Selva otra vez





Da un golpe en el centro de atención, 
despertándonos del insomnio cotidiano,

la selva, 

para advertirnos que jamás debemos olvidar 
de donde venimos 
y hacia donde regresamos.

Las plantas han llegado primero 
y el ser humano no duraría un solo día en la tierra 
sin ellas.

Sentarse sobre una piedra a escuchar,
ver, 
y oler. 

Lluvias de mariposas dibujando círculos abstractos;
verde espesor de tamaños y formas alucinantes.

El canto de las aves me hacen parecer un extraño….
al no comprender,
 ni siquiera, 
una palabra de su idioma.

En estas tierras es donde más percato mi ignorancia.
Soy como un niño recién llegado al mundo, 
iniciando el aprendizaje del entorno, 
descifrando los códigos de un nuevo abecedario.

He estado algunos meses dando vueltas 
por los contornos de la selva 
amazónica y misionera
de Argentina,
Perú, 
Ecuador 
y Colombia,
 y siento que cada rincón de selva 
es diferente al anterior.

Algunas hojas y tallos vibran desaforados 
durante varios minutos danzando 
sobre el pie de sus raíces, 
y de pronto cesan,
 y se vuelven calma. 
Parece que gritan, 
y de repente, callan. 

No es el viento,
 porque en esos instantes de movimiento
 las que la circundan ni siquiera pestañean. 

¿Será su forma de ser? 
¿Intentaban comunicarse?

Cuanto desconozco, 
soy un hijo del progreso 
queriendo aprender de la experiencia, 
intentando no creerme todo lo que nos han contado,
 los manuales, 
los periódicos, 
las películas.

Enebro hasta donde puedo los hilos de mi percepción 
por el ojal del universo, 
para abastecerme de su esencia, 
esa que llamamos los hombres 
conocimiento. 

Ese, 
que me muestra los nexos 
de las distintas formas de vida 
y sus realidades. 
Ese que me libera de las rejas del tiempo.

Sentado sobre una piedra, 
uno puede conectar todos los cables, 
convertirse en luz 
y desaparecer en el aire.


( Parque Nacional Calilegua, Jujuy, Argentina ).

De la calle a la villa

San Juan de Lurigancho - Lima



















Muchas historias siempre quedan al margen de aquello que inspira a los artistas del cine, la música y la pintura del gran mercado. Historias y vidas que casualmente son retratadas por el compromiso visual de una cámara fotográfica que pretende esquematizar algún proyecto de ayuda social. Pocas veces, escapan como perdices al vuelo, los minuciosos detalles biográficos de los habitantes de las villas miserias al exterior. Estas realidades marginadas desde el comienzo de sus vidas, representan el abismo que el ciudadano común, tanto teme caer.

Vivir en la miseria es el exilio humano más lejano del paraíso. Es la posibilidad de idilio anulada, de satisfacción, es un estado de penuria constante, es una bolsa de plomo en los brazos de la vida. La insidiosa curiosidad que habita en mí, me ha arrastrado a pasar un tiempo en ella.

Avanzaba con cautela el año 2012, sucediéndose los días de una forma intensa, policromática,  o así lo recuerdo yo. Estábamos a mitad de año cuando en Lima, la capital peruana, la calle de tanto encandilarme con su fervor social y cultural, me atrapó. No encontraba razón práctica para pagar un hospedaje, así que me dedicaba a merodear los barrios de la ciudad durante el día, y donde me encontraba la noche improvisaba un modesto lecho de cartón. No siempre con resultados satisfactorios.
Con algunas horas de malabares en los semáforos recaudaba lo necesario para cubrir los gastos de comida. Así, ocupaba el resto del tiempo caminando sin rumbo por la capital, dispuesto a examinar la magia del mundo urbanizado.
Increíble crisol de personajes hallaba en el camino, de diversos oficios, de diversas locuras y fecundas genialidades. Con ánimo y tiempo disponible para la interacción recorría infinidad de vidas, abriendo las puertas a lo improvisto, lo marginal y lo socialmente aceptable. Cada fruto dejaba en mí, hasta el día de hoy, el sabor impregnado de sus elocuentes y absurdas realidades, siendo el protagonista de películas de variados géneros, guiones y presupuestos.

Un día de aquellos, en que se avecinaba una tormenta conocí a José, un limeño de aspecto jovial y sereno, de unas tres décadas de vida. Al encontrarme con pocas pertenencias encima y sin techo fijo que me resguarde, me dio permiso para dormir en el sillón del hospedaje donde trabajaba de centinela. Sentí alivio por la invitación, y aunque estaba cansado de caminar, mis ojos en ningún momento bajaron las persianas. Hablamos con la intensidad de un rayo durante largas horas, esa noche sin sueño mientras veíamos media saga de Dragón Ball Z. Tan solo dos días más tarde, aceptando su oferta de compartir hogar en el barrio donde había nacido, nos reencontramos en Miraflores. Viajamos durante dos horas y media en una buseta, por un largo camino que nos fue introduciendo granito a granito en el túnel social donde habitan las miserias.



Busetas: son el transporte público que los limeños utilizan para llegar a sus respectivos destinos. Como la altura promedio de los peruanos gira en torno al metro y medio, estas camionetas son del tamaño de una cajá de fósforos y por alguna misteriosa razón recorren la ciudad a velocidad de ambulancia en pleno infarto. Frenan repentinamente, los pasajeros descienden y suben a las corridas, luego de que el cobrador abre y cierra la puerta con la intensidad de un foco de 100 watts, en sincronización cósmica. En la capital para no perder tiempo la gente acelera el pulso al ritmo de un reloj automático, sin temor a reventar algún día como un sapo cubierto de sal.

