Clandestino ( 9 de mayo de 2012 )

    Húmedo por el rocío de la madrugada y enroscado como una boa en la bolsa de dormir, ayer me desperté en el techo de una casa en construcción, en San Ignacio, al norte de Perú. Rápidamente alisté mi mochila ya que al ser de día no quería ser percibido por los vecinos, evitando levantar sospechas. ¿En qué andará metido ese argentino durmiendo en el techo de una casa? Imaginé que alguien podría estar pensando, al verme egresar esquivando los escombros y los hierros de construcción de mi último e improvisado hogar. Reí. Realmente, ¿qué era lo que estaba haciendo? no obtuve respuestas, sólo seguía mi intuición.

   Tras desayunar únicamente dos paquetes de insulsas galletitas, dí con el terminal de carros, como dicen en Perú, que se encontraba en una zona bastante selvática. Cansado de regatear el precio del pasaje, ya que no existen las tarifas fijas en esa cultura, y de cargar varios kilómetros la mochila, me desplome en el suelo a esperar. A la aislada frontera internacional a dónde me dirigía no llegaban colectivos, sino taxis compartidos para abaratar los costos de combustible. Me encontraba a menos de cincuenta kilómetros de Ecuador, a donde intentaría ingresar de forma ilegal debido a mi reciente deportación del mismo, por hacer malabares en la vía pública. Sudaban mis nervios por el umbral de la columna una acuosidad fría e inquietante. ¿En qué momento había elegido meterme en semejante lío?

   El decrépito taxi despegó con cuatro pasajeros en él, yo era el único extranjero. Aún no era medio día. Una vez en ruta mis ánimos cambiaron su eje, del miedo a la policía migratoria al de morir atropellado inesperadamente. Toda la zona se encontraba en reparación. El camino era de canto rodado suelto y al ganarle terreno a la montaña para ensanchar las vías de comunicación,  el territorio se encontraba aún en peligro de derrumbe. Hartos carteles adornaban la siniestra ruta con la leyenda "toque el claxon en cada curva" y "reduzca la velocidad", para alertar de la dramática situación a los conductores. Al igual que otros países sudamericanos, Perú también parecía un país atado con alambre.

   Por tramos, todavía las vías eran lo suficientemente angostas como para lograr la circulación de dos carriles, por lo cuál nunca avanzamos a gran velocidad y a veces debíamos esperar a que circule primero el que venía en el carril opuesto para continuar. Hora y media más tarde llegamos aturdidos al puente internacional. Del lado peruano no había muchas construcciones además de la oficina de migraciones. El oficial me selló la tarjeta andina para salir legalmente del país, y yo seguí caminando. Una vez en el puente, llegó el momento de la verdad.  Con entusiasmo y algo de preocupación caminé lo más rápido posible para evitar que la policía migratoria ecuatoriana notase mi presencia. Por lo que pude deducir desde afuera, los oficiales se encontraban tramitando los papeles de aquellos que habían viajado conmigo. Entonces aproveché la distracción y proseguí mi caminata sin mirar hacia atrás, una vez finalizado el puente.
No imaginé otra opción más que caminar bajo el sol por aquella carretera montañosa de tierra y piedra, hasta perderme en territorio ecuatoriano. La selva se apodera ferozmente de la región, siendo el humano algo meramente insignificante en aquellas latitudes del globo.

   Seis kilómetros a pie, por momentos en ascenso, por momentos en bajada, sudor, cansancio y hambre. Sacrificio y poco rocanrol experimenté hasta ingresar al primer pueblo de Ecuador. Descansé cinco minutos afuera de una iglesia hasta que pasó una Chiva colorida, en dirección a Zumba, hacia el norte inmediato del país. 
Estos vehículos, para quien desconoce, se construyen con el chasis de un camión, generalmente de la década del cincuenta, al cual le agregan bancas de madera, donde se acomodan personas, animales, equipajes, bicicletas y cuánta carga uno imagine llevar. Al ser utilizados en zonas tropicales carecen de ventanas y puertas, dándoles un aspecto de transporte público muy particular.




La belleza paisajística del lugar hicieron que mi estómago se revolviera de felicidad. Estaba oficialmente viajando por Ecuador, una vez más. Así fue como ingresamos a Zumba. Nuevamente con la mochila en la espalda caminé hasta el centro del pueblo, emplazado sobre las montañas verdes. Por fortuna unos residentes me arrimaron, luego de haber comido algo que no viene al caso, hasta el último Grifo, es decir, la última estación de servicio. Para mi sorpresa allí se encontraba un puesto de control militar con tres oficiales a cargo. Mierda, pensé por dentro, estoy en problemas.

Sin saber bien que hacer, baje la mochila y me encerré en el baño de la estación para planificar mi escape. Tras inacabables minutos de reflexión no llegué a ninguna conclusión digna de la mente de MacGyber, más que salir del baño y actuar con normalidad, expulsando la paranoia por el inodoro.
El plan al parecer funcionó porque ninguno de ellos se acercó a pedir mis papeles migratorios. De todas maneras merodeaban a mi alrededor, mientras hacía dedo y me miraban algo raro. No soporte ni media hora esa situación. Paranoia en aumento. Agarre la mochila y me fui a caminar por la ruta algo nervioso y otro poco desesperado, sin tener idea de que era realmente aquello que estaba haciendo. De repente divisé un camión y arrojando manotazos al aire le hice señas de que parara. Estaba sin dudas, hecho un estúpido incontrolable.

   El camionero se detuvo y decidió llevarme hasta el próximo pueblo, Palanda; la ruta 682 angosta y selvática nos esperaba. En el camino vimos a varios hombres sumergidos hasta las rodillas en algunas quebradas buscando oro de forma artesanal. La cuestión ya era de carácter fantástico para aquel entonces.
   En Palanda almorcé media docena de mandarinas y un litro y medio de agua. La primer camioneta que pasó me hizo espacio para que viajara cómodamente en la caja. Pasamos Yanga, Vilcabamba, Landangui. Selva y más selva. Progresivamente iba en descenso el calor tropical.
   Después de seis horas de viaje, pasamos del calor al intenso frío. Estaba sucio y tenía hambre, pero llegamos a Loja, mi último destino. Desde el momento en que ingresamos a la ciudad, ya entrada la noche, quedé maravillado. Hermosa ciudad. Sus calles, su estilo arquitectónico, su limpieza, su vegetación y pendientes crearon en mi mente un poderoso sentimiento de alegría y alivio. La familia me regaló un dólar que empeñe en la compra de una super hamburguesa. Otra vez sólo en un sitio desconocido. Caminé por los barrios hasta hallar un refugio donde descansar. El baño inconcluso de una monumental casa en construcción fue mi nuevo hogar provisional y clandestino. No tenía más dinero, había llegado el momento de volver a trabajar.

Loja desde mi ojo de Drone



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