneras merodeaban a mi alrededor, mientras hacía dedo y me miraban algo raro. No soporte ni media hora esa situación. Paranoia en aumento. Agarre la mochila y me fui a caminar por la ruta algo nervioso y otro poco desesperado, sin tener idea de que era realmente aquello que estaba haciendo. De repente divisé un camión y arrojando manotazos al aire le hice señas de que parara. Estaba sin dudas, hecho un estúpido incontrolable.

   El camionero se detuvo y decidió llevarme hasta el próximo pueblo, Palanda; la ruta 682 angosta y selvática nos esperaba. En el camino vimos a varios hombres sumergidos hasta las rodillas en algunas quebradas buscando oro de forma artesanal. La cuestión ya era de carácter fantástico para aquel entonces.
   En Palanda almorcé media docena de mandarinas y un litro y medio de agua. La primer camioneta que pasó me hizo espacio para que viajara cómodamente en la caja. Pasamos Yanga, Vilcabamba, Landangui. Selva y más selva. Progresivamente iba en descenso el calor tropical.
   Después de seis horas de viaje, pasamos del calor al intenso frío. Estaba sucio y tenía hambre, pero llegamos a Loja, mi último destino. Desde el momento en que ingresamos a la ciudad, ya entrada la noche, quedé maravillado. Hermosa ciudad. Sus calles, su estilo arquitectónico, su limpieza, su vegetación y pendientes crearon en mi mente un poderoso sentimiento de alegría y alivio. La familia me regaló un dólar que empeñe en la compra de una super hamburguesa. Otra vez sólo en un sitio desconocido. Caminé por los barrios hasta hallar un refugio donde descansar. El baño inconcluso de una monumental casa en construcción fue mi nuevo hogar provisional y clandestino. No tenía más dinero, había llegado el momento de volver a trabajar.

Loja desde mi ojo de Drone



Un viaje por el Amazonas

    Fidel emana respeto con su simple presencia. Casi con un siglo a cuestas, con cuerpo de monte, cabello corto y blanquecino, posee una mirada profunda, como la quién conoce los grandes misterios que se esconden en la adversidad de la existencia, y aún sigue en pie para compartirlos. Fidel acaricia la sabiduría de un hombre de conocimiento e ilumina el camino de quién lo visita. Es un viejo Chamán, un curandero del mundo espiritual, el último de su pequeña comunidad. Internado en su humilde maloca de madera y hoja de palma, este médico, consejero, visionario, recibe de brazos abiertos a los viajeros que procuran encontrar algún conocimiento, poder, o una modificación en su forma de percibir la realidad.

Cocinando la medicina


    Llegar al inhóspito territorio donde habita requiere un largo de viaje en piragua desde la ciudad-isla peruana de Iquitos y luego algunas horas de caminata por una trilla que se adentra en la selva amazónica. Para empezar, Iquitos es la ciudad más poblada del mundo que no cuenta con acceso terrestre, al estar rodeada por los ríos Amazonas, Nanay e Itaya y el Lago Moronacocha. Sus dos vías de comunicación son la aérea y la fluvial, teniendo esta última acceso desde el sur por dos puertos peruanos, uno en Pucallpa y otro en Yurimaguas. Desde Pucallpa son cinco días de barco por el río Ucayali, y desde Yurimaguas ( puerto desde el cual zarpé ) son tres días de viaje, incluido en el pasaje tres comidas diarias y la posibilidad de dormir en hamaca, o en su defecto por no contar con una, en el piso de metal. 

Yurimaguas




    Iquitos creció con la fiebre del caucho a inicios del siglo xx. Su gran metrópolis de casi medio millón de habitantes es considerada la ciudad con mayor contaminación auditiva de Latinoamérica, debido a la cuantiosa cantidad de motocarros que circulan a diario por sus calles y avenidas. Es esta extraña mixtura entre la arquitectura histórica, el exotismo de la cultura amazónica, las reservas naturales, la prostitución infantil y la existencia de comunidades indígenas conviviendo a su alrededor, que se ha convertido en una ciudad cosmopolita, hallándose durante todo el año turistas de todo el mundo en cada rincón.