Cruzando el río Rimac (del cuál surge el nombre de la ciudad debido a la mala comprensión del quechua de los españoles, transfigurándolo en Lima) va mermando la pobreza de arrabal, destapando la olla de la sopa marginal. Al igual que ocurre en tiempo de inundaciones donde el gentío procura salvación y refugio en la zona de altura, estas personas han hecho lo mismo sobre la montaña. Sus viviendas de lejos, parecen una colonia de cotorras barranqueras engrapadas a las rocas. Una al ladito de la otra. La mayoría a medio construir o con más huecos que un colador de metal.
Los aromas llegan hasta la zona pedemontana: amargos, rancios, extraños, como de algo que era mejor enterrar a prender fuego en plena callejuela. Los servicios van escaseando cuanto más alto del cerro se llega.
Recicladores, barrenderos, empleados municipales, cobradores del transporte público, vendedores ambulantes, mucamas, delincuentes, estibadores, obreros de la construcción y vaya a saber cuántos oficios y labores más, realiza el zoológico humano que pernocta en la sierra de San Juan de Lurigancho. Barrio bajo, que según las estadísticas de los especialistas en el asunto, tiene el deshonor de pertenecer al podio de los sitios más pobres y peligrosos de la capital peruana (dato que hasta el momento de mi llegada desconocía completamente).

En fin, allí estábamos. La buseta nos había dejado al pie de la sierra. Mi reciente amigo José, marcaba el paso lento, siempre en ascenso saludando algunos, esquivando la mirada de otros, entre muros improvisados a la fuerza, hasta que llegamos a su hogar a unos 400 metros de la base del monte.
La vivienda erguida por suerte del destino, hecha con ínfimo ingenio y muy pocas ganas, me dio cobijo esa noche, y unas treinta más. Techo de zinc, puerta de madera sin picaporte, tres paredes de ladrillos pegadas por algún albañil borracho que no comprendía ni jota los fundamentos básicos del Tetris, y una cuarta pared de madera reciclada, eran el cuerpo desnutrido de la vivienda. No hubo tiempo que perder en confeccionar ventanas, y mucho menos en ordenar la inmensa cantidad de bolsas apiladas con latas de aluminio y ropa usada. Sin entrar en demasiados detalles de todo lo que había allí dentro, el lugar tenía el aspecto de una madriguera abandonada que no le harían sentir incomodidad a Shrek.

La cocina
Pese a las condiciones deplorables en las cuales vivían por falta de dinero y sobre todo de voluntad, conocerlo a José y a su madre Maruja fue un placer y una bendición para mí. Me hicieron sentir un miembro más de su familia, compartiendo lo poco que tenían, sin escatimar en nada. Comidas sencillas; charlas entre risas; conversaciones entre lágrimas; caminatas en busca de alimento o para vender latas de aluminio. Su riqueza radicaba en los buenos valores que conservaban. Fui hermano o un hijo adoptivo, o quizás ambas.

Los momentos y situaciones bizarras y extravagantes con ellos y los vecinos se daban a toda hora en aquel barrio activo y misterioso que nunca duerme. Casi todas las noches solíamos escuchar algún que otro disparo de fuego, lejos o cerca de donde dormíamos, símbolo de alguna riña familiar o algún ajuste de cuentas. Violencia al nivel extremo. Por tal razón era reglamento de la sierra que el pueblo descanse temprano, cada uno en su diminuto cubículo, así no habría malos entendidos.
En tierra ganada a la montaña, donde pulula el hacinamiento, la justicia social es la defensa aceptada y puesta en práctica. La fuerza policial a la montaña no ingresa, entonces vecinos armados con fusil y revolver, en compañía de canes amaestrados, circulaban por los callejones "garantizando" la seguridad del poblado.

Niños descalzos y sucios jugando a romper algo que ya estaba roto; jóvenes coqueteando en los pasillos; gente bebiendo alcohol al aire libre; fumadores de pasta base formando un círculo cerrado; mujeres vendiendo comida en la calle; gritos aislados y música a todo volumen; gente yendo o viniendo del trabajo; otros empaquetando cartones para venderlos al cachinero, y ladridos de perros cubiertos de un manto delgado de sarna, mugre y pulgas.
El amontonamiento de las viviendas hacía muchas veces imposible llevar a cabo una vida privada. Los sonidos, las conversaciones, los pedos y las novelas atravesaban como un fantasma las paredes de utilería que visualmente nos separaban. La falta de una buena red de saneamiento impedía respirar una minúscula bocanada de aire puro. Acostumbrarme al olor nauseabundo constante sin perder el apetito me llevo unos cuantos días de entrenamiento.

Al carecer de un sistema de recolección de residuos, el pueblo quema la basura en los pasillos o arrastran los desechos hasta algún basural furtivo de la base de la sierra, para allí enterrarlos o quemarlos. Changa, a veces paga que me tuvo un día de empleado. A punta de pico logré hacer un pozo de unos treinta centímetros de profundidad, sacando más piedras que tierra, para enterrar un perro agusanado que hedía a podrido, en uno de los pasillos angostos que funcionan de vía pública. Recibí a cambio una gaseosa y dos palmaditas cariñosas en la espalda como muestra de agradecimiento.
En otra oportunidad presenciamos con José y Maruja un funeral en el recinto comunitario del monte. Sirvieron café y un pan para cada integrante mientras los familiares, ya embriagados, despedían al joven difunto que yacía sobre una mesa de madera. Entraba y salía gente del recinto dejando una humilde colaboración para poder adquirir el cajón donde se conserva el cadáver, y pagar un flete hasta el cementerio más cercano.

Cuanta melancolía y tristeza desmenuzaban sus rostros primaverales, de saber que allí nadie llega a viejo, porque es reglamento de la sierra que el pueblo descanse temprano, y morir como vivieron en el mundo, en respetuoso silencio. Las infancias de muchos de ellos se nutren con violencia y ayunan caricias, amores y abrazos. En completa simbiosis con el barrio fabrican sus vidas en un laberinto al cual la mayoría no encuentra salida, y por desesperación algunos mueren de un disparo en la espalda o entran y salen de la cárcel o la comisaría, buscando sentir entre sus bandas respeto y aceptación, dinero para anestesiarse o poder comprar lo que a ellos también les ofrecen las publicidades.
Cuantas historias perecen sin ser contadas, cuantos poemas se pierden sin ser jamás leídos, cuántos niños fallecen sin llegan a ser adultos. En la literatura ellos son la falta de ortografía, en los manuales escolares el renglón en blanco y en el noticiero, los culpables.

