Preludio de un viaje en bicicleta

Me desperté esa mañana de febrero en Montañita con una tristeza de invierno atorándome el pecho. Estaba aturdido. Sólo podía escuchar una voz en mi cabeza que me obligaba a irme de ese lugar. Mi plan era conseguir una bicicleta en la costa sur de Ecuador, en Manglaralto, donde justamente me encontraba, para pedalear desde allí hasta Colombia por la ruta del sol ecuatoriana. sin tiempo ni afán.

No había conversado hasta el momento con ningún cicloviajero, ni se me cruzó por la cabeza averiguar en internet que equipamento era recomendable cargar. Llevaba quince meses viajando a pie, a dedo y en barco, y en todo ese tiempo siempre había sido guiado por la intuición y en ciertos casos, por los consejos de otros viajeros, que no siempre eran muy buenos. Transportaba lo más básico en la espalda, para poder sobrevivir y no caer en el abandono total.
Cómo iba a llevar los bagajes, qué herramientas debía cargar o cuál era el entrenamiento físico necesario para salir a la ruta no me importaba. Tenía fe en poder resolver las dificultades en el momento que se presentaran y que de a poco me iba a adaptar al ejercicio constante.
Nuevamente una voz interior me exigía un cambio. Ésta vez avanzar dependería de mi esfuerzo y no del impulso de un motor. El ritmo del viaje sería más lento, a una velocidad más natural, de cara al viento y en completa soledad.

El plan inicial había fracasado cuando no logre comprar la bicicleta en Manglaralto, porque no había ninguna que se ajustara a mi bajo presupuesto, en la única bicicletería del pueblo. Entonces caminé hasta Montañita, a tan sólo unos kilómetros al norte de allí. Algo en mí me anunciaba que las cosas se iban a poner complicadas, pero que con paciencia iba a cumplir mi objetivo. Acompañado de ese sentimiento esperanzador levanté mis dos mochilas de Montañita, donde había permanecido una jornada de cuarenta y cinco días de locura y descontrol, y comencé a caminar, pretendiendo dejar esa vida atrás. Pueblo por pueblo, kilómetro a kilómetro, día tras día, con calma y sin apuro.
 Así quedó atrás, Montañita, Olón, Curia y San josé.

Acampando en la playa dentro de una carpa sin varillas, amarraba los extremos a las ramas de los árboles, y cocinando en una diminuta olla, avanzaba solitario con el lento impulso de un caminante. Por fortuna la ruta estaba próxima al mar, mi ducha salada de cada día.
Una noche, cuando ya llevaba una semana caminando, mientras mirada los Simpsons a través de la ventana de una casa familiar, llegué a la conclusión de que mi espalda necesitaba vacaciones. Si continuaba de esa forma mi columna vertebral iba en corto plazo a terminar en ruinas. Entonces abandoné la idea de seguir a pie hasta conseguir una bicicleta, y alcé el dedo pulgar para llegar más pronto a la próxima ciudad.
Ascendí y descendí de varios vehículos hasta que un hombre me dejó en la entrada de San Mateo, a doce kilómetros de Manta, estado de Manabí.

