Loma Arena

En la costa colombiana el color de la piel de sus habitantes es predominantemente morena. Cabellos oscuros, ojos negros, piel mulata y sonrisa blanca de acordeón. Una mezcla de sangre aborigen y rasgos africanos. El acento con el cuál se expresan también es muy particular, diferente al del sur, al del eje cafetero, y al de la capital. Las variantes de las definiciones, la mixtura del dialecto y la velocidad en que se expresan  resulta en muchas oportunidades, hasta para los mismos colombianos, algo meramente incomprensible. Siendo en un principio un gran desafío entablar una conversación fluida y comprender todo lo que se ha dicho. El calor pues, permite a la gente salir de su hogar,y por lo tanto comunicarse con otras personas. Y eso al costeño le agrada mucho, no se guardan la curiosidad, porque la timidez habita lejos del mar.




Una tarde ardiente, cuando el sol ya estaba alistando su lecho de nubes para ir a dormir, aterrizamos en un pueblo pequeño de la costa llamado Loma Arena. No teníamos referencia alguna de aquel lugar, simplemente el cansancio físico y la disminución de la luz solar nos indicaban que la próxima parada, luego de salir de Cartagena de Indias sería ese pueblo.

Cuando dimos con el primer barrio, de casas de bahareque, es decir, de madera, paja y barro, les preguntamos a una pareja de la tercera edad, si era posible armar la carpa debajo del humilde techo de palos y hoja de palma que estaba al frente de su hogar. Instantáneamente aceptaron, estos abuelitos morenos, pero luego de un momento de cruzar miradas y algunas palabras entre ellos, nos invitaron a descansar dentro de otra casa de barro que les pertenecía, y que se encontraba a pocos metros de su hogar. Caminamos empujando las bicicletas por el barrio de casitas de barro y calles de tierra, hasta otra pequeña construcción. Leopoldo abrió el candado a oscuras. allí dentro no había nada más que una cama de madera. La absoluta sencillez. Dos habitaciones sin puerta que las dividiera, sin baño, sin canilla ni luz. El piso combinaba con los colores de la calle al ser también de tierra, y el techo estaba confeccionado con placas de zinc. Un espacio simple, pero acogedor.

Aprovechando la base uniforme de la cama, la carpa ya sin varillas que le den cuerpo fue a parar allí encima, atada de sus extremos por hilo encerado. Las bicicletas encontraron lugar en la otra habitación. Luego de un abrazo a Leopoldo, y otro a Ana María, todos nos fuímos a dormir bajo la luz de la luna plateada.

Al día siguiente desayunamos junto a ellos, y a pie luego de caminar alrededor de medio kilómetro llegamos a la orilla del mar caribe. Barcos y canoas dormían la siesta. Desolación, silencio y tranquilidad.
Como no había suficientes servicios en nuestro provisorio hogar, compartimos las tres comidas con ellos. Aportando cada uno fuerza, comida e ideas.





El barrio al ser de casas de barro nos llamaba mucho la atención al igual que su nombre, "la toma". Luego de interrogar a los vecinos esto fue la conclusión resumida:

Dichas tierras habían pertenecido en el pasado a una mega empresa que exportaba moluscos al exterior. Cierto día un grupo de pesquisadores hallaron afortunadamente algunas toneladas de cocaína escondidas entre la carga de cadáveres marinos en paquetes de plástico. Y de esa forma cayó otro negocio clandestino de los hombres de terno y buena presencia, circulando los mismos a la prisión. Los predios fueron velozmente saqueados por los vecinos del pueblo, hasta el punto de ser demolidos o abandonados. Atacaron como una horda de hormigas el sitio, siendo extremadamente minuciosos, al punto de no olvidar ni una tuerca perdida por ahí. Y como sucede en muchos lugares, el terreno ya sin dueño, fue expropiado por gente que no tenía vivienda o que residía en sitios de hacinamiento. Ellos eran justamente los operarios y pescadores de la empresa que se extinguió.
Asambleas de por medio le dieron vida a un barrio construido casi al 100 % con materiales naturales locales. El resto se destino para cultivar. Sin dudas, un proyecto positivo de organización popular y participación en conjunto (hasta los niños embarraron sus pequeñas manos para colaborar). Siendo en definitiva, los propios maestros en bioconstrucción sin credenciales ni títulos que los avalen.