Brindo estas palabras limitadas en homenaje a un pueblo que nació aislado, perdido y olvidado. Levanto mi voz en homenaje a San Juan de Lurigancho, barrio que me dio tanto, sin pedirme nada a cambio.



José en su casa
Cruzando el río Rimac (del cuál surge el nombre de la ciudad debido a la mala pronunciación de los españoles, transfigurándolo en Limac y más tarde en Lima) va mermando la pobreza de arrabal, destapando la olla de la vida marginal. Al igual que ocurre en tiempo de inundaciones donde el gentio procura salvación y refugio en lo alto, estas personas han hecho lo mismo sobre la montaña. Sus viviendas de lejos, parecen una colonia de cotorras barranqueras engrapadas a las rocas. Una al ladito de la otra. La mayoría a medio construir o con más huecos que un colador de metal.

Los aromas llegan hasta la zona pedemontana: amargos, rancios, extraños, como de algo que era mejor enterrar a prender fuego en plena callejuela.

Recicladores, barrenderos, empleados municipales, cobradores del transporte público, mucamas, delincuentes, estibadores, obreros de la construcción y vaya a saber cuantos oficios y labores más, realiza el zoológico humano que pernocta en la sierra de San Juan de Lurigancho.

Barrio bajo, que según las estadísticas de los especialistas en el asunto, tiene el deshonor de pertenecer al podio de los sitios más pobres y peligrosos de la capital peruana ( dato que hasta el momento de mi llegada desconocía completamente ).

En fin, allí estábamos. La buseta nos había dejado al pie de la sierra. Mi reciente amigo José, marcaba el paso lento, siempre en ascenso saludando algunos, esquivando la mirada de otros, hasta que llegamos a su hogar a unos 400 metros de la base del monte.
La vivienda erguida por suerte del destino, hecha con ínfimo ingenio y muy pocas ganas, me dió cobijo esa noche, y unas treinta más.
Tres paredes de ladrillos pegadas por algún albañil borracho que no comprendía ni jota los fundamentos básicos del Tetris, y una cuarta pared de madera reciclada, eran el alma de la vivienda.
No hubo tiempo que perder en hacer ventanas, y mucho menos en ordenar la inmensa cantidad de bolsas apiladas con latas de aluminio y ropa usada. Sin entrar en demasiados detalles de todo lo que había allí dentro, el lugar tenía el aspecto de una madriguera abandonada que no le harían sentir incomodidad a Shrek.

De todas formas conocerlo a José y a su madre Maruja fue un placer y una bendición para mi. Me hicieron sentir un miembro más de su familia, compartiendo lo poco que tenían, sin escatimar en nada. Comidas sencillas; charlas entre risas; conversaciones entre lágrimas; caminatas en busca de alimento o para vender latas de aluminio. Fuí hermano o un hijo adoptivo, o quizás ambas.



Los momentos y situaciones bizarras y extravagantes con ellos y los vecinos se daban a toda hora en aquel barrio activo y misterioso que nunca descansa. Por las noches soliamos escuchar algún que otro disparo de fuego, lejos o cerca de donde dormíamos. Símbolo de alguna riña familiar o algún ajuste de cuentas. Por tal razón era reglamento de la sierra que el pueblo descanse temprano, cada uno en su cubículo, así no habría malos entendidos.
En tierra ganada a la montaña, donde polula el hacinamiento, la justicia social es la defensa aceptada y puesta en práctica. La fuerza policial a la montaña no ingresaba. Entonces, hombres armados con fusil y revolver, en compañía de canes amaestrados, circulaban por los callejones "garantizando" la seguridad del poblado. 

De día, las escenas que proyectaba el cine social eran más o menos las siguientes: niños descalzos y sucios jugando a romper algo que ya estaba roto; jóvenes coqueteando en los pasillos; gente bebiendo alcohol al aire libre; fumadores de pasta base formando un círculo cerrado; mujeres vendiendo comida en la calle; gritos aislados y música a todo volumen; gente yendo o viniendo del trabajo; otros empaquetando cartones para venderlos al cachinero, y ladridos de perros cubiertos de un manto de sarna y pulgas.

El amontonamiento de las viviendas hacía muchas veces imposible llevar a cabo una vida privada, y la falta de una buena red de saneamiento impedía respirar una minúscula bocanada de aire puro. Acostumbrarme al olor constante sin perder el apetito me llevo unos cuantos días de entrenamiento.
Al carecer de un sistema de recolección de residuos, el pueblo quemaba la basura en los pasillos o arrastraban los desechos hasta algún baldío de la base de la sierra, para allí enterrarlos o quemarlos.
Changa, a veces paga que me tuvo un día de empleado. A punta de pico logré hacer un pozo de unos treinta centímetros de profundidad, sacando más piedras que tierra, para enterrar un perro que hedía a podrido, en uno de los pasillos angostos que funcionan de vía pública. Recibí a cambio una gaseosa y dos palmaditas cariñosas en la espalda como muestra de agradecimiento.

Maruja en el lavadero

En otra oportunidad presenciamos con José y Maruja un funeral en el recinto comunitario del monte. Sirvieron café y un pan para cada uno, mientras los familiares, ya embriagados despedían al jóven difunto que yacía sobre una mesa de madera.
Entraba y salía gente del recinto dejando una humilde colaboración para poder adquirir el cajón donde se conserva el cadáver, y pagar un flete hasta el cementerio más cercano.

