Fray Bentos |
Noche de otoño, el frío hiela. No hay más abrigo que ponerse, y entre tantos trapos de diversos colores parecemos dos espanta-pájaros de huerta abandonada. Ilumina la radiante luna llena la ruta, mientras avanzamos un poco a pie y otro poco pedaleando. Durante todo el día, las furiosas y gélidas ráfagas de viento nos habían azotado desde la dirección contraria, enfriando la voluntad personal, de llegar aquel día a Paysandú, o a cualquier otro sitio urbanizado. Campos, praderas, cañadas, valles y un cielo cerrado amenazador y nublado.
Neblina matinal |
Al nacer el crepúsculo bermejo, el viento calmo sus fuerzas dilatando un
atardecer místico entre las praderas rurales del norte de Uruguay. Invadían a
mi mente imágenes televisivas grabadas en la infancia de la sabana africana,
con árboles de siluetas oscuras y un rojo intenso resplandeciendo en un
territorio virgen del contacto humano. Ahora esa misma postal la estaba
experimentando minuciosamente desde un recóndito sitio del continente
americano, con los mismos párpados húmedos de quien se enfrenta cara a cara a
la diosa de la belleza y la fecundidad.
La ruta nacional 26 estaba en pésimas condiciones. Llevábamos recorridos
los últimos días alrededor de 150 km de tierra aplanada entrecortada por un
asfalto reventado de soportar tantas toneladas de madera y sus consecuentes
cráteres lunares de variada profundidad. Una vez entrada la noche y encendido
el farol anaranjado de la luna llena, la carretera volvió a iluminarse, como
antes había mencionado. El frío recobraba impulso, sin embargo, al estar en
movimiento constante no resultaba una gran molestia.
Cuando culminábamos el último momento de cansancio y coronábamos un extenso
repecho a pie, se detuvo frenéticamente en nuestro paso una camioneta. De ella
descendieron dos siluetas masculinas dirigiéndose a nuestro encuentro:
-Buenas noches gurises!, ¿les puedo ayudar en algo?-, preguntó en tono
amistoso el mayor de ellos.
–Estamos bien,
avanzando de a poco – afirmó Marita, observando mi estupefacción.
- Los saludamos a la ida con la bocina, y ahora los veníamos pastoreando-
afirmó amablemente quien más tarde conoceríamos como Daniel.
- Nuestra idea era llegar a Paysandú y dormir en el camping, pero con tanto
viento en contra no pudimos avanzar mucho. ¿Ustedes van para allá?- les
preguntó Mari indiscretamente. Ambos cruzaron miradas y no dudaron en ayudarnos
a montar las bicicletas en la caja de la camioneta. Cinco minutos más tarde nos
encontrábamos inesperadamente viajando junto a Daniel y su hijo Joaquín, rumbo
a la capital del departamento.
En la última semana las precipitaciones habían sido nefastas para más de
dos mil habitantes de dicha ciudad, que al crecer los barrios a la vera del río
Uruguay sus viviendas se encontraban sumergidas bajo el desbordado caudal de
agua, y ellos, viviendo en refugios improvisados del Estado. Otras ciudades
uruguayas y de la costa del lado argentino se hallaban en similares situaciones
de emergencia. Todos implorando de rodillas para que la represa hidroeléctrica
de Salto soporte el cúmulo de agua y no estalle su infraestructura por los
aires inundando todo a su paso.
Luego de cincuenta kilómetros a cien kilómetros por hora, sentados en la
cálida y acolchada butaca de la camioneta, ingresamos a la ciudad de Paysandú.
El camping al estar a orillas del río también estaba desaparecido en medio de
la sombría oscuridad de la inundación. Entonces, ya sin hogar para habitar esa
noche nos invitaron al centro para que cenemos comida rápida los cuatro juntos
en un comercio frente a la plaza Artigas. Las luces blancas, la música a todo
volumen y las personas abrigadas con vestuario de revista fueron un impacto
enorme, luego de estar un mes trabajando en una chacra y varios días pedaleando
por una ruta de campaña intensamente desolada, donde vimos más vacas pastando y
ovejas esquiladas que personas realizando alguna actividad. Por suerte el local
era abierto y se disipaba con facilidad nuestro aroma a humo y sudor que
llevábamos arbitrariamente impregnados en el cuerpo. La ropa manchada con
ceniza, carbón y tierra era sin dudas una extravagancia en aquel local.
Después de devorar algunas hamburguesas con papas fritas, Daniel con su
teléfono móvil nos indicó en un mapa hacia donde se dirigían esa noche, y nos
invitaron a ir con ellos. Young era la ciudad donde moraban, y como era hacia
el sur y nos ofrecían una ducha caliente y una cama, aceptamos con alegría la
excelente oferta. Nos mirábamos con Mari y no podíamos creer que exista en la
vida tanta solidaridad y tanta magia cada día.
Kilómetros más adelante entre anécdotas y risas aterrizamos en el hogar
familiar de Young. A simple vista el patio parecía una concesionaria de automóviles,
entre tantos bienes. Uruguay cultiva eucaliptus a gran escala y produce papel
celulosa con su madera. Esta familia es dueña de una empresa que se dedica a
dicha producción y transporte. Dinero les sobraba más también las ganas de
ayudar a las personas necesitadas y a los que viven viajando.
Clara, la esposa de Daniel, nos
estaba esperando junto a su nieta al calor de la salamandra. Ella se expresaba
con la misma sencillez y amabilidad que Joaquín y su padre. Detrás de tantas
cosas había seres transparentes sin impedimentos culturales ni personales para
ser simplemente humanos. Luego de una olímpica ducha caliente tan esperada y un
café amargo, desenchufamos la batería del cuerpo en una cama matrimonial, con
el ánimo repuesto y la seguridad de que vaya a donde uno vaya todo va a estar
bien, porque sobran los corazones anónimos y nobles detrás de cada frontera.
Al día siguiente después del desayuno, viajamos con Clara y Daniel, hasta el cruce de ruta entre Mercedes y Fray Bentos, yendo nuevamente hacia el sur del país. Antes de despedirnos les dejamos algunas artesanías de recuerdo y ellos algo de dinero. Abrazos, palabras insuficientes para agradecer el inmaculado gesto, y otra vez de trompa a la ruta, a la incertidumbre, a nuestra compartida soledad. Aunque el viento seguía estando en contra, la vida iba a nuestro favor.
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