La calle que los parió

No recuerdo que hallámos intercambiado nuestros nombres en ningún momento. Conversamos mucho, eso sí, de frente a frente, dentro de un albergue transitorio para los residentes de la calle de Camboriú. Al parecer el tenía unos veinte años y desde los nueve pateaba el asfalto de su país. Los diversos y autodestructivos vicios de sus progenitores habían acabado primero con la vida de su padre, que envuelto en una deuda impagable a sus proveedores de narcóticos fue silenciado con una bala en la cabeza, y su madre, luego de este episodio de terror calló para siempre sus tristezas yendo al mismo psiquiatra que su marido. Consumió una buena jornada las medicinas recetadas para soportar la pobreza, olvidándose del mundo y sus pesares. Acompañada y bajo la tutela de sus propios demonios amaneció una mañana tiesa como una alfombra árabe, en los pasillos de la favela. Muchos lloraron, pero de sus crianzas nadie podía hacerse cargo. Y así, este hijo del olvido, tan huérfano y vulnerable comenzó a caminar por la vida en busca del sustento, entre baldíos y charcos de agua sucia. Tan anónimo como un cartonero y ajeno como un extranjero en tierras lejanas, fue perdiendo la inocencia que ilumina el rostro de los más pequeños. Descendiendo escalones a la fuerza, al verse al espejo aún con nueve años de edad, descubrió que ya era hora de hacerse hombre. Como pudo y con mucho esfuerzo había conseguido diferentes trabajos y algunas familias adoptivas le tendieron una mano. Refugiando su soledad bajo techos de zinc y paredes de madera, pero siempre de forma transitoria.

Balneario Camboiú


Aquella noche mientras conversábamos sentados en un sillón gastado, afuera llovía. A Camboriú ambos llegamos por diferentes motivos y con diferentes pasados, sin embargo allí estábamos como dos hermanos, compartiendo una cena y una charla, alegres, de no haber dormido esa noche en la calle.

Mi billetera tenía más aire que dinero, y mi propósito de estar en esa ciudad era visitar a un viejo amigo que venía a Brasil por trabajo, como coordinador de una empresa turística de Argentina. Él me traía además algunos rollos de hilo encerado para hacer artesanías, y yo aprovechaba a enviarles a mi familia unos presentes.
Con Marita habíamos alquilado un “kitinete” en Saõ Francisco do sul, a unos cien kilómetros más al norte de Camboriú, y como estábamos con el dinero justo para pagar la encomienda, hice dedo para ahorrar el pasaje. Fui un día antes porque más de una vez en antiguas ocasiones había permanecido esperando todo el día para que alguien me lleve. Y como afirman las abuelas “mejor llegar temprano a llegar tarde”. Por suerte, no fueron más de tres horas de espera al costado del camino y unos cinco kilómetros de caminata hasta las afueras, cuando Telmo frenó y me llevó. Éste brasilero tan amable y simpático decidió desviar su ruta unos cuarenta kilómetros para despacharme en mi destino.

Luego de una cálida despedida en un puesto de gasolina, ingresé a la ciudad. En el camino le troqué una pulsera de macramé por un cepillo de dientes nuevo, de misteriosa procedencia, a un cuidador de coches. Almorcé los restos de la cena en una parada de colectivos y conversando con un barrendero municipal legué hasta la sede de Asistencia Social, en busca de albergue para esa noche.
Allí fui muy bien atendido. Me dijeron que regrese a las siete de la tarde para quedarme a dormir. Y pasaron las horas, entre caminatas por la playa procurando hacer un dinero más ofreciendo mis trabajos a los bañistas en la playa, y contemplaciones de una ciudad eregida casi ensima del mar. Esto último ocurrió por el afán de construir edificaciones de gran altura lo más cerca posible al mar. Nadie se percató que los mismos iban a obstruir la llegada de la luz solar a la playa a partir de las tres de la tarde, demostrándole al público, una vez más, que el humano pese a su gran inteligencia también es el animal más absurdo del planeta.



Al caer la noche, luego de un día entero de caminata regresé a Asistencia Social. Un conductor y dos acompañantes vestidos de Robocop, en una combi negra me abordaron hasta el albergue de migrantes. Recogieron previamente en el camino a tres figuras más, que estaban cada uno por su cuenta deambulando sin destino por la ciudad.

