Cayo sombrero |
Luego de descender la cordillera de los Andes, reiniciaron las abrasivas
temperaturas dignas del quinto infierno, de más de treinta grados y una humedad
tan áspera que la piel quedaba exprimida como pasa de uva. De todas formas
avanzamos pueblo a pueblo en bicicleta hasta que arribamos en la costa caribeña
venezolana. La playa de Tucacas, en el Estado de Falcón era de una belleza
incomparable. Entreverada por una densa vegetación que soporta la salinización
del mar (manglares) y aves más fosforescentes que los labios de Alejandra
Pradón, (conocidos como Corocoro) se extiende el área de balnearios de arena
clara y fina como harina de trigo cuatro ceros, entre un manto natural de
palmeras cocoteras. El agua cálida y transparente con leves ondas, invita a
pasar largas horas sumergido sin desear hacer otra actividad más que relajarse
y no pensar. Un sitio, que sin dudas vale el esfuerzo conocer.
Coro coros |
Saliendo de la playa pedimos asilo en el centro cultural de la ciudad, sin
obtener resultados positivos. Sin embargo, allí conocimos a Patricia, una mujer
de aspecto de estar dopada con somníferos para elefante todo el tiempo, quién
estaba dando un taller literario para jóvenes en dicho establecimiento.
Conversamos un momento con ella. Se alegró de enterarse que éramos argentinos y
que viajábamos tan despreocupadamente por el mundo. Al explicarle nuestra
situación, inmediatamente nos ofreció un cuarto con baño privado en su casa,
para que descansemos el tiempo que consideráramos necesario. Así iniciaría una
extraña amistad durante varios días de convivencia.
La vivienda de esta mujer era la
típica casa de verano o segunda residencia, que generalmente está desocupada
para que su familia la ocupe tan sólo
algunas semanas al año. Ella en este caso, por el hecho fortuito de pertenecer
a una familia pudiente, la utilizaba como residencia personal, ya que a pesar
de tener maestrías y doctorados y no sé cuantos títulos más, no conseguía
desarrollar una vida laboral sin dependencia económica de sus padres. Además,
por prescripción de un psiquiatra, digería todos los días fármacos como si
fueran caramelos.
Amor tropical |
Los primeros días pedaleábamos, casi sin equipaje los siete u ocho
kilómetros de distancia entre la casa de Patricia y las playas del centro, que
por pertenecer a una reserva natural, sus aguas estaban pulcras y traslúcidas.
Aprovechábamos a disfrutar del mar caribeño, comprar provisiones y trabajar con
nuestras artesanías en aquel hermoso lugar.
Al cuarto o quinto día en
Tucacas, por algún comentario perdido en el aire, nos enteramos que estábamos
muy cerca al Parque Nacional Morrocoy, sitio conformado por grandes y pequeños
islotes llamados "cayos". Sin tener demasiada información al
respecto, al día siguiente, con carpa y artesanías en mano, encaramos rumbo al
puerto desde donde parten las lanchas hacia las islas.
Una de las clásicas imágenes del
Caribe que a las empresas turísticas les agrada mostrar es la de los Cayos.
Estos son pequeñas islas con una playa de baja profundidad, formada en la
superficie de un arrecife de coral, con días siempre soleados, arenas claras y
limpias, y peces de colores psicodélicos. Corre por cuenta de los turistas
imaginar que en estos sitios también llueve y puede haber una infinidad de
insectos esperando finalizar su ayuno
con la llegada de un contingente de visitas.
En el camino encontramos a
Santiago, un argentino de 19 años, quien también andaba en la vuelta para
visitar los cayos. Entonces los tres mosqueteros fuimos directo hasta el
embarcadero.
Luego de explicarle al dueño de
una de la lanchas nuestra situación de viaje, resolvió llevarnos hasta el Cayo
Sombrero, el más bello y distante de todos, por la décima parte del pasaje
real. Comprendía que no sólo íbamos a conocer, sino también a trabajar. Subimos
a la lancha con una emoción galopante junto al conductor, y navegamos a toda
marcha en una zona de agua turquesa rodeada de pequeñas e increíbles islas. Sin
dudas era un paraíso inalcanzable, y aquello que estábamos viviendo era la
fabula de un utópico.
Al cabo de casi una hora de
viaje, desembarcamos en un muelle de madera en una playa colonizada de turistas,
en su mayoría nacionales, y en menos de tres minutos nos zambullimos como
pingüinos frenéticos en el mar. Santiago, traía en su mochila unas antiparras
con las cuales pudimos visualizar de forma totalmente nítida una variada
cantidad de peces de múltiples colores entre arrecifes coralinos y plantas
acuáticas. La temperatura del agua nos permitió explorar el fondo marino
incalculables horas de felicidad.
Civilización y barbarie |
Con el pasar de las horas fue menguando la luz solar, y los turistas a
medida que iban regresando al muelle para volver a la zona continental, nos
iban dejando algunos alimentos y bebidas que les sobraron para que disfrutemos
plácidamente aquella noche de frente al mar.
Como no todo lo que brilla es oro,
todo paraíso tiene sus condiciones. Antes de oscurecer por completo unos
microscópicos insectos voladores, más diminutos que los mosquitos, conocidos
como joro joro, iniciaron su festín de sangre al picarnos sin descanso la piel
para alimentarse. La insoportable y hostigante presencia de estos bichos, me
hacía dar cuenta que lo mismo generamos los humanos cuando visitamos plácidas
áreas naturales e invadimos el ambiente con nuestro ruido, nuestra basura y
demás molestias.
El método más eficiente para
ahuyentarlos era quemar las cáscaras de coco, provocando una inestable bola de
humo, que supuestamente los marea. Difícil de comprobar cuando el vuelo del mosquito
ya de por sí es mareado. Entre cena y conversa alrededor de esa fogata de
andariegos, nos fuimos rindiendo al sueño cada uno en su carpa.
Al día siguiente desayunamos un
sabroso baño de mar, zambulléndonos dentro de una genuina calma y soledad. Al
ponerse el sol en el cenit, el Cayo volvió a poblarse de lanchas y turistas.
Ambas costas de la isla recogieron reposeras de diversos tamaños y colores en
hilera, para el deleite de la brisa caribeña. Esta vez aprovechamos a ofrecer
pulseras y aretes artesanales a cada grupo familiar, hallando un público muy
receptivo y amable para la venta playera.
Al no descansar bien durante la noche por las picaduras de insectos, con
Marita decidimos regresar esa tarde al continente. El regreso fue algo
inesperado. Como habíamos pagado sólo el boleto de ida, ahora nos tocaba
hacerle dedo a alguna lancha para regresar a tierra firme. Si, debíamos volver
a dedo desde una isla.
Muchas lanchas iban cargadas
hasta donde les permitía la habilitación, por lo cual tuvimos que conversar con
varios turistas hasta que una familia accedió a llevarnos. Rompiendo olas a
toda velocidad nos despedimos de ese pedacito majestuoso de mundo tan mágico
que para siempre quedaría atrás.
Una vez en Tucacas, compartiendo con
otra gente un taxi del año de la escarapela, regresamos a la casa de Patricia.
Algunos días más tarde, tras descansar bajo techo del sol, volveríamos a
pedalear por la costa de aquella convulsionada Venezuela.
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