Cuando arden las naciones

Durante nuestros últimos meses en la costa de Colombia, en el verano del 2013, las noticias que llegaban acerca de la situación económica de Venezuela no eran muy esperanzadoras. A través de diferentes relatos alcanzamos una misma conclusión, una gran crisis económica y social estaba a punto de estallar en la república bolivariana.

    Nicolás Maduro gobernaba el país hacía tan solo un año y la crisis financiera no demoró en llegar. La escasez de productos de la cesta básica y de medicinas, la retención de divisas extranjeras, la creciente inflación y el aumento del desempleo y la delincuencia de forma desbordante, serían los principales motivos por los cuales las manifestaciones sociales se hacían cada vez más patentes a lo largo de toda la nación. Cincuenta días de protesta, cincuenta muertos. Venezuela iniciaba a partir de entonces una ciega caída en picada, y nosotros estábamos a punto de ingresar a conocerla en carne propia.
    Sin embargo, como afirman algunos especialistas, los ciudadanos que viven en situación de emergencia, son más propensos a desarrollar empatía por quienes se encuentran en igual o peor situación que ellos. Y así mismo fue. Desde el momento en que pisamos el territorio de aquel país, la solidaridad del pueblo venezolano fue inimaginable. Jamás nos faltó lo más esencial para subsistir ni una familia que nos recibiera espontáneamente en su hogar. Sin dudas, vivir momentos difíciles despierta la sensibilidad de quien la atraviesa.

   De todas formas el pueblo estaba marcadamente dividido por la orientación política que cada ciudadano defendía, al punto de ocurrir tanto choques ideológicos que sobrepasaban con facilidad el mero debate a la discusión; hasta enfrentamientos violentos con la policía o la Guardia Nacional Bolivariana (GNB).

    La primera noche en Venezuela nos sorprendió en el patio de una escuela especial, a tan sólo cincuenta metros del puesto aduanero, en una zona árida y desierta. Resultaba que aquel pueblo, Guarero, cercano a la frontera de Paraguachón, es punto diario de contrabando de combustible. Al mismo tiempo que son decomisados productos de consumo comestible subsidiados por el Estado en pequeñas unidades a los automóviles particulares, para defender los intereses primordiales de la nación, miles de barriles de combustible cruzan la frontera amarrados visiblemente en la caja de camiones y camionetas guiados por la Guardia Nacional.
   Según datos oficiales  el 20% de la gasolina que consumen en Colombia se la roban a Venezuela vía contrabando, denunció la Embajada de Caracas en Bogotá. El Gobierno ha denunciado que cuatro de cada 10 productos subsidiados salen del país por rutas ilegales hacia un mercado paralelo en las ciudades fronterizas colombianas. Los planes de choque del Estado para frenar el contrabando le dan cada día mayor poder y labor a la Guardia Nacional, lamentablemente en muchos casos funcionan como sanguijuelas que chupan sangre en pos de sus intereses individuales y no del pueblo.

    Dorila, una ceramista de la comunidad indígena Wayuu, vecina al puesto aduanero, nos abrió las puertas del humilde recinto de la escuela especial donde trabajaba, para que colguemos nuestras hamacas y podamos descansar. Ella daba clases allí y era una de las encargadas de la sencilla institución. Entonces bajo aquel techo sin paredes, junto a Carlos y Marita, improvisamos nuestro hogar. Como estábamos en una región desértica, ese tipo de construcciones,  de simples techos apoyados sobre columnas de madera, eran una excelente opción para resguardarse del calor abrasivo y sentir la cálida brisa del viento, que aleja los insectos sin precisar de un ventilador.

    Al día siguiente se cumplía el aniversario de la muerte de la madre de Dorila, y como era parte de sus costumbres indígenas misceláneas iban a matar dos chivos en el cementerio municipal, para agasajar a los invitados. Fuimos convidados a participar de la ceremonia. Un sincretismo extraño entre lo más ancestral de los pueblos originarios y las tradiciones católicas.
    Llegamos al cementerio católico, a tan sólo unas cuadras de la escuela, y al igual que Dorila todas las mujeres vestían largos vestidos coloridos, típicos de su etnia. Entreveraban en las conversaciones el Wayuunaiki, su lengua materna, y el español venezolano. Los hombres por su parte no tenían atuendos particulares, conversaban y bebían cerveza.
Como de costumbre, el último en llegar fue el sacerdote, quien estaba encargado de oficiar la misa para conmemorar a la  anual difunta. Una vez que el clásico ritual romano de cantos, tedio y culpas finalizó, las mujeres de largos cabellos negros fueron corriendo hacia la tumba para llorar desconsoladamente. De afuera no parecía más que una actuación de telenovela, entre sollozos sobreactuados y pañuelos húmedos secando los pómulos. Era evidente que había más de tradición que de sentimiento.