Éste sistema de asistencia a las personas en estado de indigencia transitoria, por lo que me contaron algunos usuarios, funciona en casi todas las ciudades del país, con sus pequeñas variantes.
El procedimiento se origina presentando el documento de identidad luego de realizar una breve entrevista para completar algunos datos personales. Por último, es preciso dar una explicación al director de la sede para esclarecer las causas y los motivos del presente estado de necesidad del demandante. El Estado de acuerdo al caso y a la propuesta del morador de la calle, brinda albergue para una o dos noches, incluyendo cena y desayuno, o se hace cargo del boleto de ómnibus para que dicha persona logre retornar a su hogar o donde posea algún familiar que pueda auxiliarlo. Un gran servicio de ayuda al pueblo que sin control puede convertirse en un enorme destornillador de corrupciones.

Aquella noche llovía y hacía frío. Eramos más de veinte personas en el cuarto de hombres y apenas tres en el cuarto femenino, incluyendo un travesti llamada Ana Paula.
Cenamos arroz blanco con pollo y luego de trocar algunas ideas con el joven huérfano, me fui a descansar a una cama cucheta. Por fortuna el colchón no tenía pulgas y el fresco de la lluvia había ahuyentado a los hambrientos mosquitos del dormitorio.
Al día siguiente, la locura y las consecuencias del abuso de drogas químicas y refrescos etílicos dejó bien en claro que en la familia callejera había más de un problema. Todos juntos y apretaditos en una mesa nos dispusimos a desayunar. Algunos hablando solos, otros con la frente hundida entre los brazos sobre la mesa. Más de uno mostraba diversidad de tics nerviosos y muecas estrafalarias, poniéndole dinámica al asunto.
La repartición de vasos fue amena y tranquila, al igual que el arribo del café con leche, pero cuando llegaron las galletitas en una lata de metal, el caos fue importante. Se desesperaron como jauría de hienas peleando por una feta de jamón crudo, cruzando un combo de puteadas y algunas broncas intensas. Muchos capturaron audazmente un promedio de diez galletitas y otros ninguna. La solución era simple, repartir el motín. Sin embargo, no todos estuvieron de acuerdo.
De todas formas comimos un pan con dulce cada uno, y de a grupos fuimos retornando a la ruta para regresar caminando unos cinco kilómetros hasta el centro de la ciudad. Cada uno con su humilde rubro iniciaba otra jornada laboral o de limosna.

Llegué a la playa una hora y media más tarde, y junto a otro vagabundo sonriente disfrutamos un baño en la inmensidad del mar. Luego fui sólo al encuentro de Lucho, mi viejo amigo, a la calle 1919. Me llevé una sorpresa al reconocer que la dirección era la de un hotel de cuatro estrellas, tan elegante que me sentía una macha entre tanta pulcritud.

Una hora más tarde nos estábamos abrazando con aquel antiguo compañero de mis tiempos de universidad, luego de no vernos por mucho tiempo y haber tomado rumbos tan diferentes.
Almorzamos en  un restaurante verdaderamente caro (fue el primero que encontramos), juntos a los choferes de la empresa. Entre fotos y cervezas, y algunos intentos de venta en la playa, se nos escurrió entre los dedos aquella tarde de reencuentro.
Casi corriendo, caminé unos cuatro kilómetros para comprar unas piedras en un mayorista, con el dinero que había juntado. Inversión al instante.

Por la noche ingresé infiltrado al hotel para cenar y dormir, entre sábanas blancas perfumadas, ascensores espejados y un asombroso y variado buffet libre.
A la mañana siguiente desapareció casi un kilo de comida en mi boca a modo de desayuno, como quién no prueba bocado en mucho tiempo y no comprende el concepto de “tener vergüenza”. Saliendo del hotel arremetí otras ventas a las señoras turistas que tan profesionales y simpáticas me llenaron de abrazos y buena energía. Con ese dinero regresé a comprar por tercera y última vez más materiales para trabajar.