Cuanta melancolía y tristeza desmenuzaban sus rostros primaverales, de saber que allí nadie llega a viejo, porque era reglamento de la sierra que el pueblo descanse temprano, y morir como vivieron al mundo, en un respetuoso silencio.
Que vida la de esta gente, que de tan temprano se nutre con violencia y ayuna caricias, amores y abrazos. En completa simbiosis con el barrio fabrican sus vidas en un laberinto al cual la mayoría no encuentra salida, y por desesperación algunos mueren de un disparo en la espalda o se mudan a la cárcel, al darse cuenta la policía que estaban haciendo trampa.
Cuantas historias perecen sin ser contadas, cuantos poemas se pierden sin ser jamás leidos. En la literatura ellos son la falta de ortografía. En los manuales escolares...el renglón en blanco. En el noticiero...los culpables del asunto.

Brindo estas palabras limitadas en homenaje a un pueblo que nació lejos, perdido y olvidado. Levanto mi voz en homenaje a San Juan de Lurigancho, barrio que me dió tanto, sin pedirme nada a cambio.

Confusiones

Suceden intervalos, 
algunas veces, 
durante nuestros divagues en las calles desconocidas, 
en los cuales el presente 
se vuelve estático.

Como si el tiempo, 
que debería transcurrir 
como una gota de lluvia sobre un vidrio mojado,
abandonase su ocasional recorrido. 
Entonces al acabarse el compás de las mudanzas, 
los ojos se nublan, 
confundidos en una atmósfera paranoica.

Perturbada la mente, 
el cuerpo escurre sus húmedas intenciones 
y aquello que resultaba fácil, 
se vuelve la tarea más complicada del mundo.

Aumenta considerablemente el mareo 
y la repugnante náusea 
llega al encuentro del sujeto. 

Tiembla el suelo 
produciendo un torrente emocional, 
sin hallar inconvenientes en su andar 
ni hallar un pasamanos firme.

Entonces, 
el humano regresa al estado animal 
y brotan sus lágrimas por dentro, 
inundando el presente 
con una densa película de alquitrán.

El cuerpo se siente incómodo 
y el mundo una verosímil jaqueca.
Caminar resulta una molestia, 
quedarse quieto, 
también.

Esfuerzo

Esfuerzo,

llega un dulce recuerdo 
gritando la palabra esfuerzo. 
Pero el grito se oye lejos, 
a una distancia de cien leguas.

Esforzarse, 
para qué??

El pájaro no quiere volar, 
arden las alas, 
mojadas las plumas 
por una tormenta de lluvia ácida
contaminando su voluntad.

Mientras tanto, 
en la calle desfila la moda de un mundo moderno. 
Peinados de revista,
aromas a flores maceradas en alcohol 
y maquillaje barato con detalles en tempera.
 Pantallas en las manos, 
y las miradas sólo en ellas. 

Pero de pronto, 
algo explota en medio de la pasarela.
Una señora de mil ochocientos cuarenta y dos años de edad, 
con un vestido del mismo siglo
gira en torno la cabeza 
y dispara inocentemente 
con su arma vital. 

La estatua paranoica 
logra romper el yeso 
que la envuelve y asfixia, 
para recibir el encanto luminoso
 de esa sonrisa callejera. 
De repente, 
llega la luz, 
el éxtasis, 
y el pulso
 aumenta a un nivel normal.

Detiene su andar el suelo
y el tiempo recobra su tic tac. 
Tan linda patada de amor recibió en la nuca 
mi bestia,
que huyó despavorida 
y se escondió una vez más en su oscura 
y hermética celda.


El señor de las abejas



La rueda artesanal para proveer agua a la chacra



Era una noche estrellada y estaba poniéndose fresco. Por alguna razón sabíamos que era sábado, entre árboles y pájaros que ocupaban sus tenues existencias sin utilizar calendario ni reloj de pared.

Durante aquel mes, no fue necesario salir a trabajar a la calle de ningún pueblo o ciudad. Con los cultivos personales y los de la zona, más aquello que había almacenado en botellas de plástico para evitar una decomisión efectuada por alguna rata u otro roedor, resultaba suficiente para nuestra alimentación. Layar la tierra, sembrar, comer frutos y secar semillas, construir un techo con los árboles caídos del monte, eran algunas de las actividades que realizábamos a diario, entre madrugadas y atardeceres de culto, en la Chacra de unos amigos en la selva misionera argentina.






El terreno donde estábamos acampando pertenecía a Rubén, un español, que después de trabajar durante diez años en una fábrica de la multinacional Mercedes Benz de su país natal, había decidido largar la rutina al tacho de basura por lanzarse a realizar su sueño, recorrer Sudamérica de punta a punta. No sólo había cumplido su meta, sino que en el camino había encontrado una tierra digna de ser habitada por un agricultor. Entonces construyó con sus propias manos, más las de algunos amigos, su cabaña De a poco aprendió a trabajar la tierra sumergido en un clima totalmente nuevo. Al momento en que llegamos ya llevaba más de ocho años viviendo en Argentina.
Aquella particular noche en aquella inusual región, Beto, un vecino del paraje, nos invitó a melar un árbol aprovechando que estábamos bajo la oscuridad de la luna nueva. Debíamos ir con ropa oscura, y en lo posible con la cabeza cubierta, para recolectar la miel de un panal, construido por las abejas salvajes dentro de un árbol.

Beto vivía a menos de quinientos metros en su chacra, junto a sus tres hijos y su compañera Tina. Luego de vestirnos como Beto había sugerido, fuimos hasta su casa, ya entrada la noche, bordeando campos y cultivos de mandioca. Al llegar a su rancho de madera, encendió el motor de la camioneta ayudado por una cuesta abajo y con la esperanza de realizar una de las actividades más antiguas del ser humano, emprendimos el viaje.
Con la cara al viento, después de algunos kilómetro recorridos en calles de tierra, dimos con la parcela cierta. Allí preparamos el equipo: dos baldes, varias linternas, un cajón de madera hecho de forma artesanal, machetes, hacha y moto sierra. Las únicas recomendaciones y advertencias eran bien simples: actuar siempre con respeto, soportar el ardor de las picaduras con calma y utilizar las linternas de forma intermitente, porque las abejas se sienten atraídas por la claridad y si hallan un obstáculo no dudan en clavar su aguijón.



