Sus rasgos faciales eran sin
dudas de otro planeta, o quizás de otra época, de algún tiempo donde aún no
existían licuadoras eléctricas, más que en la imaginación de algún soñador.
Miguel era delgado como tronco de ficus y llevaba el cabello grisáceo, largo y
amarrado con un elástico. Estaba pulcro como la conciencia de un santo, y
cargaba como única pertenencia una mochila mediana en su espalda. Vestía una
camiseta manga corta, unos pantalones jeans clásicos y un par de zapatos para
hacer largas caminatas. Lo más peculiar en sí, no era su fisonomía o su clásica
forma de vestir, sino el hecho de que residía en la calle y dormía afuera de la
Iglesia católica de La Victoria hacía trece años. Era en lo personal el linyera
más elegante y refinado que había conocido a lo largo de mi recorrido por Sudamérica.
De hecho si él no se hubiera acercado a conversar con nosotros, jamás hubiera
imaginado que vivía en la calle.
La casa de Miguel |
Estábamos esa mañana en la plaza
del centro de La Victoria, una ciudad que está emplazada a menos de cien
kilómetros de la capital venezolana. Una ciudad industrial como muchas otras.
Miguel llegó caminando e iniciamos la conexión. Él era oriundo de Caracas, y se
crió en una familia pudiente. Sin embargo en una etapa de su vida, carente de
sentido hasta el momento, había tomado la firme determinación de iniciar una
vida callejera como herramienta para dedicarle el cien por ciento de sus días y
de su tiempo a un camino espiritual. Había escuchado un extraño llamado, sin
embargo decidió obedecerle. Sin comprometerse con ningún templo religioso abría
sus puertas a la interacción con cualquier humano que precisaré compañía, una
oración o un consejo de apoyo. A veces dentro de los colectivos urbanos
predicaba aquello que había aprendido, a cambio de un abrazo, una sonrisa o una
moneda. Otras veces sólo contemplaba las maravillas que sucedían a su
alrededor. Al hablar uno notaba fehacientemente que la calma habitaba en los
bolsillos de su pantalón.
Miguel elegía de esa forma un
camino no muy diferente al cuál tomaron ciertos maestros espirituales como San
francisco de Asís, Jesús el nazareno, o Siddhartha Gautama. Él alimentaría
almas, y recibiría a cambio el alimento para su cuerpo en forma de donación.
Al inicio del año 2014 el barril
de petróleo había caído porcentualmente y un país que depende de la venta de
hidrocarburos y los petrodólares para importar alimentos, con semejante cambio
estaba en situación de emergencia, por lo tanto conseguir alimentos no era algo
tan fácil. Largas hileras de personas como si fueran hormigas en reposo, debían
aguardar cada día afuera de los mercados durante horas para conseguir quizás
dos paquetes de harina de maíz, o un litro de aceite. Lo mismo sucedía con las
bombonas (garrafas) de gas y otros insumos básicos y necesarios para el consumo
diario en las ciudades. Hasta ese entonces cargar el tanque de cualquier
automóvil costaba menos de un dólar (un centavo por litro), siendo siempre
mayor el dinero que se dejaba de propina a los empleados que el que se gastaba
para la carga. Lamentablemente el petróleo no se puede comer, pese a su
abundancia en esas tierras.
En el 2011 Venezuela llegó a ser
el país con la mayor reserva petrolífera del mundo y de aquellos que más
exportaba tanto crudo como hidrocarburos. A partir del 2014 la producción
comenzó a caer en picada. Más de dos docenas de funcionarios ejecutivos de
PDVSA, la petrolera estatal venezolana cuál llegó a ser la segunda empresa con
mayores ganancias de Latinoamérica, fueron arrestados por corrupción. Estaban relacionados
con la alteración de cifras de la producción de crudo, causando daños
patrimoniales de más de mil millones de dólares. Cómo para tener una idea de la
situación que se estaba viviendo y la influencia económica de los honorables
ladrones de guante blanco.
En un momento dado, estábamos con
Marita y Miguel sentados formando un círculo en la grama sombreada de la plaza,
sonriendo. Nuestras bicicletas descansaban a un costado, mientras conversábamos
plácidamente en el espacio público, y sin darnos cuenta habían transcurrido cuatro horas de charla. Ya era
más de mediodía, y nuestros estómagos comenzaban a exigir algún alimento de
forma exhaustiva. Éste hombre solía ser invitado a almorzar en la casa de
alguna familia a la cuál predicaba, entonces acordamos un reencuentro en el
mismo lugar a las tres de la tarde, para seguir compartiendo experiencias,
creencias y pensamientos.
Él nos recomendó antes, visitar
la Plaza de Toros. Ésta al igual que otros santuarios erguidos en homenaje a la
muerte de la compasión humana, había dejado de ser manchada de sangre inocente
por diversión, mudando su nueva función a Plaza de Todos o Nuevo Circo, un
centro cultural abierto a toda la comunidad.
