Existía sobre el manto rocoso y humanizado del planeta Tierra una clase de hombres que cada día cumplían su labor repartiendo en las calles pavimentadas panfletos con las ofertas más accesibles del supermercado. Estos humanos, con la destreza implacable que requiere su labor, entregaban a voluntad dichos impresos en tinta multicolor a los transeúntes, para que estos últimos, casi en su mayoría, los derrochen instantáneamente en el próximo cesto de basura. Y de esa forma se acumulan toneladas de árboles muertos procesados en la calle, mucha indiferencia y muy poca conciencia por el medio ambiente.
Un mediodía en
Pato Branco, Estado de Paraná, Brasil, conocimos a uno de estos individuos
personalmente. Al salir del supermercado para el cual este hombre trabajaba,
nos surge la oferta de obtener un panfleto. Negamos al acto la invitación,
pretendiendo no colaborar con el despilfarro de recursos en cosas tan
innecesarias y efímeras. Acto bastante común, ya que no todas las personas
están interesadas en leer e investigar las ofertas de los bienes de consumo
mientras van caminando, y mucho menos cuando uno está de paso por la ciudad.
Cinco minutos más tarde de aquel encuentro fugaz, comenzó a llover y muchos buscamos refugio debajo del
techo del mismo comercio.
El panfletero y
algunos vendedores ambulantes estaban allí arrinconados junto a otros
ciudadanos para no mojarse esa tarde invernal. Inesperadamente el hombre se
acercó al reconocernos. Él día anterior habíamos llegado a la ciudad, y nuestro
aspecto y nuestras bicicletas no se mimetizaban tan bien como creíamos en ese
mar de gente. Quería saber de dónde veníamos pedaleando con esos bultos. Conversamos
brevemente, reímos un rato en un rústico portuñol y luego se fue, una vez que habían disminuido
las precipitaciones.
Aquel día
estábamos parando con Mari en la casa de la familia Bortolon. Los habíamos
contactado a través de una página de internet, una especie de comunidad mundial para
viajeros en bicicleta llamada “duchas calientes” o “warmshowers”, en inglés.
Con una
amabilidad sincera y profunda aquella familia nos estaba brindando de buen
corazón un cuarto con baño privado para que descansemos un par de días. Y en
una de esas charlas familiares mientras almorzábamos, Teresa nos habló de aquel
hombre, el repartidor de panfletos que habíamos conocido afuera del
supermercado. Resultaba que ella siempre le recibía con firmeza y seguridad el
panfleto, ya que al hombre no le pagaban por horario laboral, sino por cantidad
de folletos repartidos, un total de mil cada día. Lo que significaba que su
salario, de cincuenta reales diarios, dependía de la voluntad de los transeúntes
de recibir los folletines y detrás de aquel escaso salario había una familia
con niños que sustentar. Al escuchar tal historia, o lo que pudimos comprender,
ya que hacía menos de dos semanas que estábamos en Brasil y aún manejábamos a
medias el idioma, nos quedamos helados.
¿Qué tan parciales
pueden llegar a resultar nuestras miradas acerca de la gente que nos rodea?
¿Cuando creemos estar haciendo un bien verdaderamente lo estamos haciendo?
¿Cuáles son los límites de nuestras percepciones?
Sé que suena a eslogan de publicidad, pero sin dudas detrás de cada persona, hay un mundo.
La familia Bortolon |
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