Ya habiéndome despedido de Lucho y los choferes, y con la mochila al hombro con rumbo a la ruta para hacer dedo y regresar a casa, comenzó a llover. Suave como para buscar refugio, pero constante para esperar sin techo la voluntad de algún viajante. Decidí pedir auxilio otra vez a Asistencia Social ya que había invertido casi todo mi dinero en materiales de artesanías.
Con la misma amabilidad de la vez anterior, resolvieron ayudarme llevándome en el mismo vehículo negro. Esta vez fuimos a la terminal de colectivos junto a otros cuatro andariegos en busca de un pasaje para salir de la ciudad.



Era mediodía y el presupuesto para habilitar la compra de los pasajes desde la sede central la realizaban a partir de las siete de la tarde. Entonces a todos no nos quedaba otra opción que esperar y conversar. Dos de ellos, uno ya anciano y el otro con más de treinta años se dedicaban sólo a pedir dinero. Ambos nacidos y criados en la favela de Saõ Paulo, por motivos que desconozco ocupaban su tiempo sin hacer absolutamente nada. El joven había dedicado con rigor exactamente la mitad de su vida en fumar crack y vivir en la calle, acabando con una horrible dentadura con menos teclas que el piano hundido del titanic. Por tál motivo su boca apestaba a dolor y desamparo. Ahora ya rehabilitado giraba por Brasil con su cuerpo de anchoa enlatada y sonrisa de villano, descuidando cualquier tipo de responsabilidad.
El anciano, con un pantalón de vestir digno de una momia y una remera impecable de la banda grunge Nirvana, estaba más sano que un Hare Krishna, pero por algún motivo estaba sólo enredado en algún conflicto personal.
El tercer mosquetero tenía el cabello largo y ondulado cubriéndole parcialmente el rostro, y una pequeña mochila cargada de porquerías. Sus ademanes frenéticos provocaban la risa y el miedo de los transeúntes que lo rodeaban y percibían sus actitudes de lupanar. Conversar con él era una tare difícil, sin embargo, cuanto más atención y buen trato le daba, más tranquilo y calmo se quedaba.
Al final, tan cuerdo como cualquier persona, me enseño a hacer vasos térmicos, reciclando una lata de aluminio, yeso y un copo de vidrio. La explicación fue plasmada entre insoportables desvaríos, pero la demostración fue tan verosímil como ver un pájaro volando.

El reloj marcó las siete de la tarde y mi colectivo llegó a la terminal. Llegué a despedirme y agradecer al loco de cabello largo, y entre asientos reclinables y pasajeros anónimos desaparecí en la oscuridad del ómnibus dentro de mis cavilaciones y un severo cansancio.

Tiempo

Soy la sombra del instante perdido,
el que llega tarde sin ser invitado,
el que se va cuando dicen que comienza la mejor parte.
Ese soy, o quizás ese es,
el que antes era.


Nikkei trabajando, no molestar


“Ellos afirman que han estado aquí desde siempre. Los científicos saben que han habitado Australia desde hace 50.000 años, como mínimo. Es realmente asombroso que después de 50.000 años no hayan destruido bosques ni contaminado aguas, que no hayan puesto en peligro ninguna especie ni creado polución, y que al mismo tiempo hayan recibido comida abundante y cobijo. Han reído mucho y llorado poco. Tienen una vida larga, productiva y saludable, y la abandonan confortados espiritualmente”.

Marlo Morgan



        Pedalear por el sur de Paraguay, precisamente por el departamento de Itapuá, deja a la vista el arrasamiento humano casi completo del monte tropical que se ha producido para el cultivo y la ganadería, entre otras cosas. De la selva misionera no han dejado ni registro en el libro de quejas, más que alguna arboleda para ocultar y dar sombra a una casa de campo. Son montes ralos y de color verde soja, con una eterna pendiente de cancha de golf.
        Algunos campos de tan cultivados que están, no tienen tranquera y mucho menos un camino de acceso. Se deja ver la huella doble sobre el mismo cultivo para la circulación del vehículo del patrón, o del empleado en la camioneta del patrón, porque a los peones sólo les alcanza para la cerveza en lata y una bicicleta del siglo anterior, cuando tienen suerte.

