Todo rima con Lima

Costa limeña, vista desde Barranco

No sé si era el exceso de gente que como hormigas desfilaban entre muros de vidrio y concreto, y comenzaba a sentir una claustrofóbica asfixia; o si la velocidad estrepitosa que demanda la ciudad para su adaptación estaba siendo demasiado elevada; o si mi madurez incompleta para generar cada día dinero en la calle necesitaba un descanso; o si sencillamente había cumplido un ciclo de vagabundeo en la infinita inmensidad de  Lima, la capital del Perú. Lo cierto es que había decidido irme, esta vez en compañía de dos limeñas y un loquito de Argentina al cuál llamaba Gambito.
Sin conocer la geografía peruana en lo más mínimo, y bajo la idea de Stefhany de conocer Huaráz, procuramos un terminal de colectivos para irnos de allí.

Era febrero y aún los rayos incandescentes del sol nos permitían cubrir el cuerpo con muy poca ropa, e ir a contemplar el crepúsculo a la playa. Si bien Lima creció al límite del mar Pacífico, sobre las costas del Río Rímac, sus balnearios además de ser pedregosos estaban hechos un asco ambiental. Esa inescrupulosa costumbre organizada estratégicamente, de arrojar los desechos humanos hacia los ríos y las aguas abiertas del mar, deja al descubierto la indiferencia hacia la naturaleza de quienes gobiernan.

Plaza de armas

Aquel día bien temprano los reunimos los cuatro con el mismo objetivo, salir de la capital. Y no fue hasta el atardecer, utilizando el saturado transporte público de colectivos que aterrizamos en una terminal. El hall de la misma se encontraba rebalsado de hombrecitos inquietos, que oficiando de jaladores, persuadían a los potenciales pasajeros a que elijan la empresa para la cual trabajaban, para viajar. Algunos pasajeros, sobre todo los solitarios, eran literalmente sostenidos para ambos brazos, siendo el campo de batalla donde dos empresas disputaban su hegemonía. Un atosigamiento total. Pues claro, en Perú los boletos no tienen donde las empresas un precio declarado, todo se regatea con argumento comercial e insistencia.

Confuso de tanto griterío estaba el panorama que nos esperaba. Hicimos un bulto común de mochilas en un rincón, y con Stefhany llenamos los fuelles pulmonares de oxígeno y nos sumergimos deliberadamente en la muchedumbre peruana indagando el precio del boleto más económico. Luego de demostrar y explicar nuestro escaso presupuesto, que no era ni la mitad de lo que ellos exigían, un jalador pareció torcer el brazo. Nos hizo esperar afuera de un colectivo, hasta recibir la aprobación del chofer.

Con la mochila en mano contemplamos como iba paulatinamente llenándose el vehículo de bultos raros, grandes e indescifrables, y personas. Cuando ya no quedaron más asientos prosiguieron ocupando el extenso pasillo. Un gallinero humano, compacto y reducido. ¿Y nosotros Pe? - le preguntamos algo preocupados al jalador. Un leve movimiento de quijada fue suficiente para comprender que había llegado nuestro turno. Pasaron primero las chicas, ascendiendo por la escalera, haciéndose un lugarcito en el congestionamiento humano. Pero cuando intenta Gambito subir, lo detiene un el brazo de una barrera de piel y huesos. El colectivo era una bomba de tiempo a punto de explotar. Ya no cabía ni un alfiler. Entonces por lo bajo, el jalador nos da una noticia esperanzadora, aún queda lugar en el portaequipajes. Nos miramos con Gambito, y si, a esa altura no entrabamos ni de suplentes, pero no perdíamos la fe de jugar ese partido. Encima comenzaba a refrescar entre tanta indecisión. Así que despachamos nuestras mochilas sobre el monte de equipajes, y nos abrió un compartimiento contiguo. Si señor, íbamos a viajar en un cubo de metal del mismo área que ocupa una mesa de comedor familiar . Al tamaño ínfimo de la capsula había que imaginarla a oscuras y en movimiento. Nada apto para asmáticos, claustrofóbicos o gente racional. Sin saber si reír o llorar ocupamos el espacio diminuto como pudimos. Sin hacer demasiado ruido para que nadie se entere de tal negligente situación. Una vez dentro, la puerta quedo cerrada de afuera, y en ese silencio cavernal quedamos en plena oscuridad. Nuestro vecino, el motor, una vez encendido le dió inicio a la extensa jornada,que sin saberlo en aquel momento, iría en dirección a las montañas de Huaráz.

Reímos mucho los primeros kilómetros por estar viviendo un momento tal surreal. ¿Por cuál razón estábamos viajando adentro del portaequipajes de un colectivo en Perú sin tener noción a donde nos dirigíamos? ¿Qué me llevaba a normalizar siempre situaciones tan raras? Quién sabe.

Aunque la rigidez del metal era estrictamente incómoda, era el progresivo frío aquello que nos taladraba el encéfalo al pensar que ninguno de los dos había tomado la precaución de llevar un abrigo. Conversábamos de cualquier cosa para que la distracción mental disminuyera el entumecimiento del cuerpo. Pero no había forma de escapar, trascurrían los minutos, las horas, y era pertinente abrazarse. ¿Había acaso otra alternativa? Abrazarse no por sentir cariño espontáneo en ese momento de intimidad, sino para conservar y multiplicar el poco calor que traíamos almacenado. Ahora si que estábamos pisando el palito. A mi cuerpo lo rodeaban los brazos tatuados, con siniestras calaveras y patinetas, de un punk marplatense, y una voz ronca que no renunciaba a maldecir a las madres de todo el planeta. Gambito tenía una gran habilidad para perder monumentalmente los estribos. Con la misma demencia en que un barrabrava de Chacarita se defendería de la fuerza policial en un aprieto, mi osito de peluche punk de improvisto inició una brutal descarga de ira y desesperación, pateando y golpeando a mano abierta las chapas que ineficientemente nos acobijaban. ¿Cuantas horas llevábamos allí encerrados? Ni idea. Tampoco teníamos linterna ni reloj. A los golpes por si fuera poco barullo le añadió  agresiones presidiarias, tales como: "Abran la puerta hijos de puta, nos estamos congelando acá abajo", "quiero salir, no aguanto más" y "Sáquenme de acá ya". Parecía un convicto recién llegado a la cárcel de Devoto en estado de shock. Con terrible cantaleta el colectivo se detuvo, y al abrir la puerta quedamos estupefactos. El sol daba las primeras luces del alba, iluminando el paisaje. Estábamos en frente a un cordón de montañas con picos nevados. No jodas. Y nosotros como dos locos de neuro psiquiátrico vestíamos a duras penas, remera y pantalón corto. Nos pidieron perdón el chofer y el cobrador por no abrir la puerta antes. Se habían olvidado por completo de nuestra escueta existencia. Temblando como gelatina asustada viajamos envueltos en dos frazadas los últimos kilómetros antes de llegar a Huaráz. La cápsula quedaría atrás, en el pasado como un viejo recuerdo, ahora estábamos próximos a enfrentar la ciudad, nuevamente sin un centavo en los bolsillos y con un frío invernal.


Parque Nacional Pastoruri - Huaráz

Parque Nacional Pastoruri

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