    Regresando al tema principal, llegó a mi conocimiento la existencia de Fidel luego de escuchar el relato que dos artesanos brasileros hicieron acerca de su visita a la comunidad donde él moraba algunos días atrás. Las ceremonias de Ayahuasca habían sido parte de la visita. Se percibía un cambio radical en sus vidas oscuras y viciadas, entre otras cosas, notándose a simple vista una mudanza en sus formas de pensar y actuar. Despertaron una gran curiosidad en mí por conocer a aquel misterioso hombre.
    Me encontraba en ese momento alquilando el piso de una habitación de madera sin inmuebles, colchón ni puerta, en un barrio inundable cerca del mercado de Belén, dentro de la ciudad de Iquitos. Ellos estaban parando hacía un tiempo en la casa de otra familia, viviendo de la misma manera. En la época de sequía muchas familias de escasos recursos económicos, alquilaban el primer piso de la casa a los viajeros y ellos pasaban a habitar la planta baja con sus hamacas y utensilios de cocina., para generar una pequeña renta. Luego de comenzar la época de lluvia, la planta baja queda totalmente bajo agua, manifestando un paisaje tan extraño que Iquitos ha recibido el nombre de "la Venecia americana".


La Venecia del Cono sur

   Los brasileros dibujaron un mapa, con nombres e indicaciones para que pudiéramos llegar aquellos que los estábamos escuchando, que en ese momento eramos tres o cuatro argentinos y un chileno. La única condición, una vez atracados en la casa del chamán, era llevar carpa o hamaca y comida suficiente para la estadía. Había que tomar una piragua y luego hacer una caminata de más de dos horas dentro de la selva para llegar a destino. Si bien la información parecía estar clara, no dejaba de ser un riesgo el hecho de poder perderse en el camino.
   Una semana más tarde, con más curiosidad que miedo, me encontraba acompañado por dos argentinos, Alan y Ladislao y el chileno Fabián (los mismos que escuchamos el relato) arriba de una piragua en el apestoso puerto de Belén con un costal de lianas de Ayahuasca trozadas, hojas de chacruna, tabaco natural en mazo ( mapacho ), comida como para dos semanas y algunos bloques de melaza de caña ( chancaka ). Los cuatro íbamos dispuestos a conocer lo desconocido.

   El viaje inició de madrugada a bordo de una piragua de madera tirada a motor, hasta la orilla de una comunidad distante. Una vez que arribamos en el nuevo y rústico puerto después de una hora de viaje, el ruido citadino quedó sepultado en el inmediato pasado. Casas de madera y palma, dispersas sobre una selva domesticada para el cultivo y la cría de algunos animales, nos dieron la anónima bienvenida. Saludamos a los últimos vecinos e iniciamos la trilla a un viaje atemporal.
Caminando por la senda principal, paulatinamente nos fuimos introduciendo por un sendero cada vez más cerrado, estrecho y húmedo, en lo que podría denominar de "mi primera incursión a pie dentro de la virginidad del amazonas". 

Mercado de Belén






   En el camino cruzamos una bella manada de ruidosos monos "mochileros"; una variedad infinita de mariposas, arañas y árboles de tamaños y formas que hasta ese entonces jamás habíamos visto. La magia natural abría sus alas frente a nuestros ignorantes ojos. Cada tanto era necesario intercambiar la posición del pesado equipaje y sentir la belleza del paisaje que nos rodeaba. 
Atravesamos una quebrada con el agua hasta el pecho, costeados por un Paraíso Verde indescriptible, entregados a la confianza innata de que nada nos iba a hacer mal.