    De un momento a otro, comencé a sentirme débil. Las náuseas irrumpieron mi juicio, realizando un inesperado  pique corto hasta el baño de la escuela, para vomitar. Del vómito pasé a la diarrea casi al instante, por lo cual no pude degustar el almuerzo Wayuu que tanto había esperado. El intenso calor venezolano, sumado a la escasez de alimentos en las tiendas, más la falta de agua potable, recreaban una situación de desespero. Al regresar Marita y Carlos, ya estaba hecho una piltrafa en la hamaca, con el rostro tan pálido como las nalgas del Papa Benedicto XVI. Ese día me lo pasé de excursión al baño de manera fanática. Mi cuerpo desintegrado chorreaba mis entrañas lentamente al inodoro.
Al día siguiente la situación no mejoró en lo más mínimo. Mover el cuerpo de un sitio a otro era una tarea olímpica. Comer me generaba rechazo. Me sentía tan flácido como la papada de un anciano decrépito. Lamentablemente en Guarero no había hospital, así que los chicos les ofrecieron sus artesanías a los camioneros que aguardaban en la aduana, para pagar el transporte hasta el próximo pueblo.

Hogar colgante
    Afortunadamente consiguieron lo necesario para que un taxi de acero indestructible nos arrime como bocha al bochín hasta Paraguaipoa, el próximo pueblo. Nos embarcamos entonces rápidamente al vehículo destartalado con Marita. Mientras tanto Carlos aguardaba en la escuela, atrincherado con la enorme bolsa de alimentos confiscados que los aduaneros les habían obsequiado, al conocer nuestra situación de emergencia. Solidaridad sin fronteras.
    En el hospital fui atendido precozmente, sin tener que presentar antes ninguna documentación ni tener que pagar nada posteriormente. Diagnóstico del paciente: deshidratación e infección intestinal producida por beber agua en pésimo estado. Era de suponer. En el desierto de la Guajira el agua potable es un bien de lujo, y nosotros lo habíamos atravesado pedaleando con viento en contra, y con escasa y dudosa hidratación. Medio litro de suero intravenoso. Dos palmaditas en la cola y otra vez a la cancha campeón.
  
   Los indígenas Wayuu del territorio colombiano no poseen acueductos y por lo tanto no tienen agua corriente en sus viviendas. Por tal motivo deben caminar algunos cientos de metros hasta alguna perforación donde en ocasionales momentos bombean y cargan agua en bidones reciclados de plástico. Algunas señoras y algunos señores utilizan burros o mulas para tales actividades o llevan a toda la familia, incluyendo niños pequeños, para acarrear el agua hasta el hogar. Para bañarse y lavar los utensilios de cocina utilizan el agua de los Jawei, o grandes pozos, donde se estanca el agua de lluvia. Funcionan como lavatorios comunitarios al aire libre. Cómo en el poblado de Camarones ( Colombia ), donde están asentadas varias comunidades Wayuu, la Mama Estrella nos permitió acampar junto a los ranchos de barro de su familia, vivimos esta realidad en carne propia.
    En el Departamento de la Guajira habitan casi un millón de personas, de las cuales el 55% viven en zonas urbanas y el 45% en zonas rurales. De ese total el 45% son indígenas Wayuu, representando el 20% de la población indígena de Colombia. Al ser zona desértica, tener escasez de agua y poca fertilidad para el cultivo hay que sumarle que las únicas políticas inversionistas son de empresas privadas y extranjeras, que más que brindar una ayuda, deterioran el medio ambiente, privatizan las tierras y obstruyen el paso a los recursos hídricos.
   En la Guajira se encuentra la reserva de carbón explotada a cielo abierto más grande del mundo, llamada El Cerrejón. Esta empresa posee un ferrocarril privado de más de 150 km de extensión y un puerto marítimo propio. En su trayectoria ha recibido incontables denuncias por no cumplir con las mínimas leyes laborales, no reconociendo enfermedades producidas por el sol debido a largas jornadas al aire libre bajo altas temperaturas, deshidratación,   problemas auditivos y artromusculares. La Secretaria de Desarrollo Económico del departamento, a través de la Universidad de la Guajira estableció que el 47% de la población está desempleada. Por lo cual, establecimientos como El Cerrejón no dejan más que falsas promesas de empleo y hombres sin salud.
   Las riquezas naturales empobrecen a sus pobladores cercanos cuando se explotan en complicidad entre el Estado y las empresas multinacionales en medio de esferas sociales marginales, como en este caso las comunidades indígenas, donde los derechos fundamentales como el acceso al agua, la salud, el trabajo y la alimentación se vuelven una quimera. Basta con mencionar que según las cifras del Departamento Administrativo Nacional de Estadística, entre 2008 y 2013 murieron 4.151 infantes, 278 por desnutrición, 2.671 a causa de enfermedades curables y 1.202 que no alcanzaron a nacer.
   Si bien Venezuela estaba enfrentando una situación crítica, existía aún una giganezca brecha entre los poblados guajiros colombianos y los venezolanos. Los habitantes del territorio colombiano parecían destinados al padecimiento y al olvido.


