Caía la
tarde roja sobre la selva misionera. Los últimos y sublimes kilómetros en
descenso, como un tobogán infantil nos desembocaron en El Soberbio. Con un mapa
trazado a mano por una amiga, hicimos parada en la chacra de don Irineo.
En una
rústica casita de madera y media hectárea de terreno, éste humilde hombre
cultivó sus alimentos y la bondad de recibir viajeros. Él no anotaba la fecha
de ingreso a su hogar, ni preguntaba el día de salida. Sólo precisaba saber el
nombre de quién llegaba para ofrecerle bananas, mamones, paltas , mandarinas y
limones. Pobre en todo caso no es quién no tiene, sino quién no consigue dar.
Irineo, con menos recursos económicos que Don Ramón, siempre lograba sacar un
conejo de la galera para compartir.
Media
hectárea de tierra fecunda para el cultivo de mandioca, maíz, pasto
cedrón, penicilina y otra cantidad de hierbas y frutos comestibles y medicinales tan
miscelánea como la gente que allí llegaba. El agua
para beber y lavar la loza provenía de un pozo, con un poco de grama, tierra y
ramas. Con la ayuda de un balde de plástico y una soga funcionaba de aljibe
natural, sin necesidad de colocar ningún químico que contamine el agua limpia.
La vivienda él mismo la había construido junto a uno de sus hijos, íntegramente de madera.
Tan sencilla y funcional que no cabía espacio para la superflua elegancia. El
resto del terreno era espacio libre para colocar las carpas de los itinerantes.
Irineo a
sus casi sesenta años, después de haber prestado servicio militar de joven (por obligación ciudadana), de conocer el frío desolado de la Patagonia como
soldado en el combate que nunca fue entre Argentina y Chile, y trabajar en la
dura vida de los obrajes, consiguió la posesión de un gran terreno en El
Soberbio. Con los años y el romance a flor de piel, fecundó y crió varios
hijos, a los cuales a medida que fueron creciendo otorgó pedazos de su tierra
hasta quedarse sin nada. Su sangre, herencia del pueblo Guaraní, nunca
comprendió la idea de adueñarse del suelo. Él sabe que la tierra que habitamos
es de todos y de nadie al mismo tiempo. No somos dueños, sino ocupantes
pasajeros. Entonces no tuvo problemas en dar aquello que jamás había poseído.
El desapego hecho acción. Y el universo le agradeció. Un día una vecina le
prestó por tiempo indefinido ese terreno donde habita actualmente con aquellos
que giran por el mundo y lo visitan.
Mientras moramos por el transcurso de dos semanas con él, compartimos comidas a leña, música, conocimientos en artesanía y botánica, duchazos en el Río Uruguay, con él y otros nómades de diferentes parte de Argentina, Chile, Brasil y Uruguay.
Quizás ninguno conserve buenas vestimentas, quizás todos trabajebamos con el arte callejero, donde a veces se gane más aire libre y amistades que dinero, sin embargo ninguno es un bandido ni un corrupto en lo que hace. Creo que todos descubrimos que la libertad vale más que mil corbatas y que el sentido de comunidad se comprende una vez que se ha experimentado.
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