Al mismo instante en que una bebida refrigerante helada es destapada en Europa,
miles de niños perecen de sed a tan sólo algunos kilómetros al sur del Mediterráneo.
¿De cuál Dios es la culpa?
¿Bajo qué objetivo ejercemos el virtuoso libre albedrío que nos fué concedido?
¿Estamos actuando con amor o con egoísmo?
Aunque eliminemos la idea de la existencia de un Dios,
el resultado es el mismo.
Con o sin culpa,
con o sin responsabilidad,
morir
sigue siendo nuestra única certeza.
Pretendemos la eternidad
destruyendo más de lo que producimos
o creamos.
Pretendemos la eternidad
como un acto de soberbia
al creernos superiores a las otras especies.
Pretendemos la eternidad
siendo partícipes
o cómplices
de la maquinaria de la muerte.
Pretendemos la eternidad
cada vez que postergamos la realización de nuestros deseos
en la cobarde posición de
"no soy capáz".
Pretendemos la eternidad
cada vez que derrochamos la facultad
de aprovechar
el sagrado tiempo.
Gracias a la certeza de la muerte personal
le damos sentido a nuestra vida,
y trabajamos,
y producimos,
y amamos
y jugamos
y nos reproducimos
sobre una delgada línea de tiempo,
sabiendo que la obra finaliza
indefectiblemente con la muerte del protagonista
bajo el peso del discreto telón,
y de sus cenizas
quedará la esperanza
que el día de mañana
inicie una nueva función.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario