Rápido y furioso


Alecardec mantuvo siempre una vida nómade y dinámica gracias a sus variados oficios mercantilistas, oficios como quién mal dice, del rubro de los hijos de puta. Este Ser resume en una sóla persona al garca ilimitado y sin escrúpulos. El garca sin frenos ni horizontes cercanos, el garca que está siempre dispuesto a pinchar la pelota cuando se aburre del partido, y no se salpica en lo más mínimo con las lágrimas de las mejillas ajenas. 

Alecardec luego de estudiar durante dos años en la Universidad alguna carrera que ya ni recuerda, largó la correa asfixiante del deber familiar. No tuvo la paciencia suficiente como para finalizar sus estudios en la cantidad de años que le exigían. El deseo por la vida fácil, el lujo y la posesión de bellas mujeres eran un impulso mayor al de pertenecer a la sacrificada vida del trabajador estándar, que rara vez llega a cumplir tales sueños superfluos. Incentivado por su inquieto espíritu atorrante buscó otras alternativas. Comenzó comprando y vendiendo piedras semi preciosas, luego piedras preciosas, y más tarde, esculturas sutilmente talladas y cuanto objeto preciado económicamente halló a su paso. Gastó más de lo que ganaba para impresionar y conquistar mentes vanidosas; consumió los más elegantes licores y paseó por las avenidas de Río de Janeiro en vehículos importados en menos de lo que canta un gallo. Acorde tras acorde se iba convirtiendo en un  rocanrol sin destino.

Los días tomaron el aroma enviciado a largas noches y ya no consiguió dormir en paz porque siempre quería más. Llegaron las deudas y las llamadas de auxilio a Papá para desatar el collar de nudos de semejante corbata. Entonces voló lejos del mundo carioca para comercializar whisky falsificado al sur del país con un socio bien vestido y prolíficamente afeitado. Estafaron a cuanto catecúmeno divisaron en su camino y escaparon como perdices al vuelo con los bolsillos colmados de Cruzeiros.
Sin pelos en la lengua llegaron a ingresar tal tipo de cargamento hasta dentro de la finca privada de un alto general del ejército de Porto Alegre. No le temían a nada, ni siquiera a las armas, porque le compartieron el vicio de los placeres mundanos a la Parca a cambio del elixir de la eterna juventud.
Hasta que la sombra aumentó de tamaño tras cinco años de oscuro servicio y le tocó a Alecardec mudar nuevamente de piel como una serpiente, hacía otra ciudad, hacia otra forma de exprimir aún más su alma.

Traficó de un solo viaje treinta kilos de marihuana y salió impune. Más tarde cayó junto a una familia de narcotraficantes bolivianos, para quienes trabajaba de cocinero, con cinco kilos de cocaína y antes de medianoche estaba otra vez en libertad. Cosechó toneladas de enemigos; vomitó incontables festines; recibió un botellazo en la cara de saludo; adquirió un disparo en la pierna como si fuera una mención de honor y una puñalada de cinco centímetros entre las costillas por hacer un mal negocio. Bebió cachaza hasta perder la conciencia dentro de un charco de sangre y continuó, al despertarse en otra fiesta naufragando en una nueva pesadilla etílica.

Durante dos años y medio logró espantar al diablo, siendo dueño de dos puestos de revistas en Santa María. Hacía buena letra con su mano temblorosa de abstinencia, hasta que nuevamente aparecieron las viejas amistades y sus infames propuestas. Cocaína, marihuana, compra y entrega.
Bajo un sol cautivante de algún mes de algún año que no vienen al caso, lo detuvo la policía por poseer un arma sin licencia. De las 790 horas de trabajo comunitario que le asignó el juez, tan solo pagó 310, bebiendo chimarrón a la vera de un río. No había forma de hacerlo pagar por sus crímenes, tenía tatuado en la piel el don de la impunidad. Y como sucede con todo buen artista, su habilidad iba creciendo con la práctica.

Su mente siempre tan creativa le asignaba cambiar de rumbo para estafar en un nuevo rubro, porque como anuncia el refrán "hierba mala nunca muere".
El viento le trajo aromas de amor y se casó, y fue un padre amante de la penumbra de la noche y el ámbito clandestino. ¿Cómo no bailar la danza del de las almas perdidas si en el infierno se encuentran tus mejores amigos y en ese ambiente alucinatorio están permitidos todos los fraudes y todos los delitos?



