Cuando las almas despejaban sus neblinas
en la cresta de la primavera,
y el calor de un nuevo y radiante amanecer
las sorprendía desnudas,
sucedía el auténtico encuentro.
Danzaban libres las sonrisas
por un aire liviano,
entre cálidas y simple actividades
en comunión y aprendizaje.
Colmaban su pecho de abrazos,
expandiendo todas las extremidades
hasta lograr el contacto con el cuerpo
antes ajeno.
Caían los dulces frutos
en la cesta de recolección.
Las aves besaban las nubes
en su vuelo de ascenso
y los volcanes rugían
explotando su material piroclástico
y cenizas por dentro.
Lo ambiguo marchitaba las hojas,
dejando brotes de unión.
Y el mar barría las dudas y temores
de los seres acuáticos
que residían en la superficie continental.
Así recuerdo que eran los días,
sin noche.
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