        La provincia de Misiones (Argentina) después de todo, pese a haber sido ya desmontada en más de un tercio de su superficie original, es la región, en comparación con el sur paraguayo y brasilero, que mayor conserva y protege la flora y la fauna nativa. Estadísticamente hablando.
       En el sur de Paraguay, en la ruta de los graneros, se encuentran pequeños pueblos con monumentales mansiones y camionetas del tamaño de un yate, entreverados con humildes viviendas de madera elaboradas con madera local o ladrillo cocido. El contraste económico es en muchos casos abismal. Algo de no creer.
       Colonias japonesas, ucranianas, alemanas, y polacas se han establecido en estas latitudes a mediados del siglo XX durante el periodo de la segunda guerra mundial, cuando Paraguay abrió sus puertas de par en par a los países devastados por la guerra. Hasta 1936 la Ley de inmigración prohibía el ingreso de la “raza amarilla” al territorio nacional, por la considerada amenaza comunista. En 1941, durante el proceso de la guerra, les prohibieron el ingreso a italianos y alemanes por no afeitarse el bigote fascista de sus culturas totalitarias.
        Parece que desde aquellos años los inmigrantes europeos y orientales no se han mezclado ni media cucharada con la población autóctona, conservando cada colonia su color de origen. Como si se fueran a infectar el apellido o sus genes.

Iglesia ucraniana


        Los pueblos son relativamente jóvenes en cuanto a su fundación, tirando en su mayoría a duras penas unos cincuenta pirulos de vida, pero conservan aún una marcada brecha entre sus culturas. En el pueblo de La Paz, por ejemplo, los japo-paraguayos, tan bien llamados “nikkeis” son la mitad de sus habitantes,  y poseen un cementerio propio con placas e inscripciones escritas en su lengua; tiendas con productos comestibles importados sin detalle en español y un predio elaborado con capital de la nación nipona que funciona como polideportivo y centro cultural.   
           Por las calles de piedra caminan señoras hablando en japonés y jovencitos riendo en lengua guaraní. Se miran pero no se tocan. Según comentan algunos vecinos entre ellos no se mezclan, debido entre otras cosas a que los paraguayos son los peones del campo y los empleados, y los de ojos entrecerrados, los propietarios. El racismo como verán, genera distancias fundamentadas en el absurdo de la creencia en que algo es superior a otra cosa. Por lo cual continúan riendo entre murmullos inaudibles las cucarachas y las hormigas.
          

Cementerio Nikkei


             La colonia Nikkei recibe una importante ayuda económica del gobierno japonés por el constante vínculo comercial que han mantenido a lo largo del tiempo y por que preservan sus valores culturales, prácticas cotidianas y el uso de la lengua japonesa. Gracias a tal billetín han conseguido salir adelante de forma grupal, incrementando su economía cada año.
En esta colonia japonesa además del cooperativismo comercial que han establecido sus inmigrantes y sus descendientes en diferentes inversiones y empresas, también se observa el uso comunal de los baldíos y los jardines particulares para el cultivo de huertas y flores ornamentales. Es notable que aprovechen hasta el último centímetro cuadrado de tierra y cada minuto de su tiempo de ocio para producir algo. Quedando en  comparación los habitantes nativos como los vagos de la película.
Y eso ya es un clásico dentro de una visión materialista, resultando, el que trabaja en exceso, ser el héroe del progreso y no un sumiso al patrón de vida establecido o un codicioso, que nunca tiene suficiente dinero en la billetera para sentarse y disfrutar la vida cinco minutos bajo la sombra de un lapacho. Y el indio o mestizo finaliza siendo el atorrante que vive del aire y disfruta extensas horas de tereré junto a su familia en vez de podar flores.
Que cada cual elija en que invertir su tiempo y no jodamos al resto. Porque si aún persistieran los alcaldes jesuitas continuarían repartiendo vara a quién contempla la vida con otros ojos, y con cada golpe no harían más que trasmitir violencia, estrés y envidia al oprimido por no saber cómo hacer para calmar un instante la mente y refugiarse en la calma de quién no precisa hacer nada y aún así se siente completo.



        Si bien el tiempo ha transcurrido desde el nomadismo milenario guaraní en contacto directo y equilibrado con la naturaleza, pasando por las reducciones jesuitas pseudo esclavistas, hasta las actuales colonias de la pos guerra, no hemos ido en progreso humano sino mas bien en un camino a contramano, netamente económico, actuando con un respeto disfrazado hacia los seres de otro color y brindando ínfima importancia a nuestro propio hogar. Porque como anunciaron en su profecía los indios Cree: “Cuando se haya talado el último árbol, cuando se haya envenenado el último río, y se haya pescado el último pez; sólo entonces descubrirán que el dinero no se puede comer”.