Parecía un método totalmente opuesto al utilizado en la apicultura moderna, con sus pequeños cajones blancos, trajes del mismo color íntegramente cubiertos y trabajo diurno. Pero nosotros confiamos en el conocimiento de este criollo de sangre Guaraní. No por sus palabras, sino por su abundante sabiduría en botánica y medicina natural, y sobre todo porque su presencia merecía nuestro respeto.

Con todos los insumos listos y en silencio, los siete meladores comenzamos a ingresar en el campo. Mariano, quién vivía en la chacra de Rubén hacía dos años, Marita, Beto, dos de sus hijos, quién escribe y el dueño de la arboleda donde íbamos a trabajar la miel. Cruzamos dos alambrados por un rosado, es decir, un terreno sin árboles donde los campesinos crían ganado o cultivan, hasta que llegamos a una gran floresta.
De repente, una vez que estábamos abrigados por los árboles en plena oscuridad, el zumbido de las abejas se tornó perceptible, y nuestro guía iluminó con su linterna el hueco de un árbol grande, por donde egresaban los bichos alados. Al instante, al hombre lo picó una abeja en la mano, por lo cual dejó caer la linterna y con tono nervioso nos deseó buena suerte, retornando a oscuras a su hogar. En ese momento me percaté que aquello que íbamos a realizar no iba a ser tan romántico ni tan sencillo.
Según cuentan, las abejas del monte son de mayor tamaño a las de la apicultura convencional y mucho más agresivas por criarse en estado natural y salvaje, y al no estar acostumbradas a entablar contacto amistoso con el hombre pican sin dudar. De todas formas, estábamos ahí, en la penumbra de esa arboleda, dispuestos a llevarnos un poco de miel y mudar a la reina y su familia al cajón que habíamos llevado.
Recogimos unas hierbas secas del suelo para encender el humeador y rosear el árbol-panal. Presionando una y otra vez el fuelle manual, Beto invadió de humo el sitio provocando el adormecimiento momentáneo y la confusión de las abejas. Minutos más tarde, aferró su mano derecha al mango del hacha y con la asistencia de Marita como iluminadora, le zarpó un golpe certero al árbol, dando comienzo a la destrucción.
Entre hachazo y hachazo volaban erráticos pedazos de madera a toda velocidad. El hueco del panal aumentaba progresivamente de tamaño al igual que la cantidad de insectos y aguijones en la piel del hachero. Cada tanto, era necesario quedarnos a oscuras y en silencio, escuchando el zumbido agudo de los insectos e intentando alejarlos con suavidad del rostro y de las manos (únicas zonas totalmente descubiertas). Las picaduras eran inevitables.

El chino, el hijo mayor de Beto, no soportó el ardor y abortó la misión hartado de la situación. El resto del grupo, Mariano, Miqueas, Marita, Beto y yo, seguimos poco a poco colaborando con la apertura del panal, entre hacha y machete, zumbidos, aguijones y aroma a hierba quemada.
En un momento dado (para ese entonces habíamos perdido la noción del tiempo transcurrido) el ángulo de golpe era tan incómodo que fue menester darle participación y arranque a la motosierra.
Con el rugido del motor en la oscuridad del monte y la invasión insidiosa de las abejas, parecía que estábamos efectuando una escena de Chainshaw aquel sábado por la noche. Hoy en día esa actividad ancestral y rústica, al igual que muchas otras, es algo fuera de lo común en el mundo domesticado que hemos creado, donde se evita el dolor a toda costa, y las situaciones reales son reemplazadas por entretenimiento de pantalla.
La madera del tronco cayó rendida al filo de la cadena y logramos visualizar por primera vez, los panales casi al ras del suelo. Estaban colmados de miel pura. Beto arrancó un pedazo de panal con su mano llena de abejas, para que todos podamos degustar del delicioso néctar cremoso. El sabor y la textura eran increíbles. Sin dudas la más rica miel que había experimentado en mi vida. Aquel insano ritual tenía su recompensa valuada en oro. Un verdadero manjar que se paga únicamente con el coraje de estar ahí, a la espera de una nueva y aguda picadura. Por suerte el dolor se olvida, cuando llega el alivio.
Entonces, con el ánimo repuesto, continuamos con la delicada tarea. Poco a poco, el hueco aumentaba de tamaño, (ahora sólo a machetazos), al igual que abejas en el aire. Con la mano desnuda, al igual que un oso hambriento, Beto extraía pedazos de panal que nosotros íbamos acomodando en los baldes. Al estar pegoteados de miel, resultaba más difícil despejar las abejas del cabello y la piel, ocasionando el enredo de las mismas en la cabeza. Un nuevo mordisco al panal calmaba las vicisitudes de la actividad.

Habían pasado quizás unas tres horas, desde que habíamos llegado al árbol (deducción que calculamos más tarde), hasta que apareció a la vista la reina y su jalea real. Luego de probar un bocado de la mejor muestra gastronómica de estos personajes alados, y quedar extasiados del sabor, dejamos a su familia dentro del cajón para que se reproduzcan y fabriquen miel en otro sitio.
Para ese entonces la mitad de la circunferencia del árbol estaba hecha añicos y el machete se hundía por completo en el suelo. La colmena extendía su área de forma subterránea, debajo de las raíces del árbol, creando una gigantesca abertura.
Toda la ceremonia era un canto a la belleza; entre machetazos de puño salvaje que hacían vibrar la piel; el dolor agudo de cada aguijón; el éxtasis de las papilas gustativas y la nocturna oscuridad del monte; se recreaba una atmósfera mística, un poema sin ligaduras, una ceremonia con siglos a cuestas.
Cerramos el cajón, y nos quedamos escuchando el suspiro del viento, escondidos entre las axilas de la noche, en señal de agradecimiento.

