Fantasmas citadinos - Lima, Perú, 2012 |
Entonces juntan latas de aluminio, reciclan
basura y comen cualquier porquería para satisfacer los caprichos básicos del
cuerpo, hasta reunir las monedas necesarias para volver a caer en el
anestesiante delirio. Ingresa a los pulmones, como un serafín disfrazado, el
humo de la sustancia. Aúlla entre tinieblas la
tempestuosa euforia, mientras por la desembocadura del alma, incrementa como un
voraz torbellino la incesante paranoia. Las neuronas fallecen de pesadumbre
estallando como piñatas de un cumpleaños infeliz. ¿Dónde quedaron los valores,
los recuerdos familiares y la voluntad de vivir? ¿Qué hacer para salir de la
boca del ensordecedor infierno? Nada, porque nada más importa, sólo firmar con
la propia sangre el contrato del olvido temporal, una vez más.
Ya no buscan respuestas, ni aberturas, ni
soluciones. Decidieron callar la lucidez en que surgen las incómodas preguntas,
los incómodos recuerdos, con otro gramo de dinamita en el bolsillo. Dolor,
daño, error, heridas invisibles que aún sangran.
No hay droga tan fuerte ni tan adictiva, y no hay nada que sea inmutable. No hay pozo que por hondo sea imposible de escapar. Pero el dolor ocasionado es tan grande, tan monumental, que sienten como mejor opción arraigarse a esa isla venenosa en vez de indagar la orilla del perdón, prefiriendo llevar una vida de náufrago en el planeta de las infinitas oportunidades.
En esa horda de andrajosos hay de todo un poco. Múltiples causas. Todo tipo de locura, violencia y abandono. Desamparo económico, exclusión social. Marginalidad en estado puro. Sin embargo, por más diferentes que sean, a ellos los une el dolor y para demostrarlo cargan una pesada cruz en sus espaldas.
No hay droga tan fuerte ni tan adictiva, y no hay nada que sea inmutable. No hay pozo que por hondo sea imposible de escapar. Pero el dolor ocasionado es tan grande, tan monumental, que sienten como mejor opción arraigarse a esa isla venenosa en vez de indagar la orilla del perdón, prefiriendo llevar una vida de náufrago en el planeta de las infinitas oportunidades.
En esa horda de andrajosos hay de todo un poco. Múltiples causas. Todo tipo de locura, violencia y abandono. Desamparo económico, exclusión social. Marginalidad en estado puro. Sin embargo, por más diferentes que sean, a ellos los une el dolor y para demostrarlo cargan una pesada cruz en sus espaldas.
Y algunos no
eran tan pobres en un principio, pero en los primeros quince minutos de prueba
se fumaron hasta los cordones de las zapatillas, y así, la voluntad se
acostumbró a caminar descalza.
Tumbados al sol fulminante o quebrados en
molestas posiciones de danza egipcia, son derrotados en la calle por el cansancio en otro colchón
de hormigón. Sueñan, duermen y desgraciadamente alguien los despierta, y la
pesadilla de la vigilia obligatoria nunca se acaba. Vuelven a juntar con fé y
esperanza otro cúmulo de moneditas para que el carnaval no se quede sin la
gracia de su diablo y la miseria de sus vidas sea un poco más leve o liviana.
“No se entrometa. Hoy deseo estrujar mis penas
en lejía mientras rezo otra plegaria al santo de los miserables, para atenuar
los pensamientos fúnebres que azotan a mi corazón. Extiende el perímetro la
llaga y una densa nebulosa de culpa infecta mi herida. Otra copa de alcohol
etílico con jugo por favor, del más barato que tenga, que esta noche festejamos
el nuevo aniversario de mi desdichada muerte”.
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