Había permanecido un mes en ese pueblo tiempo atrás, viviendo con otros nómades en comunidad. Conocí durante ese periodo a Jesús, un pescador alcohólico que me esperaba de abrazos abiertos. El pueblo estaba emplazado entre un enorme barranco y el mar, poblado de viviendas humildes y gente sencilla que en su mayoría vive de la pesca artesanal.
Llegué hasta el hogar de Jesús, quién me recibió muy felíz. Dejé mis mochilas en una habitación y antes de dar muchas explicaciones, comimos un par de cucharadas de ceviche y acompañe al hombre de bigote con panza de embarazo, y a su hijo Stalin hasta el muelle, cargando unos bidones de gasolina. Tenía el estómago aún vacío de no haber comido absolutamente nada durante el día. Degustar el ceviche me abrió aún más el apetito.
Quince minutos más tarde, en pleno atardecer, me encontraba sentado arriba de una embarcación con rumbo al mar, en busca de carnada para realizar una pesca posterior de tres días. Ésta era otra de esas situaciones en las que me envolvía inesperadamente sin saber como carajos terminé allí y sin preocuparme siquiera en resolver los asuntos más básicos, como comer.
De a poco nos fuimos alejando de la costa rompiendo las olas, impulsados por la furia del motor. Jesús sonreía, mientras piloteaba la nave. Me convidaba una vez más a ser parte de su mundo.
Estabamos acompañados de dos barquitos de madera, y éramos varias personas soltando, una vez caída la noche, cientos de metros de red al agua. En los extremos de las redes iban sujetadas unas lámparas fotosensibles. Se encendían cada vez que las embarcaciones se alejaban, y quedaban expuestas a la total oscuridad. Minutos más tarde prendían el motor nuevamente y lentamente regresaban las redes a las embarcaciones con decenas de peces atrapados en las mismas. Todo trabajo manual. Mi tarea era la de contabilizar los peces extraídos, intentando no vomitar del mareo.
La misma actividad la repetimos varias veces hasta que contabilice quinientos peces, bajo una garúa fina que nos mojaba con cariño, sintiendo además, un hambre infernal. A esa altura mi mente ya estaba con intenciones de devorar los peses crudos de un mordisco. Pero me tranquilicé y el umbral del hambre volvió a esfumarse. No había comida en la embarcación, sólo gaseosa para beber.
Regresamos a tierra firme, a las cuatro de la mañana. Estábamos tan cansados que dormir fue nuestro mayor deseo. Me temblaba el cuerpo del agotamiento.

Al siguiente día comenzó la rutina: madrugar, desayunar arroz con pescado frito, hacer dedo hasta Manta que se encontraba a 12 kilómetros, averiguar por bicicletas usadas, hacer malabares en algún semáforo y retornar a San Mateo, para merendar las sobras del arroz con otro pescado frito.
Entre esos parámetros sucedieron cinco días prácticamente parecidos, hasta que un día, quién me llevó hasta Manta fue un griego que decidió venderme una de sus bicicletas por el valor de cincuenta dolares. Tenía sesenta en el bolsillo, así que acepté el negocio. Cuando desparramé el dinero en monedas arriba de una mesa de su hogar, su rostro cambió de expresión. Sorprendido al saber que ése era todo mi capital, me obsequió una cámara de repuesto y me dió un fuerte abrazo de aliento. Más tarde fuí hasta un semáforo para presentar mi número de malabares. Cuando junté algunos dólares más, visité el mercado municipal, donde conseguí otra olla de aluminio a buen precio, un portaequipajes de dudosa calidad y dos cajones de madera. Luego retorné completamente feliz, pedaleando hasta San Mateo.
Cuando llevaba hecho la mitad del camino, o sea unos seis kilómetros, la tuerca de la pedalera izquierda voló por los aires, mostrándome las verdaderas condiciones en las cuales estaba esa bicicleta. La arreglé provisoriamente y segui contento por la ruta.


Aquellos días habían sido devastadores en muchas regiones de Ecuador. Las lluvias arrasadoras sumaban varios muertos y una cantidad innumerable de damnificados, en diversos pueblos y ciudades. Pero mi emoción era mayor que el miedo,  entonces un día por la mañana le di comienzo a mi nueva aventura, luego de agradecer a la familia de Jesús por aquella precipitosa semana que compartimos juntos.

Sin inflador, parches, ni pegamento. Sin ropa de ciclismo,y sobretodo sin entrenamiento previo, ni mucho conocimiento en reparación de bicicletas, me solté a pedalear con todas mis pertenencias a la ruta, algún día de marzo del año 2013. Sin darme cuenta estaba haciendo real, un sueño.

Una viborita en el camino


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