Habíamos culminado la tarea: un nuevo enjambre viviría ahora cerca del hogar de Beto y nosotros nos íbamos a dormir fascinados por haber experimentado algo tan primitivo, sublime y bello.

Beto melando un panal abandonado

Beto melando un panal abandonado


Mientras nadie compra, yo describo

Mis palabras son del viento

Mis imágenes y recuerdos son un reflejo del todo

al cual en pequeña porción pertenezco.

Soy un ojo de tigre atrapado entre los hilos de la percepción.
Las luces de los carros me encandilan.
La música de moda suena bien alto.
Pasean las vacaciones al otro lado de mi paño.
Hoy soy un vendedor de artesanías nocturno
hecho de paciencia y calle.

Estoy en Brasil,
estoy sudando la sal del mar
bajo el techo de un supermercado.

Sorvetes y crepes alimentan a la luna menguante
mientras le escribo
y describo una portal de mi verano
a mi fiel soledad.


Confianza

Lucho todavía 
por lograr fecundamente encauzar 
mis emociones y pensamientos
hasta un río cauteloso
que sea capaz de arribar al mar
de la inmensidad.

Seco y sin salida 
me encuentro algunas veces.
Lleno y abundante,
en ciertas ocasiones.

Pareciera, 
en los momentos difíciles,
que es el destino quien lo forja a uno,
pero en sí,
 somos nosotros mismos
quienes construimos y nos fundimos con el destino,
que ciertamente hemos creado e imaginado
con anterioridad.

Confianza por favor, vuelve a mí.


Re - encuentros

Cuando las almas despejaban sus neblinas 
en la cresta de la primavera,
y el calor de un nuevo y radiante amanecer 
las sorprendía desnudas,
sucedía el auténtico encuentro.

Danzaban libres las sonrisas 
por un aire liviano,
entre cálidas y simple actividades 
en comunión y aprendizaje.

Colmaban su pecho de abrazos, 
expandiendo todas las extremidades
hasta lograr el contacto con el cuerpo
 antes ajeno.

Caían los dulces frutos 
en la cesta de recolección.

Las aves besaban las nubes 
en su vuelo de ascenso

y los volcanes rugían 
explotando su material piroclástico
 y cenizas por dentro.

Lo ambiguo marchitaba las hojas, 
dejando brotes de unión.
Y el mar barría las dudas y temores 
de los seres acuáticos 
que residían en la superficie continental.

Así recuerdo que eran los días, 
sin noche.




La Magia de los crotos


Al igual que Michael Jackson, los tiempos cambian. Lo que ayer fue negro hoy puede ser blanco.
Sin embargo, hay cuestiones que se mantienen estables por generaciones. Como bien sabemos, toda sociedad, aunque parezca una obviedad, esta conformada por individuos. Entre ellos hay personas en su gran mayoría, pero también se encuentran los "personajes".
Estos últimos, vienen a ser la versión caricaturesca del humano que para bien o para mal resalta del montón. Muñecos de edición especial que no encajan ni a la fuerza en el molde. Esos que uno distingue de lejos por más chicato que sea.

Éstas cualidades especiales, y cuando hablo de cualidades nome refiero a superpoderes ( como muchos imaginan), son tan variables y abarcativas que podemos escribir una enciclopedia completa con sus respectivas descripciones. Como dicho asunto no es nuestro tema, iremos directo al grano.

El personaje a desarrollar hoy día es, el vagabundo viajero. Sí, el vagamundos. Aquel ser curioso, de aspecto desalineado (por no cargar un espejo en su mochila), y expresión de estar siempre en las nubes, es el sociólogo y filósofo callejero  que tiene como oficio investigar las facultades de la raza humana ( entre otros asuntos ), y todo aquello que la circunda, sin recibir sueldo alguno.
Sin escuelas ni maestros que le delinien los parámetros de qué o cómo investigar, el vagabundo se deja llevar por el momento, por el presente y el fluir de todos los elementos que influyen en lo que creé que es la realidad. Tarea inacabable, siempre incolclusa, que lo van arrimando en ciertos momentos, a la verdad de "la milanesa", o lo hunden de trompa en una sopa confusa de verduras y crema. De ahí surge la sospecha vecinal sobre la posible inestabilidad psicológica de esta clase de gente.

El vagamundos es un eterno buscador, que se cansó de estar sentado y por el caminar halló penas, alegrías, dificultades, magnificiencias,certezas,contradicciones (en uno mismo y en el entorno), y tanta cosa que a uno se le ocurra, en su camino, siempre oblicuo y arremolinado.
Encontrará verdades increíbles atando cabos sueltos, paisajes alucinantes, silencios majestuosos, profundos cantos del alma, que no podrá enteramente compartir más que con su soledad o con quién este a su lado y sea igual de soñador que él o ella. Porque al hablar de vagabundos, intrínsecamente me refiero a las vagabundas ( sólo hay que cambiar una vocal).

Más por molestia que por certeza, me animo a reconocer que personaje no se hace, personaje se nace. Esta figura desde un inició fue así. Un capricho divino de la conciencia le dictó al caminante ser así.
Entonces el individuo va en busca de su camino conocimiento. Atravesando montes y poblados,selvas, ciudades y desiertos, atravesando en consecuencia del caminar, tanto a personas como a otros personajes, de tierras para el siempre lejanas. Observando y también hablando, uno hallá en medio de cualquier escenario, cara a cara, en tiempo real a otro personaje, a otra gota de pintura que se cayó del cuadro.
Pudiendo surgir de tal encuentro, los siguientes interrogantes y pensamientos:
 "Al fin encuentro alguien que me entiende y puedo conversar cualquier sanateada".
"Viste, no estaba tan loco, éste piensa lo mismo que yo"
"No tenemos todo en común,pero andamos cerca".