         De todas las formas, interpretaciones y visiones de la misma cosa, a la cuál llamamos vida, parece ser que elegimos la que carece de sentido, porque anular la abundancia que proporciona la Tierra desde tiempos inmemoriales es condenar a la desgracia a nuestros propios hijos. Y ciertamente no hay mayor desidia que ser responsables de eliminar a nuestra propia especie y sentarnos a observar sin mover un pelo como se incendia nuestro futuro.

Antes era selva


         Ser conscientes de tal realidad, debería de ponernos en acción, sin focalizarnos en lo que hace “el otro”, sino en aquello que nosotros mismos  somos  capaces de hacer, bajo la  actividad o estilo de vida en el cual nos sintamos más cómodos para llevar a cabo un equilibrio evolutivo.

        El cambio nace en uno. Y cada actividad consciente por más pequeña que sea, es un aporte a la gran Unidad.

P.D: Señores nikkeis no se ofendan, cultivar huertas en lo personal, considero que es una de las mayores revoluciones humanas.

Hippies junto al señor Hiroaki Motomori

Guara - Ny


Guara – Ny

(Vocablo de la comunidad AVÁ que en español significa: ATÁQUENLOS. Con el tiempo al ser escuchado reiteradas veces por el invasor durante el combate, comenzarían a llamarlos así)



Los truenos sonaban como el repique de murga candombera en plena convulsión comunal, relampagueando en el cielo con esas luces flash de boliche cheto que te marean y te obligan a caminar zigzagueando con pasos de rayuela.
El tinglado de chapa con estructura de hierro era la antena pararrayos perfecta para que estalle una bomba eléctrica sobre nuestras cabezas y nos funda con el cemento húmedo sin baldosas, en el anonimato de ese pueblo paraguayo que fue dominado por los jesuitas algunas generaciones atrás.
La carpa de plástico antibalas no se mojaba por obra y gracia del techo, sin embargo los rayos dibujaban serpientes blancas en el cielo nocturno acompañados del sonido a ametralladora, aturdiéndonos de forma insoportable. Uno tras otro aterrizaban los rayos sobre los campos sojeros de Jesús de Tavarangüe fertilizando la tierra con electricidad.
De todas las tormentas vividas a lo largo de mis veintiocho años de vida esa era la peor, o quizás en la que escuche más truenos cercanos y me agarró con menos protección que Noé si hubiera construido su arca estando empachado de fernet.
Era el apocalipsis tropical cayendo sobre las hendijas corporales en forma de diluvio universal.

¿Quién me mandó a morir en Paraguay?
¿Quién podría identificar las cenizas de nuestros cuerpos si un rayo nos partiera la cabeza como si fuera un melón?

A quejarse a la comisaría, a llorar al programa de Moria, a ladrar a la perrera antes de ingresar a la cámara de gas. Eso nos pasa por no descifrar los colores del cielo, y sobre todo por no calmar esa fastidiosa curiosidad de querer conocer los muros muertos de piedra que los Jesuitas mandaron a levantar a los Guaraníes en el año 1685 en Jesús de Tavarangüe, para rezar acariciando las bolitas del rosario en privado y sentir el poder de quién escupe discursos y sermones sobre un altar, un escenario o cualquier otra plataforma que los ubique por encima del resto de los mortales.
De piedra eran las iglesias, los depósitos, las estatuillas de los santos, los cercos y hasta la comida. Los sacerdotes de la Orden de la Compañía de Jesús implantaron en las comunidades guaraníes, a partir del siglo XVII, los cimientos del mundo lítico, el pudor de la desnudez, la interminable jornada laboral, la propiedad en manos de una minoría, la religión y tantas otras pestes y vicios, que los dominados prefirieron tragar a cambio de su protección, antes que soportar la agresión de los hacendados españoles, los bandeirantes portugueses y las comunidades guerreras locales.
Algunos resistieron a punta de arco y flecha, pereciendo en combate a corto plazo, mientras que otros agacharon la cabeza para alargar un poco más su existencia.
Entonces aprendieron a la fuerza, las costumbres traídas de la Vieja Europa pos feudal y se convirtieron en lacayos a la orden de los sacerdotes, todos vestiditos con trapos de color blanco, representando la pureza y la inocencia que ya para esa altura nadie conservaba.
Cultivaron y criaron ganado en cantidades que jamás habían visto, ya que antes trabajaban para vivir, y no vivían para trabajar. El excedente de maíz, mandioca, trigo, algodón, cuero y carne viajaba a conocer tierras europeas para alimentar panzas oligarcas o se trocaba con las diferentes Órdenes de la actual provincia de Córdoba, Bolivia, Brasil y Uruguay.  