Quemar para luego cultivar


   Tres o cuatro horas más tarde de iniciada la travesía habíamos llegado. Elizabeth, nacida y criada en España, descendió de la única maloca a la vista, para recibirnos. Ella estaba dietando plantas, en su camino en busca del conocimiento hacía siete meses, conviviendo junto al chamán en medio de aquella majestuosa soledad humana. Fidel por su parte también nos acogió con una buena sonrisa.
  Este hombre casi centenario nada cobra a quien lo quiere visitar y convivir con él por tiempo indeterminado, ya que al no salir de esa jungla natural no precisa manejar dinero. Increíblemente precisa un sólo plato de comida al día para vivir, si es que alguien lo visitaba, y algo de tabaco orgánico para fumar con su extensa pipa. El tabaco es una planta sagrada, la cual lo mantiene alerta y al no ingerir el humo a sus pulmones no le genera ningun tipo de malestar. 
  El abuelo conversa poco y sonríe mucho. El canto de las aves y los colores de la selva son su cotidiana compañía. El vive a través de una ancestral sabiduría cargada de símbolos y mensajes que los espíritus y la materia le transmiten. Personalmente no llegaba a descifrar por completo su universo fantástico, sin embargo con simples demostraciones e informaciones que él compartía llegué a comprender que mi concepción del mundo y la realidad, era extremadamente pequeña. Hasta las mariposas le dejaban mensajes, sin la necesidad de lidiar con palabras u aparatos electrónicos para saber que precisaban de sus labores y consejos o que alguien estaba por llegar; algo que se escapaba en aquel entonces de la lógica para mí. Hasta que los días de convivencia comenzaron a suceder y luego de mucho tiempo ( meses, años ) todas esas teorías se convirtieron en parte de mi comprensión.

    Cocinamos la Ayahuasca con hojas de chacruna. Ceremonias nocturnas. Sudor, sueños lúcidos, imágenes incomprensibles. Falta de apertura. Bloqueo, miedo, retroceso. Limpieza mental. Silencio, ruido, oscuridad. 
    Quizás en aquel 2012 no estaba preparado, o estaba recién dando el paso inicial. El abuelo de todos formas me partió la cabeza, nada volvería a ser igual. Miedo a la locura. Tranquilidad, búsqueda más profunda, Soledad.





Canto mi canción

Observaba detenidamente la secuencia en la cual estaba involucrado y esto es lo que veía: en cada mano sostenía una gorra azul pardo con la insignia "Amapola del 66" y bajo mis pies descansaba una mochila apoyada sobre las baldosas sucias de la Avenida del Libertador con cuatro gorras más encima; mientras que a mi lado Marita aguardaba sosegadamente con un enorme cesto de mimbre afirmado sobre un banquito plegable, a que los oyentes de una legendaria banda de rock argentino invirtieran su dinero en un pan relleno. Tan solo una semana atrás estábamos al estilo pancho carioca pedaleando por la mansedumbre del Uruguay, y ahora nos encontrábamos en un barrio bajo de la capital argentina, un lunes helado de otoño, intentando vender deliciosos panes rellenos hechos por nosotros mismos, y las gorras que un despistado me ofreció esa misma tarde para revender. La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida.


"Hay pan relleno, hay pancito rellenoooo". Divididos aún no tocaba, entonces comenzamos a cantar nuestra canción mercantilista sin tanta poesía ni metáfora existencial, mientras la gente deambulaba acondicionándose para el pogo, degustando alcohóles fríos e inhalando humo cannábico en pequeños grupos. Hombrecitos caricaturescos con bolsas plásticas reforzadas y mochilas colmadas hasta las tetas, ofrecían cerveza en lata entre el chamuyo elegante y la frase monocromática. Iban de acá para allá sugestionando, como si fueran una publicidad ambulante, a la gente para que se alcoholice  y pertenezca de esa forma, a la religión del Rock Nacional. Así iniciaba en aquella esquina la previa a un ritual de descarga, unión y reviente para ahuyentar a los espíritus de la rutina.

¿Era necesario atestar el cáliz de la libertad con cerveza y fumar exasperadamente para olvidar los barrotes de la celda laboral? Quién sabe, yo en algún momento de mi vida creí precisar la misma receta para una enfermedad similar, hasta que me rescaté al creer de verdad que podía ser libre de mis propios demonios y los fantasmas del exterior, sin consumir nada, pero haciendo lo que tanto soñaba.