Comienzan las dudas, las sonrisas,los abrazos, las interminables charlas,la amistad, el compartir, o las ganas extra-deportivas de salir corriendo con la misma agilidad de Bolt.
Se produce la simbiosis galáctica de estos seres, expatriados de otro planeta, ahí en la calle, en la vía pública, donde nada ni nadie parecen percibir el parentezco y la familiaridad con la cuál se tratan siendo recientemente desconocidos.

Que alegría suscita en mi la hermandad planetaria, entre las mentes subdesarrolladas y las que están en vías de desarrollo, que comprenden, a veces sin notarlo, el verdadero compromiso de la Religión, de unir, de juntar y mezclar esta ensalada de merluza llamada Humanidad. En tiempos donde, si uno descarta las redes sociales virtuales, el hecho de hacer un nuevo amigo parece un reto más complicado que escalar el Aconcagua en chancletas, y la desconfianza el plato más típico que se desayuna cada día. Saber encontrarse entre multitudes es, la magia de los crotos que gozan de vivir en viaje.



Chicato: escaso de vista
Sanateada: algo burdo o de poca importancia
Chancletas: calzado de verano
Croto: persona que vive y duerme en la calle

Machu Picchu





Cuatro días a pie, recorriendo uno de los antiguos caminos incas. Extasiado, al comprobar lo infinítamente lejanos que son nuestros límites.
Llegar a la ciudadela de Machu Picchu es algo indescriptible.

El norte del sur


Aparecieron personas y personajes, 
abriendo nuestra puerta 
sin antes golpear. 
Algunos fueron como ángeles 
de alas resplandecientes 
al servicio de dios,
otros fueron una imagen borrosa 
sin poder ni voluntad. 

Tierras calurosas de calles empolvadas.
 Paredes y techos de troncos de palma. 
Viviendas humildes,
 pero más frescas que chapas de zinc
 y ladrillos cocidos. 

Viviendas de barro.

De la tierra venimos 
y en la tierra sembramos.
 Naturaleza sagrada, 
llamada Chaco, 
porque alli sucede la caza. 

Corzuelas, 
chanchos moros, 
osos hormigueros 
y pumas. 
Yararás, 
cascabeles 
y corales 
reptando al sol. 

Gusanos que pican,
 serpientes que muerden, 
mientras que el yacaré cuida a las estrellas
 y la inmensidad de la noche.

 Almas creyentes, 
transpirando credos y evangelios. 
Chirigu
ano, 
Wichí, 
Qom 
y Pilagá.

 Fuimos hermanos, 
seremos por siempre familia. 

Un camino recorrido en agradecimiento 
y abundancia. 
Lejos de la ciudad, 
pobre de calma. 
Familias, 
a las que nadie visita. 

Realidades dignas de extensas biografías;
 actos humanos que el viento desparramó por el cielo
 para que nadie se entere lo que sucedió. 

Calores que enferman, 
corazones que laten 
porque la gente aquí 
duerme la siesta. 

Así es el norte que vi, 
de pueblos pequeños, 
de humanidad gigante, 
de tierras siempre lejanas.

Consejos que no son consejos

No tendrás que esperar algunos años
 y ahorrar un buen dineral para tomar un avión 
y pasar unos escasos segundos en algún paraíso lejano, 
como turista. 

Al paraíso ya lo estás habitando. 

Acomódate donde quieras, 
tu lugar no es del tamaño de una caja de zapatillas. 

Tu hogar es el mundo entero. 

Y aunque está planeado para que así
no funcione, 
para que no conozcas mucho, 
una buena noticia es saber que el mundo 
no está privatizado, 
no todo tiene dueño.

No obedezcas al peinado de moda,
no escuches y bailes lo mismo que bailan todos, 
no agaches la cabeza ante los políticos,
 los líderes religiosos y los patrones. 

Obedece a tu conciencia, 
no te niegues, 
no te conformes con “lo que hay”, 
mira detrás del espejo, 
cuestiona, 
ponte reflexivo. 
Duda, 
duda siempre. 
El televisor y la radio,
 a veces mienten. 
No inclines la cabeza, 
sé la máxima expresión de ti mismo, 
aquella que irradia la parte más auténtica de tu corazón. 

No recojas las migajas, atrévete a tomar el pan entero. 
Usa el tiempo a tu manera, 
cada instante bien aprovechado, 
vale más que oro. 
Esfuérzate, 
pero sin pisotear cabezas.

Diviértete, 
riéndote con el otro. 
Consumá tu rebeldía 
con la genuina revolución del amor 
y del encuentro con uno mismo. 

Las verdaderas alegrías son perdurables. 
Haz amistades,
siendo transparente como el agua que zurca los arroyos. 

Recuerda que tu eliges.
No le echemos la culpa al resto. 
Asume la total responsabilidad de tu vida.

No compres rejas ni perros guardianes 
sin tener antes presente que el miedo 
no está en otro sitio más que en nuestras mentes. 
Si tienes mucho que perder,
quizás desde un comienzo no deberías haber acumulado tanto.

No olvides alimentarte, 
no solo con cosas que nutran tu cuerpo,
sino también con momentos que llenen tu alma. 

Ya dejemos de quejarnos, 
es hora de empezar a agradecer.

Confía únicamente en tu familia, 
que de hecho son todos los habitantes de este planeta. 

Tal vez las pastillas para dormir, 
relajarse 
y no enfermarse 
sólo sean un cruel sustituto 
de nuestros momentos de contemplación 
y meditación. 

Dedícate unos minutos 
de todos los que tiene un dia 
para respirar profundo 
y escucharte con atención. 

Eres el rey del mundo, 
de TU mundo. 

Sé un buen habitante, 
lo cual significa que seas fiel a tu libertad. 
Dale para adelante. 
Agarrale bien fuerte la mano al amor 
y no se la sueltes 
hasta que haya llegado el momento 
de encontrar la paz. 

Dejemos de inventar problemas, 
es más creativo, 
inventar sonrisas. 
Haz lo que te digo 
o crea una alternativa, 

eso, queda en vos.