Estos sitios, además de ser controlados por dos o tres sacerdotes católicos, poseían una turma de burócratas y administradores holgazanes que tampoco derramaban una gota de sudor sobre la tierra pero que disfrutaban mucho ver a los indios carpiendo y sembrando los montes seis días a la semana. Estos eran los corregidores (autoridad máxima del pueblo); alcaldes, que se encargaban de castigar a los vagabundos y a los que no cumplían con su deber con una vara; veedoras que vigilaban a las mujeres; celadores que vigilaban a los niños; inspectoras de niñas, y además alguaciles, comisarios, contadores, fiscales, escribanos, almaceneros y mayordomos. Todo un sindicato de vigilantes al servicio de un dios dictador, que disfrutaba de escuchar las melodías del barroco jesuítico interpretado por “las fieras salvajes domadas” con arpa y violín.



A los niños los adoctrinaban desde temprana edad, en general de seis a doce años, instruyéndolos en lengua castellana, catequesis y diferentes oficios artesanales. Una vez cumplida la edad de formación escolar pasaban a trabajar a los campos con las mentes ya aculturalizadas.
Las mujeres solteras y viudas, y los huérfanos, se alojaban en una casa comunal dentro del monasterio para ser tratados de forma especial por parte del sacerdocio teóricamente casto. Allí poseían agua corriente y servicios sanitarios. Toda una novedad para la época y la región. El resto del campesinado guaraní habitaba en viviendas extensas de madera donde ingresaban varias familias del mismo linaje, como era su antigua costumbre, hasta el día de su prohibición por ser declaradas “conflictivas y peligrosas”. Entonces los organizaron como a los gobernadores se les antojó, desintegrando otro rasgo ancestral de su cultura.

La convivencia de ambos mundos duró un poco más de un siglo, exactamente hasta el año 1767 cuando se dio el cambio de intereses de la corona española con las reformas borbónicas, donde fueron despojados los jesuitas de sus privilegios y de sus servicios, quedando como testigo del sincretismo social, tanto los muros de piedra como la selva.
Si bien llevo algunas décadas desestructurar semejante organización, los guaraníes buscaron refugio en las actuales provincias del litoral argentino y en los campos de  Uruguay, participando en muchas oportunidades como soldados en conflictos de criollos. Estaban en libertad pero ya no tenían tierras donde habitar. Se la rebuscaron como pudieron. Algunos se  asentaron en las márgenes de las ciudades y aprovecharon sus conocimientos en diferentes oficios, intentando adaptarse a la idiosincrasia colonial.
De esa forma continuó la pérdida de valores, tierra y unión del pueblo guaraní, y aún hoy permanece vagando en busca del sustento, ya lejos de encontrar la Tierra sin Mal.
Pueblo grande y nómade. Se sabe que a la llegada de los españoles era más numeroso que el propio imperio incaico. En la actualidad cuenta con una elevada tasa de suicidios (sobre todo en Brasil) y sobrevive en condiciones de hacinamiento entre cultivos foráneos contaminados de agrotóxicos o dentro de las grandes urbes, habiendo perdido ya la mayor parte de sus costumbres ancestrales.
Hoy en día, aún sobreviven los vestigios de los treinta Pueblos – Estado Jesuita-Guaraníes entre Argentina, Paraguay y Brasil, siendo Trinidad y Jesús de Tavarangüe los más grandes y mejores conservados de la región paraguaya.
A los jesuitas les había garuado finito, y a nosotros también. La tormenta eléctrica amenazaba con romper el caparazón del cielo con su espada metálica de alto voltaje, obedeciendo el mandato de Thor. Pero no le dio el cuero al hombre musculoso, y al pasar las horas se fue apaciguando.
Amaneció el sol con pereza y resaca de carnaval, entonces con más ojeras que una anciana de ciento veintiocho años, aprovechamos la mañana para visitar las ruinas. Durante largas horas caminamos entretenidos y asombrados entre senderos, edificaciones y esculturas con cientos de años de antigüedad, pegando el oído a las explicaciones y comentarios en inglés y español de los guías contratados en su mayoría por turistas extranjeros.
Era increíble la cantidad de horas dedicadas a cortar y pulir cada piedra, para que encastre a modo de rompecabezas en paredes de hasta ocho metros de altura.
Un museo con reliquias del sitio también sirvió de ayuda para armar la maqueta mental del modo de vida y la tecnología rudimentaria utilizada por aquella gente. Jesús de Tavarangüe conserva en su alacena, cientos de años de historia listos para ser servidos en la mesa del visitante en el plato de la sociología colonial. Son las ruinas de un proyecto de integración indígena pseudo esclavista que pudo haber concluido en otra cosa, pero que nunca fue.  El chiste que las hormigas y las cucarachas  se cuentan entre ellas de forma telepática, burlándose de toda una especie que actúa como si fuera superior y que perece revolcada entre el excremento de su propia soberbia; porque ni las hormigas ni las cucarachas precisan herramientas para facilitar sus labores ni acumular bienes materiales; porque no tienen el ansia de ver las cosas concluidas antes de tiempo; porque ahí donde vemos mugre ellas ven alimento; porque sobreviven y se reponen a todas las tempestades sin cuestionar la existencia de dios y se hacen cargo de aquello que ellas mismas provocan sin derramar una lágrima ante los pies de ningún santo.