¡¡Pan rellenooo, hay pan rellenooo!! Nueve de la noche. Acaecia un frío tan polar que imaginaba estar rodeado de pingüinos de magallanes en vez de gente. De pronto entre venta y venta una pareja de lobos marinos, pararon a conversar. Estaban ahí porque a su hijo, un lobito de diez años, le habían obsequiado una entrada para el recital. Ellos, rockeros de la vieja escuela con más de cinco décadas a cuestas, eran de Banfield, y se ofrecían a llevarnos cuando la música acabara hasta Temperley, de onda, de buen corazón, en su Renault 12 amarillo y descascarado. Y mira que hay millones de animales conviviendo en esa loca jungla de cemento; y mira que los noticieros no hablan más que de historias macabras de ratas y serpientes suburbanas; y mira que la gente anda estresada, con miedo y poco tiempo; y mira que en Argentina como de costumbre no hay un mango y dicen que se esta perdiendo la solidaridad; y mira que los traficantes que gobiernan te dicen que la marihuana es una droga y su comercio es ilegal; y mira que a la mentira te la venden como verdad.

¿Será  que como a mí todo eso no me importa o  no lo creo, me pasan las lindas cosas que me pasan y hallo que hay más gente buena que mala? ¿ Serán nuestros prejuicios los causantes de un mundo tan estrecho? 
Si te morfas el cuento de que el mundo es peligroso no te dan ganas ni de cruzar la calle, se achica la percepción de la realidad, y uno nunca se va a dar cuenta que quienes ejercen la prohibición consumen el fruto prohibido, hipócritamente y a escondidas, y las noticias buenas abundan aunque en los medios de comunicación rara vez sean transmitidas. 

¡¡Pan rellenooo, hay rico pan rellenooo!! Gritamos hasta casi entrada la medianoche, con los músculos ya entumecidos de tantas horas a la intemperie del frío. La gente continuaba bebiendo cerveza helada para anestesiar las estructuras mentales y extender indefinidamente su carnaval. Nos quedaban algunos panes en la canasta, pero fue más que suficiente; todos arriba del auto para encarar el camino a casa. Entre anécdotas de borracheras salvajes, los lobos reían a carcajadas. Ir a ver una banda era parte de su pagana religión. Y a mi ya no me pinta cantar esa canción. ¿Será que la grite tanto que ahora prefiero escuchar el silencio de una galaxia que no esté tan distante? ¿Será porque me animé a escribir y cantar mi propia canción? Puede ser cualquiera de las dos. 

Nos dejaron en casa, en la puerta de la casa de la hermana de Mari. Bondad al extremo. Les brindamos unos panes para que mastiquen algo en el camino y les dimos unas eternas gracias. Esa noche heló, pero el corazón de estas almas embriagadas de cariño estaba calentito, como pan relleno recién salido del horno.


La ciudad de la furia

Venezuela, el ascenso a la cordillera

A las nubes se llega a pie
La renombrada Cordillera de los Andes, de 7240 km de extensión viaja desde Argentina hasta Venezuela, atravesando el norte de América del Sur formando un literal cordón costurado de exuberantes montañas, de tantos colores como el arco iris de Saturno o Plutón. El oriente venezolano bordeando extensas llanuras, finaliza su elevación al sur del gran lago petrolero de Maracaibo, en un paisaje surreal con máquinas, humanos y metales extrayendo combustible fósil sin descanso y a toda hora, como si fueran sanguijuelas chupasangre sedientas a más no poder.