Escrito junto a Marita Marieta





( 2da Parte )Algodones de azúcar y molinos de plástico

    Porque todos ellos caminaron por el infierno rojo de forma solitaria y sin fecha de retorno. Fueron acusados con el dedo y sintieron el ardor que produce la vanidad y los dolores que genera el egoísmo. Aún recuerdan la pesada angustia que ejercía sobre ellos cada minuto y cada hora de vida, y la desesperación de deambular entre laberintos y ruinas.
    No aceptarse y no ser aceptado es un hierro al rojo que quema y lastima, más allá de la carne.
Sin embargo, después de atravesar una enfermedad el cuerpo se vuelve más resistente. Luego de una crisis siempre vuelve la calma. De esa forma, saliendo victorioso del campo de batalla, librado contra uno mismo, se adquiere claridad y una visión más flexible. Acontecen grandes cambios en la estructura, debilitando las barreras, volviéndola menos rígida.
   Aquel que sufrió mucho, sentirá en el alma un inmenso alivio. Aquel que estuvo encerrado comprenderá el valor de la libertad.


   Esas dificultades atravesadas, que dejan al saco de arena remendado, realzan un nuevo compromiso con la vida, haciendo que las personas rehabilitadas intervengan en asuntos de valor y eviten sucumbir fácilmente ante las adversidades. En el mejor de los casos, ya que eso no siempre ocurre.
Que importará el dinero, las vestimentas, las modas y la opinión superficial. Quizás las miradas despectivas sean más frecuentes, imponiendo una barrera ante la controversial imagen, pero quién anduvo de rodillas por el subterráneo de la vida, con una fuerte y reciente confianza en sí mismo, no será importunado por tales detalles. Otros mientras tanto, seguirán tanteando las paredes en la oscuridad, queriendo ver el horizonte detrás del muro que los oprime.
   Todos ellos, los marginales, a pesar de sus grandes diferencias, tienen un punto en común: se están enfrentando a sí mismos. Algunos están en combate todo el tiempo, otros ganaron y perdieron alguna batalla y muchos se hallan aún refregando con ímpetu el espíritu contra el asfalto. Al conversar encuentran y comparten sus debilidades, sus peores momentos de flaqueza, posicionándose todos en el mismo peldaño de humanidad.



La habitación

¿Cómo juzgar el vicio ajeno si todos llevamos una templanza a medias?
¿Es menos digno vender marihuana, a cajas de tabaco industrial sabiendo que de tantos químicos aquella que es legal con el tiempo mata?
¿Quién sabe cómo actúan en la intimidad los hombres de terno y las mujeres honradas?
¿Llenar el buche de alcohol no será un equivalente al coctel de pastillas que recetan los psiquiatras?
¿Es verdaderamente aberrante que un hombre ame a otro hombre así como una mujer ame a otra mujer?
¿Poseer muchas propiedades, varios automóviles y una vida paralela no es causada por el mismo vacío que obliga a acumular basura en su morada a los pobres? ¿La carencia no es la misma?
¿Porqué la droga de la fama es perdonada y la droga de la villa condenada?
En el monte los campesinos recolectan frutos. En la ciudad los recicladores juntan cartón y latas, que venderán para conseguir alimento. Cambian los medios, sin embargo el fin es el mismo.

Un rebelde al moralismo barato de su época dijo: ¨quién esté libre de pecado que arroje la primera piedra¨. Intentando con tal discurso salvarle la vida a una prostituta de las manos de sus propios clientes. Ella se salvó, y él por acumular sensatez y bondad fue crucificado.

¿Por qué creemos que ciertos empleos son más honrados que otros? ¿Por qué desmerecemos el mérito ajeno?

Un maestro estará desempleado sin alumnos y un médico no sirve de nada sin enfermos.
Un arquitecto puede diseñar el mejor hospital del mundo, pero si no consigue quien una y levante los ladrillos, esos planos valdrán lo mismo que un papel en blanco.

No existe mejor ni peor, fuerte ni débil. Todos complementamos la debilidad ajena, siendo ellos quienes nos complementan en aquello donde no encontramos fortaleza.

Puede ser que un día entablemos amistad con algún personaje marginal y al día siguiente con un respetado sacerdote. Puede ser que un día conversemos con un delincuente y esa misma noche cenemos en la casa de un político. De cada uno de ellos hemos aprendido algo. Escuchando sus puntos de vista, al ver sus actitudes y formas de realizar las tareas cotidianas nos dejaron alguna enseñanza. Ese compartir, ese dar y recibir, es la esencia de nuestra naturaleza, que permite el desarrollo de aquellos que se abren sin miedo, a la interacción. Creando, desde un almuerzo o una simple charla, un lazo de conexión fehaciente, capaz de generar nuevos conceptos sobre religión, política, historia, o cualquier disciplina o práctica imaginada.

Cada persona es un mundo, pero si esos mundos no se tocan los unos a los otros, la máxima "ama a tu prójimo" queda disminuida a una utopía. No se puede amar aquello que se desconoce.
Para abrir esas puertas de la percepción no es necesario viajar a la otra punta del mundo, ni tomar un ácido con la cara del doctor Hoffmann. Es imprescindible perder el miedo a lo desconocido, cayendo en cuanta que en verdad se teme porque se desconoce y por conservar viejos conceptos absorbidos por la televisión, los moralismos hipócritas y una política humana basada en la competitividad y la desintegración.
Hay que tener en cuenta que muchas veces, eso que rechazamos en los otros, también habita dentro nuestro, y la autocrítica debemos ponerla en práctica cada día.

Vania Costa vendía algodones de azúcar y molinos de plástico en las plazas y en los festivales. Quizás ella moraba en un almacén de porquerías; no vestía con ropa nueva; adentro suyo había muchas carencias y su bolsillo estaba más flaco que las piernas de un flamenco. Sin embargo, su corazón era grande, y buscaba amor, y después de todo, eso, es lo más importante.