Concluida la visita al pasado, regresamos al presente del pueblo. Resulta que la plaza principal, a tan sólo un kilómetro de las ruinas, estaba invadida por una horda de integrantes del partido Colorado, con monumentales parlantes musicalizando el espacio público. Eran días previos a las elecciones para alcalde municipal. Cerveza helada y unos cincuenta mil guaraníes (moneda oficial) eran la oferta del partido político para incentivar el voto del pueblo a su favor. Parecía una exageración o el chamuyo de algún fanfarrón, pero no, así funciona la campaña política en Paraguay.
El pueblo estaba de fiesta, skabio gratis Papá. En Latinoamérica la corrupción es como el reggaetón, está de moda y pega fuerte. Perrean los ciudadanos de espalda a los políticos y los empresarios mientras estos toman excitados vino blanco importado en restaurantes de lujo.

Alumnos, ¿alguien sabe quién es el actual presidente de Paraguay? …Cri cri, cri cri. Así de informados nos tienen los medios de comunicación. Obama, Trump, Bush hijo, Bush padre, Clinton, Roosevelt, Lincoln, Reagan, Nixon, Franklin y puedo seguir escribiendo los apellidos de los presidentes norteamericanos que memorice mirando cientos de películas de su industria en el cable, pero no consigo ver una de Guatemala, no sé de qué se vive en Honduras y me creí el verso de niño, al ser educado en una escuela, que la colonización era digna de un festejo por haber arrancado la brutalidad a la gente que habitaba estas tierras, cuando brutos bien sabemos, fueron los que vinieron de Europa.
Mal informados, desinformados, malformados y engañados. Lo que ayer se llamaba tributo, hoy le decimos impuesto y todo lo humanamente modificado tiene precio y dueño que el Señor Mercado regula según sus voraces intereses particulares.
Si vas al maxi kiosko a comprar una bolsa de palitos de la selva para la criatura o una cajita de vino termidor para desatorar el guiso de pata muslo que cocinaste con tu billetera de clase media, acompañado al precio “real” del producto, por así decirlo, también te estarán cobrando el I.V.A, el V.E.N.I.A y el P.O.R.S.I.L.A.S.D.U.D.A.S. Toda una sarta de impuestos que el Estado precisa para financiar las obras públicas que nunca va a construir, o que una vez realizadas no va a invertir un sope en su mantenimiento, y continuaremos viviendo en un País  museo.
Esto ocurre desde el momento que comenzamos a creer en la necesidad de crear una jerarquía social piramidal para organizarnos. Cuando en verdad es tan sólo “un” estilo de vida, uno sólo, que pese a que falla para la mayoría de sus ciudadanos, nos sugestionan a través de los medios de incomunicación y el arte prefabricado de cotillón para que lo aceptemos como si fuera lo mejor. ¿Y cómo se logra? Entre tantos métodos ocultando información y fomentando la competencia y la ignorancia, para que el pueblo como resultado ame al opresor y odie al oprimido, como afirmó Malcolm X el siglo pasado.



