Infiltrado en la convención

El turismo, como muchos saben, es la actividad resultante del desplazamiento geográfico promovido para llevar a cabo fines no económicos que un individuo realiza dentro o fuera de la ciudad. Por motivos lúdicos, religiosos, artísticos, deportivos y recreativos, entre otros, las personas viajan inclusive a países lejanos, para desconectarse durante una larga o breve jornada, de la vida cotidiana en busca de conocer o experimentar otras sensaciones.
La idea siempre me había resultado interesante, pero le hallaba un defecto, o quizás dos, ¿por qué debía la desconexión en algún momento terminar? Y ¿por qué debía invertir mi dinero en el transcurso y en el destino del viaje y no podía recuperar lo gastado en el lugar para seguir a un siguiente lugar?

Mientras pensaba aquello desde la solitaria playa de Pimentel, de frente al mar Pacífico donde me encontraba acampando en la arena, desarmé la diminuta casa rodante y en una buseta regresé a Chiclayo para asistir a la última fecha de una convención abierta de turismo. En el aula magna de la municipalidad de dicha ciudad estaban realizando las conferencias, apuntando sobre todo a la potencialidad del turismo arqueológico de Perú y la región.




Yo llevaba acampando varios días en la playa, desmontando el campamento cada madrugada para regresar a la ciudad a trabajar en los semáforos y pasear. La mochila grande la guardaba en el casillero de un supermercado temprano, y la retiraba quince minutos antes de que cierren al atardecer. Toda una movida clandestina, para no cargar con tanto peso de gusto en la espalda.

Aquél particular día guardé la mochila, desayuné y con paso liviano fui hasta la municipalidad. Habíamos acordado con un amigo de Bahía Blanca, a quién conocí en tiempos de Universidad, encontrarnos allí. Juan estaba con su compañera colombiana pagando un cuarto en el centro de la ciudad. Mientras lo esperaba conversé con la única señora que estaba allí afuera aguardando. Le comenté de mi viaje y de la carrera que había estudiado y abandonado. Cuando ella parecía estar por ingresar a la municipalidad con un puñado de llaves en la mano, me propuso dar una charla de una hora sobre el tema que quisiera, luego de la hora del almuerzo para reemplazar a un orador ausente. Resultaba que la señora era una de las organizadoras del evento.

La invitación me cayó como un balde de agua fría. Titubeando como una hoja al viento y con cara de radicheta fresca, le respondí que sí. No lo podía creer, me estaban invitando a bailar y encima podía elegir la música.

Ingresamos al edificio y de una escapada me escabullí al baño para asearme al estilo polaco tan rápido como madura una mora. Cepillé mis dientes hasta sacarles brillo, me coloqué la remera del lado inverso para disimular unas manchas misteriosas de comida o aceite y procure asiento en la hilera del fondo para no llamar la atención.
La misma coordinadora se acercó a pedirme algunos datos personales, anotándolos en una planilla. El sitio de alfombra roja y butacas finas quedó inundado de oyentes. Todo el mundo perfumado y bañado para la ocasión.

Para dar comienzo al evento invitaron a la mesa de honor, es decir, a las sillas de madera
minuciosamente talladas, que se encontraban en el palco, a los representantes, gerentes y presidentes de ciertas instituciones, empresas y museos. Sorpresivamente mi nombre estaba casi al final de la lista. Al escucharlo me levanté de un salto y sintiendo el calor de los aplausos, desfilé con mi traje de baño rasgado en la parte trasera, hasta las escalinatas. Desencajaba totalmente al lado de esa pandilla de hombres de terno blanco y negro, sin embargo, dejando las apariencias en el cesto de basura, algo tenía para ofrecer.

Cada hombrecito de aspecto de ejecutivo fue recitando sus conocimientos y experiencias laborales durante la mañana. Muchos poseían un curriculum vitae de la extensión de un interminable papiro, y exponían descripciones simples en un lenguaje amplio y rebuscado que no siempre era fácil de comprender, y por momentos resultaba aburrido. De pronto sonaron, por suerte, las campanas alegres del mediodía, para darle un descanso a la mente de tanto procesar información, y unas bandejas cerradas comenzaron a rolar de mano en mano con nuestros respectivos almuerzos. Con el apetito de un dinosaurio sin trabajo y la colaboración de una correntosa cantidad de saliva, desintegré velozmente dos porciones apretando con entusiasmo los dientes. Al parecer, dormir en la playa despierta de forma insospechada el hambre de sus visitantes.
Finalizó la hora del aperitivo y regresaron las arqueológicas charlas llenas de emoción. Mi mente ya más calma, resolvió un tema extenso para exponer, “la evolución del turismo de Argentina", luego de la charla del presidente del museo del Señor de Sipán.

Mientras me reía por dentro, el instante llegó. La coordinadora me extendió el micrófono, y sin dudar, parado frente a la audiencia de cientos de personas, hablé durante cuarenta y siete minutos de corrido, con actitud profesional. O eso es lo que yo imaginaba. Una vez finalizado el simposio improvisado, respondí algunas preguntas del público y sonriendo como un niño travieso tomé asiento para recibir una caja enorme de dulces marca King Kong de regalo. Lo había logrado, me había infiltrado en la Convención y nadie lo había notado.





No demoró mucho más la convención en finalizar, y como broche de cierre antes de que todo el mundo se quede dormido, quebraron el hielo de la formalidad, colocando cumbia peruana a todo volúmen. Sí, así de bizarro fue. Para esa instancia ya me sentía apto para ejecutar cualquier trámite, entonces ebrio de felicidad bailé en frente de todo el auditorio junto a los organizadores del evento, con la misma dureza en que danzaría Robocop a los setenta años, mientras los espectadores se iban retirando del recinto.

Un nuevo atardecer iluminaba el gris opaco de las edificaciones de Chiclayo, y yo debía regresar a mi provisorio hogar en la playa, para seguir abriendo el abanico a nuevas, disparatadas e inesperadas experiencias.

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