Con los días de caminata por el Loma Arena descubrimos unos restaurantes ruteros en el extremo opuesto del pueblo, ideales para ofrecer nuestras artesanías mesa por mesa. La gente, por suerte rotaba constantemente, llegando en colectivos turísticos. Una de las principales razones por la cual almorzaban allí, era parte de la excursión a la visita del volcán del Totumo. Ni Leopoldo ni Ana María, ni siquiera otros vecinos con quienes conversábamos a diario nos había nombrado dicho volcán, que ciertamente existía.

Al día siguiente, caminamos unos cuatro kilómetros por la ruta hasta una desviación. Un kilómetro más y allí estaba, el diminuto volcancito de no más de veinte metro de altura, rodeado de unos puestos de comida, con una escalera de madera que finalizaba en la cima. Sin entender demasiado la cuestión intentamos subir, pero un muchacho nos detuvo el paso queriendo cobrarnos una entrada. En ese momento por otra escalera, descendían un grupo de turistas completamente embarrados, al parecer en traje de baño. Como siemplemente queríamos observar como y donde sucedía aquello del barro, el jóven nos dejó pasar. A medida que subíamos podíamos observar de forma panorámica el bello paisaje en redor. Una laguna rodeaba la espalda del volcán, entreverado por una vegetación arbustiva y algunos árboles. El territorio salvaje era amplio y no se divisaba su fin.

Una vez en el tope, comprendimos con certeza el asunto. Un buraco amplio, del largo de dos puertas, con barro semilíquido de propiedades curativas, funcionaba de pileta natural. El paquete tenía además un adicional, cuatro enormes colombianos también en traje de baño con la misma musculatura de Rocky Balboa, masajeaban a los turistas que plácidamente relajaban su fisonomía haciendo la planchita en el lodo.
Minutos más tarde ese grupo de turistas, relajados como monjes budistas en pleno viaje astral, abandonaron el volcán y uno de los masajistas nos invitó a bajar. Como no traíamos la ropa adecuada, improvisamos la vestimenta y descendimos. La densidad era totalmente extraña, no permitía que uno hundiera el cuerpo en el barro de los misterios. Era posible estar parado en esa especie de gelatina gris y moverse como un astronauta sin gravedad. Permanecer acostado brindaba un relajo asombroso, una plena inmersión a otro plano mental. Algo tan cómodo y reconfortante como estar bailando reggae dentro del vientre de un mamífero.
Un rato después egresamos de esa máquina del tiempo, al llegar otro contingente de turistas.



Descendimos hasta la orilla del lago, y allí mismo nos sumergimos para quitar la lodosa película gris de la piel. El lago de día permanece tranquilo, visitado por humanos. Cuando atardece, ya no se permite ingresar al volcán ni al agua, debido a la cercanía de los caimanes que deambulan procurando alimento. Estos reptiles de todas formas no representan una amenaza para el humano, sino todo lo contrario. Los cazan, los matan, les cortan la cola para cocinarla y comerla, y el resto del cuerpo es desperdiciado al monte.


En los próximos días el pueblo festejó su sencilla y graciosa previa al carnaval. Estábamos en Noviembre y aún faltaban tres meses para que suceda el mismo. Sin embargo el pueblo quería pan y circo.
Una tarde organizaron un desfile de embarcaciones en el río, con una reina tímida representando cada barco, y un grupo de adeptos aplaudiendo, gritando, riendo y animando a la postulante dentro del navío. Las embarcaciones iban y venían mientras los vecinos coparon la vera del río bebiendo cerveza, cantando vallenato, con sus cabezas rapadas o pintadas de algún color anormal. Las niñas al tener el cabello crespo heredado de sus raíces africanas, llevaban trenzas pegadas al cuero cabelludo con formas de estrellas, caminos, flores, corazones y una infinidad de diseños, que en época de la esclavitud sus antepasadas habrían utilizado para comunicarse con lenguajes secretos, organizando planes de fuga o rebeliones.
Luego de permanecer más de una semana en aquel pueblo de gente mansa y sencilla, decidimos continuar viaje. Aunque Ana Victoria cocinaba como las diosas del Olimpo y Leopoldo me invitó a trabajar en la cosecha de melones para fin de año, nuestras ganas de seguir conociendo otros rincones del mundo y trabajar en la playa fueron mayores. Y así, partimos una madrugada de Loma Arena con rumbo a nuevas tierras.


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