Cayo el imperio romano, el griego, el egipcio, Jenjis Khan y los mongoles, la Francia de Napoleón, la Alemania de Hitler, la Italia de Mussolini, el comunismo de Mao, los incas y tantos otros proyectos expansionistas, que parecemos unos incrédulos o unos boludos  mejor dicho, al estar hoy en día bajo el zapato del actual capitalismo norteamericano sosteniendo pantallitas virtuales que cuestan una fortuna y tienen menos resistencia que un copa de vidrio para servir champaña.  Úselo y tírelo, que la industria mañana fabrica otro a su imagen y semejanza.

En Paraguay menos de un tercio de su población tiene acceso a la salud púbica, por lo cual parir un hijo u operarse un riñón puede dejar en bancarrota al paciente.
De cada 100 niños que comienzan el 1er grado de la primaria, solamente 30 llegan a la secundaria.
Paraguay es el cuarto exportador de soja del mundo y uno de los países más pobres de Sudamérica. En el año 2008 el 42% de su población estaba por debajo de la línea de la pobreza.
Paraguay es el cuarto productor mundial de energía eléctrica y donde más caro se paga la luz en el cono sur.
Paraguay todavía sangra la guerra del Chaco y la vergonzosa guerra de la Triple Alianza, donde perecieron el noventa por ciento de los hombres mayores a los diez años. Cabe resaltar que ese dato colmó de alegría al presidente argentino que gobernaba en aquel entonces, ya que habían cumplido con su misión. Hoy ese individuo esta posando con cara de foto carnet en el billete de dos pesos. El billete es azul en honor al color de su corazón de hielo.

Nosotros zafamos la noche anterior de la lluvia, sin embargo este país vive en el epicentro de un tornado todos los días, soportando el carozo y atragantándose con la pelusa. Por tal motivo, quien puede y se atreve, cruza el límite fronterizo buscando una mejor calidad de vida en un país vecino, y a laburar de lo que venga, porque al ser el conocimiento universitario un bien privado, los paraguayos tienen menos título que mural callejero.

Mientras la gente rifaba su suerte y emborrachaba el futuro del pueblo, nosotros desplegamos los dos paños de artesanías en el medio del sabalaje humano, y los curiosos fueron llegando para cascotearnos de preguntas. Salieron las ventas, y dio para cocinar la cena en la hornalla portátil y eléctrica que un vecino nos prestó. El cielo ya estaba despejado y sin lagañas, por lo que no corríamos nuevamente el riesgo de morir por el impacto de un rayo. Era tiempo de reposar el esqueleto calcificado dentro del saco de dormir a modo de sarcófago y soñar con tiempos lejanos, donde la gente andaba en bolas por la vida y no había propiedades que alquilar, porque nada tenía dueño, y las cosas eran simplemente del que las confeccionaba o las ocupaba. No había meses ni calendarios, relojes, abogados, ni estados que desregularicen lo que deberían regularizar, ni prohibir lo que debería ser legal, ni políticos haciéndose los simpáticos esperando a que la gente les dé cabida, para clavarles en la primer distracción el cuchillo de la corrupción en la yugular. Y al despertar abra que desertar del apocalipsis social como hicieron los bisabuelos tanos y españoles en el siglo XX, para no ser un engranaje más de la mini pimer gubernamental que todo tritura queriendo saciar las ganas de tomarse un licuado con las mejores bananas del mundo. Porque tampoco hay que olvidar que esos bisabuelos europeos además de su ropa interior trajeron entre sus pertenencias, ideales anarquistas y socialistas, y una carta de rechazo a sus naciones al no cumplir con sus deberes de ser la carne de cañón en la guerra. Y finalizaron siendo muchos de ellos, el costal de cosecheros que al trabajar en las tierras americanas contribuyeron a alimentar las bocas de su continente de procedencia que reventaba en mil pedazos una vez más.

Y yo me sigo preguntando,
Paraguay, ¿a vos hoy en día que loco te gobierna?