Plaza de Todos |
Arepas a la parrilla |
A pocas cuadras levantaba sus grandes muros circulares el predio
municipal libre de toros, o de toros libres mejor dicho. Entonces acudimos
allí. Golpeamos el portón, gritamos con énfasis hasta que nos rendimos al no
recibir respuesta alguna. Almorzamos un plato sencillo en un bar cercano y
justo cuando salimos de aquel sitio ruidoso con aroma a eterna resaca, apareció
uno de los encargados del centro cultural. Un tal Cosme. Al ver las bicicletas
cargadas de equipaje nos ofreció un lugar cubierto para acampar en la
gigantesca plaza. Regresamos acompañados e instalamos la carpa entre los muros
bañados de graffitis coloridos y las monumentales escalinatas para el público
de las antiguas toreadas. Un camping municipal totalmente excéntrico.
Uno de los recintos que
funcionaba en el pasado como corral de toros era la ducha. Los otros estaban
desocupados. Había una pequeña huerta cultivada en un antiguo pasillo. Sillones
y bancos rescatados de la basura y una parrilla incrustada dentro de un tarro
de combustible completaban los enseres de la funcional cocina comedor. El
dormitorio de Cosme era la caja cerrada de una camioneta que no tenía motor.
Fushi, otro de los personajes que allí dormía, había improvisado su cuarto
arriba de las ex boleterías con mobiliario también proveniente de la calle. Eran
gente sencilla adaptada a la situación del país.
El tiempo agitó de un exabrupto
las agujas del reloj y de repente eran las tres de la tarde. Apartamos las
bicicletas a un costado de la carpa y con la velocidad de un delfín en mar
abierto encaramos la plaza, al reencuentro del profeta linyera.
Eran casi las cuatro de la tarde
cuando de lejos vimos llegar con una enorme bolsa en la cabeza y un rostro
jovial a nuestro amigo Miguel. Ya había almorzado y aquello que cargaba eran
kilos de alimentos no perecederos (arroz, legumbres, fideos, harinas, etc).
Como él habitaba en la calle y no tenía donde cocinar, nos donaba esa abundante
y gloriosa bolsa, haciéndonos recordar que estábamos en época donde abastecerse
resultaba una tarea sumamente cansadora. Sin dudas, aquel hombre humilde estaba
efectuando una gran y anónima obra en su camino.
Miguel había sido parte de la Plaza
de Todos, pero por motivos ideológicos se había exiliado de allí, ya que todos
lo consideraban un loco. Y no cabía dudas, Miguel era algo extraordinario, un
individuo que sobresalía de la masa uniforme, no por su locura aparente, sino
por su gran corazón. No con todo el mundo lograba esparcir sus semillas de
amor, porque el materialismo, la vanidad y la envidia son los maquillajes que
más nos agradan usar en la sociedad, aún sin darnos cuenta, y éste ser con su
grandiosa paciencia y bondad demostraba en hechos sus sentimientos y maneras de
pensar. Algo que muchas veces genera desconcierto, ya que al ver reflejadas
nuestras faltas y nuestros errores en la impecabilidad del otro, podemos llegar
cometer inconscientemente actos de humillación y rechazo a quién nos está
brindando una mano. Sólo basta con recordar la crucifixión de un gran maestro
hace más de dos mil años en Oriente Medio, que por compasivo y sincero lo
mataron.
Al no necesitar casi nada material
para vivir y poner su alma en sacrificio y en sintonía con sus inquebrantables
creencias, Miguel había desarrollado una potente fuerza interior que lo llevaba
a vivir alegre cada día sanando la ceguera ajena,. Me hacía recordar una de las
leyes supremas: "ama a tu prójimo como a ti mismo" y "no hagas a
los otros aquello que no te gusta que te hagan a ti". Premisas tan simples
y tan básicas que a todos nos gusta olvidar.
Comimos unos fideos crudos a modo de caramelos con un poco de queso,
mientras continuamos conversando en frente de la Iglesia, a donde él
verdaderamente no le agradaba ingresar. Miguel estaría rondando los cuarenta
años de vida, sin embargo su claridad mental y espiritual no tenían métrica.
Cuando el sol cayó rendido al atardecer, nos acompaño hasta la puerta de la
Plaza de Todos. Nos levantó inesperadamente del suelo a cada uno de un enérgico
abrazo, agradeció nuestra compañía realizando algunos mudras orientales, y
nosotros la de él. Más tarde se fue y pese a que nos quedamos una semana en
dicha ciudad y de haber pasado por la Iglesia en más de una oportunidad, nunca
más lo volvimos a ver. Haberlo conocido de todas formas, me quebró la mente.
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