Al ingresar a este país tuvimos la grandiosa idea con Marita de pedalear desde el nivel inicial del mar, donde en ese momento nos ubicábamos, hasta los 4118 metros de altura, y luego descender casi mil metros más, para conocer las sierras tropicales de Mérida, a través de la carretera más contigua al cielo del país, transitando antes el área del Parque Nacional Sierra de la Culata, con su nieve y sus aves dinosauricas voladoras. El ascenso iba a ser paulatino, pueblo a pueblo a lo largo de 328 kilómetros, sin embargo no dejaba de ser una auténtica locura. No poseíamos el abrigo recomendable, ni bolsas de dormir térmicas; nuestra carpa era modelo Verano; entre los dos no teníamos ni un solo pantalón largo, y para proteger los pies ambos calzábamos alpargatas o sandalias. Las razones de tal equipaje ineficiente eran fundamentalmente dos: veníamos de la calurosa costa caribeña colombiana y de atravesar el desierto cálido de La Guajira. Por lo cual, pensar en el frío en aquel momento era una fantasía distante, como esa loca idea de buscar agua en otros planetas por el capricho infantil de no cuidar aquella que utilizamos en casa. Y bueno nos demoró alrededor de un mes alcanzar la cúspide de dichas montañas, zigzagueando por la serpentina carretera del firmamento. Dicen que todo exceso es perjudicial para la salud, sin embargo sólo pudimos lograrlo gracias al excesivo arsenal de voluntad que cargamos en lo más recóndito del alma. Ya que sin ganas, muy pocos objetivos pueden ser alcanzados. 
Mujer mirando al Sudeste

Cuando llegamos no nos estaba esperando el maestro Karin con sus semillas del ermitaño; tampoco el gran Kaio Sama, aguardando pacientemente para enseñarnos alguna lección. Allí estaban las antiguas y barbudas montañas, ancladas en una solemne postura de austeridad, tan bellas y tan solitarias que uno presentía su descomunal abrazo y se te ponían hasta los pelos de los pies de punta.

Aunque resulte una obviedad, había sido transitar el camino y no alcanzar la cima, la verdadera magia o la legítima meta.

Dato al margen: El cóndor, ave representativa de las montañas sudamericanas ya no sobrevuela el cielo venezolano, debido a que durante décadas fue hostigado y perseguido con vehemencia por los campesinos quienes no dudaron en gastar plomo para derribarlos. Esto ocurrió bajo la creencia de que los cóndores eran la causa de la pérdida o la muerte de su ganado. Murieron por el infortunio de convivir con la ignorante humanidad, sus necios vecinos.
Cabe resaltar que el cóndor es un animal exclusivamente carroñero, esto quiere decir que no mata ni caza para comer, sino que se alimenta únicamente de cadáveres de animales. Queda comprobado que en materia de homicidio el humano es el campeón indiscutido de todas las especies, sin embargo no hay premios ni medallas por tal actividad, más bien verguenza y humillación. 


4.118 metros sobre el nivel del mar









Providencia colombiana

Con los días en ruta he llegado a una conclusión, la bicicleta es mi maestro. Ese metal oxidado con ruedas me dio muchas lecciones de vida, poniéndome a prueba incontables veces de forma severa. Mientras continuemos viajando juntos, creo, que lo seguirá haciendo.

El día que me fui de Ipiales, sur de Colombia, tuvimos una gran discusión. Le pedí ayuda. Le rogué que dejara de empeorar la situación. Esa mañana fuimos tres veces al mecánico de bicicletas. El dinero con el cual pensaba comer unos días lo tuve que destinar a repuestos y mano de obra de tales reparaciones. Trabajaba a toda máquina la bronca y mi paciencia desbordaba por las orillas del sistema nervioso central un líquido verde, pegajoso e irritante. Estaba cansado de retroceder a la ciudad. Me desgasté psicológicamente aquella mañana de sol y sierra, al punto que hicimos un pacto para remediar la situación. Ambos continuaríamos viajando juntos, yo le iba a tener más paciencia, tratándola con cariño y respeto, y ella, doña Macabra se iba a encargar de conseguir aquello que me había quitado: dinero, comida y hospedaje para esquivar el insoportable frío de la cordillera. La promesa era difícil de cumplir, porque tenía plazo hasta llegar a Pasto, algo así como 70 kilómetros de allí. Si bien la distancia no era tan cuantiosa, la mayor parte era en ascenso, según la descripción de ciertos campesinos del lugar. Entonces emprendimos juntos la ruta, con un contrato bajo el brazo.

Ascendimos por un valle verdoso de sierras húmedas, sin población concentrada a sus márgenes. Las montañas cubiertas de una espesa capa de hojas verdes, brillaban en medio de aquel carnaval natural. El camino como si fuera una estría sobre las montañas, se involucraba dentro del pecho de la Pacha Mama. El agua que descendía por las rocas pulcra y mineralizada, y en ciertos sitios originaba saltos pequeños y extensas cascadas. Alucinaba pedaleando lentamente sobre los valles, no era una imagen fantástica de una película de Disney, toda aquella belleza estaba allí dispuesta perenne e inmaculada desde hacía millones de años.
Los kilómetros iban sucediendo progresivamente hasta que el cansancio me llegó al límite de los músculos y las costillas. Armé campamento en el monte, al aire libre ya que en la playa de Mompiche, Ecuador, había perdido de forma enigmática la carpa, algunas semanas atrás. El paisaje era muy atractivo. En el sitio donde decidí parar, dejaba a la vista algunos lejanos manchones de cultivos sobre las laderas del valle. A nuestra frente, una lengua rocosa escarpada se introducía dentro del valle recreando un mirador panorámico para quien alcanzara la cima. De forma espontánea surgió la idea de dormir temprano, para intentar escalar en la madrugada.



Ancestral

Corte la leña necesaria con el machete para cocinar un modesto guiso de arroz. Le di vida a una fogata furtiva y bañándome en una colosal humareda cené en soledad, cubierto por un cielo nublado.
Por la noche fue una ardua tarea conciliar el sueño. La temperatura descendió al extremo entumeciéndome todo el cuerpo. Sin dudas mi equipamiento era de verano. Lo más comprometido no era el frío, sino la leve y constante garúa que azotaba la bolsa de dormir lentamente, humedeciéndola luego de varias horas de hostigamiento.

Cuando al fin detuvo su acción la garúa, comenzó a golpearme el viento helado de la cordillera. No me quedaba otra opción más que introducirme en un hueco e intentar dormir acompañado de varias bolsas pesadas de basura añeja. Allí en el medio de la nada, algún buen vecino había colocado desde tiempos inmemoriales sus desperdicios en el único resguardo a la vista. El refugio era sustanciosamente desagradable, sin embargo me permitió descansar del frío, del viento y la humedad.
Cuando quise acordar ya estaba amaneciendo. Un radiante sol matinal me daba la bienvenida al segundo día de aquella travesía de pactos y juramentos.


Desayuné bananas con avena, estiré las extremidades del cuerpo y comencé el ascenso sobre la abrupta pared de rocas. Con la colaboración de yuyos silvestres y piedras enclavadas fuí ascendiendo, observando el maravilloso paisaje que me rodeaba. La cima estaba lejos y mis esperanzas de alcanzarla se vieron frustradas por la peligrosidad del terreno (las piedras donde me sujetaba no soportaban mi peso). Decidí entonces descender luego de contemplar durante un tiempo indefinido la belleza del mundo al natural, escondido del motor del progreso.

Una hora más tarde, aproximadamente, arrumé el equipaje y reanudé mi rumbo al norte.

En el camino gestioné un baño de inmersión fugaz en una cañada de agua helada, y continué la ruta a pie imposibilitadas mis piernas en pedalear tantos kilómetros cuesta arriba.
Al no viajar con reloj ni teléfono móvil para comprender en que hora del día aproximadamente me hallaba me bastaba con mirar el sol y deducir a través de su posición rectilínea. Sólo me bastaba saber que cuando estaba acercándose el crepúsculo era hora de buscar un nuevo refugio, o algo parecido.
Cuando el cielo comenzó a oscurecerse las luces de un pueblo me dieron la bienvenida, irrumpiendo el surco del valle con su luz artificial. Aterricé en la plaza principal y caí desplomado de cansancio en un banquito de madera, para reposar el peso aplomado de la materia que habito. Estaba en Tangua,y casi sin darme cuenta había caminado y pedaleado durante todo el día.

