Preso en el extranjero

Vísperas de Navidad en un centro católico de San Mateo

Hermano tengo frío, me duele el cuerpo de tanto tensar los músculos.
Madre tengo hambre, ayer desayuné, está atardeciendo y desde entonces no volví a probar bocado.
Padre me estoy volviendo loco. Me encerraron dentro de las cuatro paredes de una celda junto a un peruano indocumentado. Tenemos un sólo colchón y nada de abrigo, más que la ropa puesta.
Llevamos un día y medio encerrados entre el hielo del anonimato.

¿Quién sabe que estamos acá? Nadie.
¿En qué momento nos van a soltar? Quién sabe.

Afuere llueve y toma un baño la ciudad, para limpiarse de toda la porquería humana que la habita. Corren como de costumbre las ratas en busca de refugio, y algunas se visten con uniforme policial.
Anoche rasgamos el colchón con las uñas, con los dientes, destrozando un extremo para buscar dentro un poco de calor. Dormimos juntos y apretados dentro de un capullo de cuerina para dejar de temblar y conciliar algunas horas de sueño.
David es piel, delirio y huesos. Un narcótico ambulante. Está rabioso como un perro, grita, putea, le da patadas a la puerta de metal. Pero ella no se abre, y los presos de las celdas contiguas lo obligan a callar. Yo intento buscar la calma, reconciliándome con el silencio.
Es mi segunda detención en Ecuador por hacer malabares en los semáforos; por realizar una actividad que corrompe mi visa de turista al recibir dinero a cambio del espectáculo.
Hace treinta días, después de una semana de encierro, fui deportado a Perú, y acá estoy de nuevo, rezando para que esta vez mi condena no sea de un mes.

Malabareando junto a Pichi en Quito


Cierro los ojos e intento visualizar la esbelta figura de la paciencia, pero no recuerdo ni el aroma de su piel. Aquello que tanto temía nuevamente aconteció, y me duele mucho la indiferencia de quién nos atrapó en éste corral. ¿Es éste el precio de mi libertad?
¿Cuál es el daño moral que le genera un simple malabarista a una nación?

Antes de finalizar el segundo día los parientes de un preso ecuatoriano nos regalaron las sobras de una ración de comida para compartir entre los dos ( arroz blanco, pollo y pan ); después de relatarles nuestra situación a través de los barrotes de la puerta. Ya nos estábamos saturando de tragar tanta saliva. Me doy cuenta lo increiblemente frágil que es el hilo que sostiene la cordura.
Quisiera reventar la puerta y correr desnudo un mes entero por Nicaragua, o atravesar el grosor del metal con la intensidad de un trueno. Sin embargo, no consigo hacerlo. No consigo hacer nada.
Cerrar los ojos y respirar profundo, sigue siendo la mejor opción.

Al tercer día nos mudan de celda, previa incursión al baño. Mi vejiga está que explota. Descargamos todos los detenidos juntos, un termotanque de orín. El olor a culo del pabellón es contundente. ¿Y la ducha? una ilusión.
Se suman dos colombianos a la habitación del pánico. Jóvenes, delgados, miradas esquivas. Prefieren no conversar.
Continua el frío en la sierra ecuatoriana, y también la falta de abrigo. Otra vez a rasgar con fervor un colchón. Por suerte hay suficientes para que descansemos por separado.
Nuevamente nos alimentan las donaciones de los parientes de los reos. Nadie sonríe, nadie llora.
Hay una pequeña ventana casi al rás del techo. Hacemos turnos para contemplar la lluvia y la gris atmósfera de la ciudad.
Cerrar los ojos y respirar profundo, continúa siendo la mejor opción.

Al cuarto día abren la puerta de todas las celdas. Litros de orina amarillenta caen en forma de cascada en los mingitorios nuevamente. Suspiros de alivio. Una alegría seca y perseverante flota en el aire.
Somos más de quince en ese gran pabellón de cinco celdas de hombres silenciosos.
Cierran la reja general, entonces todos corremos a la única celda que posee un televisor. Es la jaula de quienes esperan para ir a la grande. Allí hay ropa de cama propia de cada preso; bolsas con restos de bandejas y recipientes descartables, y unas tres camas cuchetas.
El televisor sólo sintoniza los canales de aire, aunque a nadie le interesa. Por un momento me percato que estamos hipnotizados por un artefacto ruidosamente luminoso que nos ayuda a olvidar nuestra actual condición de encierro. Agradezco por eso.
Pasan las horas y justo cuando el barco se hunde y esta finalizando Titanic, ingresan tres policías agrios al pabellón y nos dispersan. Cada pajarito de regreso a su jaula. Al igual que el legendario barco, me hundo de melancolía en un mar de pena.
Antes de apagar la luz para irnos a dormir, llega un nuevo compañero a la celda internacional. Un profesor universitario de Norteamérica. Es adulto pero tiene actitud de anciano. Otra mancha de humedad en la pared.

Al día siguiente converso con el gringo en su lengua materna. Afirma ser profesor de inglés y no hablar español. Detalle enigmático y contradictorio. ¿Cómo alguien puede enseñar una lengua y si no comprende la otra? Raro, allí dentro, absolutamente todo es raro.
De todas formas continúo conversando con él para ocupar el tiempo. Es un hombre de cinco décadas, refinado, estatura media, pero de mirada ajena. Al igual que el resto opta por no hablar demasiado. Ambos callamos. Continúa el silencio y la incertidumbre de no saber cuándo nos van a soltar lastima. La herida invisible arde por dentro. Siento como me estalla el cerebro. Puteo al forro que inventó el sistema penitenciario.