  
   Una vez fuera del centro de atención médica, los clientes de un bar me invitaron a participar de su fiesta callejera, pero apresuradamente Marita me regresó a la realidad. Rehabilitación significa, entre muchas cosas, no hinchar las bolas con los hinchabolas y no beber alcohol. Y es que hacía un calor de sombrilla de trapo, pero si me sentía mejor era gracias al suero. No quedó otra opción más que rechazar la oferta con gratitud. Sin embargo antes de despedirnos, los amigos del alcohol nos obsequiaron algunos billetes para nuestros gastos de pasaje. Otra bendición inesperada.

    Los días pasaron tranquilamente en Guarero. Cada día mi cuerpo recobraba mayor vitalidad.  La enorme biblioteca de temática indigenista nos regalaba sus saberes, comida no nos faltaba y además, se presentó la oportunidad de dar un taller de macramé a seis niños especiales. Estábamos dando una mano a quienes nos estaban ayudando y teníamos alimento suficiente. De pronto volvían los días de gran abundancia.
  
    A mitad de una noche, mientras descansábamos plácidamente en las hamacas, un insólito hombre despertó a Marita agitando sus brazos. Ella entre dormida del asombro, por presenciar esa espeluznante situación de ser despertada por un hombre a pocos metros de su lecho, no comprendía qué era lo que le estaba sucediendo. El hombre hacía muecas, señas con las manos, pero no conseguía hablar. Hasta que de un momento a otro, notó alarmada que el hombre estaba señalando el fogón donde cocinábamos, y que su enorme estructura de madera se estaba incinerando. Corrió Marita desesperada para apagar el incendio y lo primero que le echó fue mi diminuta jarra con suero. Pésima reacción. Luego continuó vaciando las pocas botellas que teníamos con agua potable, ya que allí tampoco había agua corriente. El hombre que le dio la noticia, que aparentemente era mudo se evaporó como por arte de magia. Recién al cabo de unos minutos nos despertó a mí y a Carlos, quienes hicimos lo que pudimos para apaciguar las llamas. Habiéndose acabado el agua, comenzamos a echarle manotazos de tierra. A patadas ninja derribamos lo que se mantenía aún en pie del fogón para apagarlo definitivamente. Una hora más tarde sólo quedaban las cenizas y unas cuantas maderas chamuscadas. Ya había amanecido.

    A la mañana siguiente, después de algunas horas de trabajo de corte y confección, arreglamos con maderas del sitio, casi íntegramente la estructura del fogón. Al parecer las brasas restantes de la cena más la acción del viento, causaron el incidente. Por suerte no hubo heridos ni damnificados. Dorila al enterarse de la noticia la tomó con gracia, ya que era la tercera vez que sucedía lo mismo. Recomendación: hacer la estructura de un fogón con madera, no es buena idea.


    Antes de despedirnos del pueblo y su gente para retornar a la ruta, los niños de la escuela vecina celebraron el carnaval en el área de deportes y nos invitaban a participar. Sin mucho vestuario pero con ánimos de aportar algo, hice un pequeño show de malabares para la alegría de las crianzas, que quizás nunca habían visto un malabarista en vivo y en directo. Después de la celebración nos fuimos como llegamos, pedaleando anónimamente en bicicleta por la ruta del sol.




Entretenidos con la misa




Cultura Wayuu 



Mauri, Carlos, Dorila y Marita



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