Llanto de bicicleta

    En Pasto todo marchó muy bien, pero como me lo imaginaba, cada vez que abandono una ciudad quedo expuesto a la total incertidumbre de mi destino y es allí, donde comienzan las aventuras.
    8:00 a.m fué la hora exácta en que desperté dentro del cuartel, sin tener un reloj para programarlo. Desarmé la cama improvisada que había confeccionado profesionalmente cinco días atrás dentro de uno de los camiones de los Bomberos Voluntarios, donde dormí toda la semana refugiado de las precipitaciones y las bajas temperaturas. Armé el equipaje sobre la bicicleta, desayuné banana con avena y busqué un semáforo. Luego de juntar algunos pesos haciendo malabares con las clavas emprendí rumbo a la ruta.


Las primeros diez kilómetros requirieron un gran esfuerzo. El ascenso inmortal de la sierra colombiana impulsó a mis piernas a caminar. Por momentos detenía el andar para contemplar el paisaje de montañas arboladas, cascadas y viviendas antiguas. Hasta que al fin del ascenso una estatua rutera de la Virgen María me chocó los cinco. Me detuve para abrigarme con todos los trapos que cargaba encima y me entregué a la adrenalina de la pendiente.

Con una velocidad y un aspecto de nave extraterrestre descendí por las curvas constantes y cerradas del valle hasta visualizar la Laguna Cocha. El paisaje atrajo a mi mente recuerdos de montañas pasadas, de lejanas regiones y habitantes que ya perecieron.
El frío que se siente a esas velocidades y a esas latitudes del globo es imposible de describir con exactitud. Todas mis articulaciones quedaron entumecidas, como si fuera un eletrodoméstico oxidado completamente fuera de servicio.



Al ingresar al pueblo El encano, me rendí al aroma de seducción de una panadería. Las monedas que guardaba en el bolsillo también estaban heladas. Ni el sol seco de la cordillera que es más fuerte que un litro de vodka puro, conseguía entibiar mi cuerpo.

Al comprender la situación, una empleada del local me obsequió una taza de café con leche bien caliente. Recién después de beber por completo la dosis de cafeína regresé a mi temperatura normal. Minutos más tarde decidí continuar mi camino, otros diez kilómetros en ascenso.

    Esta vez detuve el andar a mitad del trayecto para echarme al pasto a descansar y observar el valle y su deslumbrante encanto desde el interior de un campo sin cultivos. Vibraba por mis venas tanta paz y serenidad que el tiempo parecía deternerse entre el nudo de las agujas. Y en ese escenario me perdí, como si nada mejor ni más sublime me pudiera estar sucediendo en ese momento de mi existencia.

 Cuando entre en razón, el sol ya estaba desapareciendo y quedaban pocos minutos de luz. Apresuré el paso y segui ascendiendo. A mi alrededor, dentro de las viviendas campesinas y fuera de ellas había niños bailando, niños practicando artes marciales con varas de madera, niños sonriendo sin la supervisión de sus padres entre cultivos y naturaleza.
Avancé montaña arriba, en ruta ya de tierra.
    De repente uno de los caños del portaequipajes se quebró. No lo podía creer. Mis brazos y mis piernas estaban dando el último gran esfuerzo del día. No era momento para que sucediera algo así.
    Entre nudos y dobleces con alambre y soga amarré el portaequipajes como pude. Dejé ropa y otros insumos innecesarios en la ruta para aliviar el peso. Entraba con cautela la noche, en la montaña desierta. Horas sin ver vehículos en el camino. Tragué en silencio los primeros cien gramos de desesperación. La neblina se hacía a cada paso más espesa y mi fuerza estaba funcionando con el tanque en estado de reserva.

    Caminé, y caminé, sudando líquido frío. Las últimas viviendas habían quedado atrás hacía mucho tiempo.

En medio de la oscuridad, entre una vegetación de montaña cerrada y una ruta de piedra suelta, el rocío de la neblina sin notarlo me comenzó a mojar. Mi visión, a medida que ascendía iba disminuyendo. Los relámpagos del cielo me hacían temblar.

Donde estaba? Cuanto faltaba para hallar un refugio? Y qué si llovía?

    Mi cuerpo estaba denso y pesado como un costal de plomo. Segui caminando como pude, por esa ruta angosta, por momentos escarpada y de un sólo carril. El barro del suelo y las piedras dificultaban mi esperanza de dormir en un lugar seco y plano. Bebí otros doscientos gramos más de impaciencia.



    Hasta que vi algo, algo más que árboles y neblina. Otra capilla a un costado de la ruta. Fugazmente me escabullí como si fuera un felino que escapa del agua, hasta allí dentro. Esa era mi salvación, la capilla de la Virgen del Socorro. El espacio era reducido, elaborado con cemento y piedra, y tenía un aspecto terrorífico, por sus velas y vidrios rotos desparramados por el suelo. Era como el nicho de un cementerio profanado y sin féretro.
    Con dos velas intenté secar la ropa húmeda que traía puesta, durante largos minutos de impaciencia. El mosquitero lo utilicé para sellar los huecos de los vidrios rotos de la entrada. Las horas pasaban lentamente cortándome la piel como astillas de cristal. El frío era insoportable, Todo mi equipaje estaba húmedo por desgracia. El viento ingresaba enloquecido llevándose de rehén a mi ánimo de encontrar una solución. El suelo era una masa uniforme de hielo, en mi mente.
    Mi último destello de razón, en medio del caos, fué utilizar las ultimas velas que restaban como si fueran una hoguera. Sentado en el piso, envuelto en la bolsa de dormir con las velas encendidas entre las piernas, almacené algo de calor. Calor que mi cuerpo absorbía desesperadamente, regalándome bocanadas de alivio.
    La noche dió su último suspiro en el páramo, entonces renació el sol. Alcé la mirada fuera de la bolsa de dormir y admití que me mantuve en estado de vigilia, allí quieto en silencio, respirando con calma una vez dominada mi tormenta mental, durante toda la noche.
Otra vez había llegado al límite, física y psicológicamente. Otra oportunidad para volver a estar vivo. 

"Era una estrella fugáz perdida en el manto oscuro
 de una galaxia distante. 
Mi cuerpo estaba tieso como un bloque de hielo, 
en un lapso de tiempo interminable, 
y aún así no me enfermé. 
Una misteriosa fuerza descendía por algún canal, 
la energía suficiente para matenerme vivo y cuerdo".

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