Al cabo de media hora de haber llegado al pueblo, estaba comiendo unos pancitos con café rodeado de media docena de vecinos. Respondiendo sus preguntas, ellos escuchaban atentos. Les compartí algunos poemas que había escrito en mis instantes de soledad e inspiración, mientras ellos  iban y venían con más gente. Al finalizar la conversación abierta tenía en frente mío, un par de zapatillas, pasta de dientes, un cepillo, un cuaderno, papel higiénico, un plato con sopa y unas pastas frescas con salsa de queso. Apareció en un momento uno de los concejales del municipio, quien colaboró pagándome una noche en un hotel para que descanse bien esa noche. Junto al dueño de un taller de bicicletas, se llevaron mi vehículo para hacerle algunas reparaciones y cambiarle piezas gastadas por otras en mejor estado.

La noche aterrizó en las sierras colombianas acompañada de un frío glacial, entonces paulatinamente los vecinos iniciaron el exilio espontáneo a sus viviendas. Antes de despedirse una señora me invitó a desayunar en su panadería al día siguiente. Mi alegría era desbordante, sentía gran claridad en mi alma, que una vez más presenciaba un milagro ante mis ojos. Por magnetismo conseguía materializar mis deseos de ser bien recibido, agasajado, acompañado, y conseguía trasmitir las buenas noticias acerca de un mundo que no agonizaba, que no se estaba muriendo, sino todo lo contrario. El mundo nacía cada día, y cada vez era para mí cada vez más bello. Seguir el camino que me susurraba la conciencia en tono confidencial traía en cada oportunidad hechos maravillosos. El pacto se había cumplido. Tenía alimento y un sitio donde descansar.

Amanecí con el alivio de quien es rescatado de una calamidad debido al frío que me venía acechando
cada noche con tan escaso vestuario invernal. Después de desayunar donde estaba previsto, hice malabares y jugué con algunos niños en la plaza principal. El padre de uno de ellos me invitó a almorzar en su restaurante familiar. Les obsequié una carta y unas billeteras artesanales  a las señoras que me habían guardado amor de madre y retiré la bicicleta del taller. Cubiertas nuevas, frenos ajustados, plato de corona nueva, cambios en perfecto estado y dos cámaras de repuesto.

La vida me continúa abrazando cada vez que llego al fondo del cansancio, del frío y del hambre. La ruta me sonríe al verme pasar. Sólo puedo agradecerle a la vida por tal misteriosa providencia.

Breve radiografía de un loco

Anidando en la calle
“O numero de um morador de rua nunca é certo”, afirmó sonriendo en portugués el alemán, mientras buscaba una soga para amarrar a su cintura el enorme pantalón que alguien le había regalado recientemente. Oriundo de Criciúma, estaba regresando a visitar a su familia haciendo extendidos trayectos a pie desde Florianópolis. Sus pies estaban cansados y gastados de caminar tantos kilómetros en ojotas, con una mochila de niño escolar al hombro. Hablaba de fútbol, hablaba de su romance con la María Juana, sonreía de forma desquiciada, mientras esperábamos la donación de un almuerzo afuera de un restaurante rutero.

Quizás el alemán respiraba por inercia, y no demostraba estar construyendo algo productivo con su existencia, y quizás efectivamente estaba un poco demente. Sin embargo todos tenemos una minucia de locura segregando por la piel, sucede que la locura de algunos es más visible que la de otros, y a él poco le importaba pensar, en pensamientos ajenos o en convencionalismos culturales.

¿Quiénes somos nosotros para juzgar sus elecciones viviendo en esta jungla de obsesivos compulsivos no diagnosticados?  Hasta los psicólogos van al psicólogo.

Quizás caminando algún día encuentre aquello que está buscando, o quizás nunca halle paz en su corazón. Al final vivir, es una serie de intentos acertados y errados, y cada cual consciente o inconscientemente es responsable, y no una víctima, del resultado de sus propios actos.