Canto mi canción

Observaba detenidamente la secuencia en la cual estaba involucrado y esto es lo que veía: en cada mano sostenía una gorra azul pardo con la insignia "Amapola del 66" y bajo mis pies descansaba una mochila apoyada sobre las baldosas sucias de la Avenida del Libertador con cuatro gorras más encima; mientras que a mi lado Marita aguardaba sosegadamente con un enorme cesto de mimbre afirmado sobre un banquito plegable, a que los oyentes de una legendaria banda de rock argentino invirtieran su dinero en un pan relleno. Tan solo una semana atrás estábamos al estilo pancho carioca pedaleando por la mansedumbre del Uruguay, y ahora nos encontrábamos en un barrio bajo de la capital argentina, un lunes helado de otoño, intentando vender deliciosos panes rellenos hechos por nosotros mismos, y las gorras que un despistado me ofreció esa misma tarde para revender. La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida.


"Hay pan relleno, hay pancito rellenoooo". Divididos aún no tocaba, entonces comenzamos a cantar nuestra canción mercantilista sin tanta poesía ni metáfora existencial, mientras la gente deambulaba acondicionándose para el pogo, degustando alcohóles fríos e inhalando humo cannábico en pequeños grupos. Hombrecitos caricaturescos con bolsas plásticas reforzadas y mochilas colmadas hasta las tetas, ofrecían cerveza en lata entre el chamuyo elegante y la frase monocromática. Iban de acá para allá sugestionando, como si fueran una publicidad ambulante, a la gente para que se alcoholice  y pertenezca de esa forma, a la religión del Rock Nacional. Así iniciaba en aquella esquina la previa a un ritual de descarga, unión y reviente para ahuyentar a los espíritus de la rutina.

¿Era necesario atestar el cáliz de la libertad con cerveza y fumar exasperadamente para olvidar los barrotes de la celda laboral? Quién sabe, yo en algún momento de mi vida creí precisar la misma receta para una enfermedad similar, hasta que me rescaté al creer de verdad que podía ser libre de mis propios demonios y los fantasmas del exterior, sin consumir nada, pero haciendo lo que tanto soñaba.

¡¡Pan rellenooo, hay pan rellenooo!! Nueve de la noche. Acaecia un frío tan polar que imaginaba estar rodeado de pingüinos de magallanes en vez de gente. De pronto entre venta y venta una pareja de lobos marinos, pararon a conversar. Estaban ahí porque a su hijo, un lobito de diez años, le habían obsequiado una entrada para el recital. Ellos, rockeros de la vieja escuela con más de cinco décadas a cuestas, eran de Banfield, y se ofrecían a llevarnos cuando la música acabara hasta Temperley, de onda, de buen corazón, en su Renault 12 amarillo y descascarado. Y mira que hay millones de animales conviviendo en esa loca jungla de cemento; y mira que los noticieros no hablan más que de historias macabras de ratas y serpientes suburbanas; y mira que la gente anda estresada, con miedo y poco tiempo; y mira que en Argentina como de costumbre no hay un mango y dicen que se esta perdiendo la solidaridad; y mira que los traficantes que gobiernan te dicen que la marihuana es una droga y su comercio es ilegal; y mira que a la mentira te la venden como verdad.

¿Será  que como a mí todo eso no me importa o  no lo creo, me pasan las lindas cosas que me pasan y hallo que hay más gente buena que mala? ¿ Serán nuestros prejuicios los causantes de un mundo tan estrecho? 
Si te morfas el cuento de que el mundo es peligroso no te dan ganas ni de cruzar la calle, se achica la percepción de la realidad, y uno nunca se va a dar cuenta que quienes ejercen la prohibición consumen el fruto prohibido, hipócritamente y a escondidas, y las noticias buenas abundan aunque en los medios de comunicación rara vez sean transmitidas. 

¡¡Pan rellenooo, hay rico pan rellenooo!! Gritamos hasta casi entrada la medianoche, con los músculos ya entumecidos de tantas horas a la intemperie del frío. La gente continuaba bebiendo cerveza helada para anestesiar las estructuras mentales y extender indefinidamente su carnaval. Nos quedaban algunos panes en la canasta, pero fue más que suficiente; todos arriba del auto para encarar el camino a casa. Entre anécdotas de borracheras salvajes, los lobos reían a carcajadas. Ir a ver una banda era parte de su pagana religión. Y a mi ya no me pinta cantar esa canción. ¿Será que la grite tanto que ahora prefiero escuchar el silencio de una galaxia que no esté tan distante? ¿Será porque me animé a escribir y cantar mi propia canción? Puede ser cualquiera de las dos. 

Nos dejaron en casa, en la puerta de la casa de la hermana de Mari. Bondad al extremo. Les brindamos unos panes para que mastiquen algo en el camino y les dimos unas eternas gracias. Esa noche heló, pero el corazón de estas almas embriagadas de cariño estaba calentito, como pan relleno recién salido del horno.


La ciudad de la furia

No hay comentarios.:

Publicar un comentario