Entonces bailó en la tarima del engaño y creyó en sus propias mentiras para no perder su papel en el teatro de la farsa inmoral. El desenfreno era el espíritu de su santo, y se había convertido en un fiel adepto incapaz de abandonar ni traicionar el templo.
Pantallas, máscaras y placebos para aplacar la resaca. Alecardec no conseguía quitar de su dieta la bebida. Separaciones, rupturas, mensajes no comprendidos. Cae al piso el vaso y se quiebra la vida como un cristal. Sufre pero no muere, entonces escupe una vasija de agua bendita y pide un deseo. Pero no se cumple, y todo le sale mal. Karma no lo perdona, le pide que pague el peaje. Entonces pierde dinero, pierde su casa, pierde a su familia, queda en la calle hecho ruinas. Hipoteca hasta los cordones de sus zapatillas. Derrumbe en proceso, implosión de la voluntad. Olvido, alcohol, olvido, anhelo de presenciar su propio funeral. Setenta kilos de escombro adentro de una volqueta. Setenta kilos de hueso molido. Setenta kilos de nada. El infierno esta vez arde y el cerebro no le aguanta más.
Proceso completo, indigencia al 100 por ciento.

Transcurren meses de locura extrema. Hasta su propia sombra se harta de él. Esta más sólo que un homofóbico en el desfile del orgullo gay.
Transcurren los meses más zombies de su vida. Es la escoria que el herrero desecha a la basura; es la ceniza que dejó de ser brasa candente y ya no sirve ni para asar un desabrido chapati.  
Transcurren más meses de lo que soporta un calendario y un impulso enigmático le sacude hasta el sótano del alma. Alguien le grita: reconstruí, resetea, apagá y volvé a prender el modem. Entonces consigue dinero prestado, consigue un empleo indecente, consigue un techo húmedo donde descansar.  No le importa trabajar en negro para una lotería clandestina, Alecardec quiere reiniciar. Y lo logra. Se mimetiza de buen ciudadano en el pueblo donde nació. Cobra parte de una herencia, y al igual que Maradona para esa altura de su vida, ya se cree Dios. Es el anticristo resucitado.

Y a ese bicho raro, a ese viejo loco y desenfrenado y en teoría rehabilitado, conocimos en la calle un sábado por la tarde, en Rosario do Sul, casi en la frontera con Uruguay.
Alecardec nos invitó a pasar una noche en su casa, cuando nos vio trabajando en la calle con nuestras artesanías. Un brasilero con el chimarrón debajo del brazo, con cinco décadas a cuestas, contando delirios de adolecente, queriendo brindarnos una mano, no es una oferta fácil de rechazar. Algunas horas más tarde, después de haber pedaleado los últimos dos días y tras dormir con toda la ropa que teníamos puesta para no pasar frío, nos encontrábamos en la casa de Alecardec bebiendo cerveza helada y escuchando un recital de Pink Floyd en un pequeño televisor. Su habitación era más diminuta que la jaula de un cobayo, y en ese pequeño microambiente, vivía hacía ocho años el as del fraude.

Esa noche Alecardec estaba sediento como el conde Drácula en una isla desierta después de naufragar la misma cantidad de años que lleva Mirtha Legrand almorzando preguntas de libreto en televisión. Luego de que varios litros de cerveza le inundaran la mente, sus palabras comenzaron a  hundirse hasta el precipicio de la estupidez. La mirada iba escondiéndose entre las tinieblas de su habitación, riendo sólo a carcajadas. Ahí fue cuando empezó a resultar repugnante su compañía. Y para hacer todo más incompresible aún, debíamos gritarle en portugués al oído para comunicarnos con él, porque estaba más sordo que un sartén sin teflón. Entonces para calmar a su diablo interior le propusimos dar una vuelta, para tomar además de cerveza, un poco de aire y conocer la ciudad. En cinco minutos y al galope, se disfrazó de galán. Camisa de vestir, chaqueta de cuero y sombrero de pana. Era Pasión de Gavilanes con más arrugas que chapa de conventillo. Daba risa verlo en pose de revista.
Todavía no era medianoche y el centro reventaba de jóvenes alcoholizados y vestidos con poca ropa. Abrigados con funk carioca y un frío invernal. 
En el camino a un bar Alecardec ofendió arbitrariamente a una chica que pasaba caminando a nuestro lado, que por tener unos cuantos kilos de más, no se merecía que le dijeran “Vocé é muito feiaaa”, con cara de búho enojado. Aquello en español significa: “Sos muy feaaa”.  Así como lo lees, acentuando y estirando la letra A.  Y esa fue la gota que rebalsó el vaso para dejarlo sólo e irnos a dormir arriba de una alfombra en el cuarto contiguo al de él. No daba para pasear con alguien que va agrediendo sin sentido a la gente. Bastantes pelotudos uno se cruza accidentalmente en el mundo como para elegir pasear con uno.