Estoy flaco, sucio y abandonado.

Aguantar el hambre se hace un poco más soportable. No ir al baño cuando uno lo desea también. Adapatabilidad en aumento. De todas maneras la situación continúa siendo una mierda.
Ahora somos cinco aguardando para observar por esa pequeña ventana, una molécula del mundo externo.
Nuevamente chupamos los huesos de pollo que alguien almorzó, comemos algo de arroz blanco y más pan. Con agua y gaseosa, desatoramos la cañería corporal.
Antes de caer la noche, el norteamericano recibe la visita de su abogado. Conversan en inglés. Llego a comprender que lo acusan de abuso sexual por parte de una alumna. Me da un poco de asco ese hombre disfrazado de humano elegante y formal.
Cerrar los ojos y respirar profundo sigue siendo la mejor opción.

Nuevo día. Por la mañana dos policías retiran de la celda a los colombianos y por los pasillos se libera una brisa de felicidad. Una hora más tarde llega nuestro turno. Saltamos de alegría con David. Nos van a deportar a Perú, pero ese sinceramente nos da igual. Que nos suelten en China o en Camerún, nos da igual. Libertad, amada y preciada libertad al fin volvemos a tus brazos.
Caminar, correr, sentir el sol, el viento, poder comer cuando uno tiene hambre, elegir que comer, estar abrigado cuando hace frío, son cuestiones simples. Gracias al encierro las comienzo realmente a valorar.

Nos retiran de la celda, y nos trasladan en un móvil policial. Al gringo nadie le dice ni chau. Firmamos algunas planillas protocolares en la comisaria antes de retirar nuestras pertenencias del hospedaje donde estábamos alojados previamente. Todo sucede demasiado rápido. Nos llevan sin garfios de metal. Efectivamente nuestro próximo destino es la frontera con Perú.
Antes de salir de la ciudad, detuvieron la camioneta y uno de los tres policías compró un tamal de maíz para cada uno y una gaseosa. Comimos a un costado de la ruta, como si fuéramos amigos de toda la vida. Encienden el motor, y el conductor no deja de pisar el acelerador hasta la frontera.
En el camino a través del vidrio de la camioneta, en el departamento de Machala, volví a apreciar la mayor plantación de bananas del mundo. Un auténtico monumento al potasio. Me siento un tipo afortunado al poder estar ahí.

Los vaivenes de la ruta me despiertan una tormentosa náusea. Me aturde una horrible sensación de malestar. Otra vez mi cerebro esta cerca de la implosión. Respiro profundo y dejo caer los párpados. No llega la calma, sin embargo la situación mejora considerablemente. Entonces para ayudar a pasar el rato converso con los uniformados. El policía que maneja es de alto rango, y nos pide perdón por el maltrato que recibimos en el centro de detención. Le agradecemos su compasión tardía, mientras nos relata su pasión por las riñas de gallos, contento de haber ganado doscientos dólares el fin de semana que aconteció. Tales riñas son ilegales. No sé si putear o rezar un Ave María. Pienso un poco e ignoro las dos.

Llegamos a destino. Aduana ecuatoriana. Más papeles de por medio para confirmar la deportación. Día 22 de Mayo del 2012. Sello, firma y otra vez a la camioneta.
Atracamos en Perú. Más papeles de por medio, ahora para habilitarnos el ingreso al país. David no tiene documentos, entonces lo demoran en un cuarto privado. A mí me dan diez días para salir del país. Los policías ecuatorianos emprenden la retirada, y no hay abrazos de consuelo. Me quedo sólo, masajeando con sudor unas monedas en el bolsillo, ansioso por salir de ahí.
Quince minutos más tarde, aparece mi parcero. Estamos en Perú, Aguas Verdes, nuevamente a la deriva. David se ríe y chocamos palmas.

Pasan los horas, el desconcierto. La caída al mundo libre es una colisión inexplicable. Atardece y estamos tan aturdidos que no hacemos nada. Nada más que observar un mapa para ver en que dirección vamos a avanzar. Nos sentamos a cenar afuera de la casa de una doña, a cien metros del puesto policial, frente a una cancha de fútbol, donde están jugando un partido.
Brindamos por la libertad bebiendo Inka cola.

Aterriza la noche. Antes de cancelar la cuenta, probando un delicioso plato de comida casera, dos personas en moto con armas en las manos abren fuego en dirección a la cancha de fútbol. Estalla pólvora en el aire.
Instantáneamente bajamos la cabeza, y más de uno se entierra de jeta en el piso, tragando tierra y pavor.
La moto rápidamente acelera su andar, y los jugadores cuál cucarachas de una grasienta cocina, desaparecen de la zona iluminada. Al parecer nadie recibió ningún impacto de proyectil. Falsa alarma. Cosa de todos los días, afirma la doña. Cancelamos la cuenta. Regresamos al puesto policial bajo la oscuridad de la noche, donde ya no hay nadie, y rodeados de anónimos demonios, cautelosamente en un rinconcito de cemento nos fuimos a dormir.


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