Al amanecer la reja de metal de la pensión se abrió de un portazo y la llamarada de un dragón esparció fuego ardiente por todo el pasillo. Era Alecardec, que al estar ebrio hasta el tuétano, que no sé que es, regó con su vomito el largo camino afuera del infierno. Tan sólo algunas horas más tarde, con las pupilas inflamadas y el rostro hinchado de alcohol, un Alecardec misteriosamente recompuesto nos cocinó una olla de arroz carretero. El plato característico de la región gaucha de Brasil llevaba más de una hora de preparado, entonces el cocinero para no aburrirse, colocó música a todo volumen y comenzó nuevamente a beber cerveza y fumar tabaco. La caravana al parecer, recién comenzaba. Para el mediodía ya estaba otra vez con un pedo atómico, así que no consiguió comer ni siquiera un bocado de su propio plato.
Después de almorzar y agradecerle su hospitalidad, por separado nos escapamos de su ruidosa madriguera a un sitio más tranquilo. El hombre estaba arruinado y sólo había aprendido a ahuyentar a sus propios demonios escuchando música y bebiendo alcohol. O quizás así era como danzaba cada día con ellos.

Regresamos de noche a la pensión, esperando no encontrarlo y conseguir juntar nuestras pertenencias de forma tranquila. Quince minutos más tarde se abrió la reja. Cuando llegó “el rey del lúpulo”, ya estaba todo en su sitio para salir a la ruta a pedalear. Pero el hombre, sorpresivamente estaba calmo. Entonces nos sentamos alrededor de una mesa a beber cerveza y como si fuera un cristiano católico, comenzó a confesar sus faltas, sus traiciones, sus engaños y cuanta mierda desparramó a lo largo y ancho de su camino. Por momentos sus ojos brillaban con el fulgor del arrepentimiento, por momentos reía orgulloso de haber vivido tantos años de trampa y traición. Escupió un dilatado relato detallado de su vida y sus infiernos. Desdeño victorioso durante más de dos horas a su irremediable soledad, porque se sentía en familia y quienes lo acompañaban escuchaban atentos sus ruines hazañas. Esa fue nuestra despedida, ese fue nuestro último abrazo. Escuchar al que ya nadie escucha, acompañar al que no merece ser acompañado.  ¿Pero acaso no somos todos susceptibles de caminar el mismo camino que transitó este hombre y de haber tomado las mismas decisiones? ¿No estamos todos aprendiendo a vivir cometiendo excesivos errores y algunos aciertos? ¿Cuántas películas filman anualmente en Hollywood de estafadores y ladrones de bancos protagonizando el papel de héroes? 
¿Acaso no buscan estas películas que generemos empatía por la codicia y la traición y que creamos que volverse rico de la noche a la mañana nos brinda el ticket de entrada al paraíso perfecto?

Alecardec es rápido y está furioso. Es la sangre fría fluyendo adentro de un cadáver exquisito. Es el tormento real de quién se somete a la manía del vicio carnal, a la satisfacción efímera, a la inconsciencia brutal, a expensas del esfuerzo ajeno.

Alecardec no era el primer espécimen que padecía esta enfermedad en cruzarse en nuestro camino, era uno más, pero quizás el primero que se animó a confesar de esa manera y a llorar como un niño, pisoteando su propio orgullo. Así de pertinente fue su desahogo, y compartiendo en el ocaso de su vida su rancia cosecha, quizás exorcizó algunos fantasmas que fastidió en su línea temporal.

Alecardec es lo que le da vida y sentido al concepto: gente desagradable. Es el espectro que no demuestra estar muerto, pero que tampoco consigue estar vivo. Sea quien sea y que haya hecho este hombre, al que está de paso el buscar ayudar. Quizás por una cosa, quizás por la otra. Nuevamente repito, siempre hay más opciones, más allá de nuestras especulaciones. Siempre hay más opciones más allá de nuestras decisiones. Siempre no es lo mismo que sumar dos veces la palabra nunca. O sí? Que se yo. De tanto escribir me olvide lo que quería decir, si es que quería decir algo.


Fin del relato. El próximo finaliza más piola, queda garantizado. De lo contrario le devolvemos su dinero en forma de caramelos, como hacen en el supermercado.


Lago de Santa María de Herval - Brasil


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