El señor de las abejas



La rueda artesanal para proveer agua a la chacra



Era una noche estrellada y estaba poniéndose fresco. Por alguna razón sabíamos que era sábado, entre árboles y pájaros que ocupaban sus tenues existencias sin utilizar calendario ni reloj de pared.

Durante aquel mes, no fue necesario salir a trabajar a la calle de ningún pueblo o ciudad. Con los cultivos personales y los de la zona, más aquello que había almacenado en botellas de plástico para evitar una decomisión efectuada por alguna rata u otro roedor, resultaba suficiente para nuestra alimentación. Layar la tierra, sembrar, comer frutos y secar semillas, construir un techo con los árboles caídos del monte, eran algunas de las actividades que realizábamos a diario, entre madrugadas y atardeceres de culto, en la Chacra de unos amigos en la selva misionera argentina.






El terreno donde estábamos acampando pertenecía a Rubén, un español, que después de trabajar durante diez años en una fábrica de la multinacional Mercedes Benz de su país natal, había decidido largar la rutina al tacho de basura por lanzarse a realizar su sueño, recorrer Sudamérica de punta a punta. No sólo había cumplido su meta, sino que en el camino había encontrado una tierra digna de ser habitada por un agricultor. Entonces construyó con sus propias manos, más las de algunos amigos, su cabaña De a poco aprendió a trabajar la tierra sumergido en un clima totalmente nuevo. Al momento en que llegamos ya llevaba más de ocho años viviendo en Argentina.
Aquella particular noche en aquella inusual región, Beto, un vecino del paraje, nos invitó a melar un árbol aprovechando que estábamos bajo la oscuridad de la luna nueva. Debíamos ir con ropa oscura, y en lo posible con la cabeza cubierta, para recolectar la miel de un panal, construido por las abejas salvajes dentro de un árbol.

Beto vivía a menos de quinientos metros en su chacra, junto a sus tres hijos y su compañera Tina. Luego de vestirnos como Beto había sugerido, fuimos hasta su casa, ya entrada la noche, bordeando campos y cultivos de mandioca. Al llegar a su rancho de madera, encendió el motor de la camioneta ayudado por una cuesta abajo y con la esperanza de realizar una de las actividades más antiguas del ser humano, emprendimos el viaje.
Con la cara al viento, después de algunos kilómetro recorridos en calles de tierra, dimos con la parcela cierta. Allí preparamos el equipo: dos baldes, varias linternas, un cajón de madera hecho de forma artesanal, machetes, hacha y moto sierra. Las únicas recomendaciones y advertencias eran bien simples: actuar siempre con respeto, soportar el ardor de las picaduras con calma y utilizar las linternas de forma intermitente, porque las abejas se sienten atraídas por la claridad y si hallan un obstáculo no dudan en clavar su aguijón.



Parecía un método totalmente opuesto al utilizado en la apicultura moderna, con sus pequeños cajones blancos, trajes del mismo color íntegramente cubiertos y trabajo diurno. Pero nosotros confiamos en el conocimiento de este criollo de sangre Guaraní. No por sus palabras, sino por su abundante sabiduría en botánica y medicina natural, y sobre todo porque su presencia merecía nuestro respeto.

Con todos los insumos listos y en silencio, los siete meladores comenzamos a ingresar en el campo. Mariano, quién vivía en la chacra de Rubén hacía dos años, Marita, Beto, dos de sus hijos, quién escribe y el dueño de la arboleda donde íbamos a trabajar la miel. Cruzamos dos alambrados por un rosado, es decir, un terreno sin árboles donde los campesinos crían ganado o cultivan, hasta que llegamos a una gran floresta.
De repente, una vez que estábamos abrigados por los árboles en plena oscuridad, el zumbido de las abejas se tornó perceptible, y nuestro guía iluminó con su linterna el hueco de un árbol grande, por donde egresaban los bichos alados. Al instante, al hombre lo picó una abeja en la mano, por lo cual dejó caer la linterna y con tono nervioso nos deseó buena suerte, retornando a oscuras a su hogar. En ese momento me percaté que aquello que íbamos a realizar no iba a ser tan romántico ni tan sencillo.
Según cuentan, las abejas del monte son de mayor tamaño a las de la apicultura convencional y mucho más agresivas por criarse en estado natural y salvaje, y al no estar acostumbradas a entablar contacto amistoso con el hombre pican sin dudar. De todas formas, estábamos ahí, en la penumbra de esa arboleda, dispuestos a llevarnos un poco de miel y mudar a la reina y su familia al cajón que habíamos llevado.
Recogimos unas hierbas secas del suelo para encender el humeador y rosear el árbol-panal. Presionando una y otra vez el fuelle manual, Beto invadió de humo el sitio provocando el adormecimiento momentáneo y la confusión de las abejas. Minutos más tarde, aferró su mano derecha al mango del hacha y con la asistencia de Marita como iluminadora, le zarpó un golpe certero al árbol, dando comienzo a la destrucción.
Entre hachazo y hachazo volaban erráticos pedazos de madera a toda velocidad. El hueco del panal aumentaba progresivamente de tamaño al igual que la cantidad de insectos y aguijones en la piel del hachero. Cada tanto, era necesario quedarnos a oscuras y en silencio, escuchando el zumbido agudo de los insectos e intentando alejarlos con suavidad del rostro y de las manos (únicas zonas totalmente descubiertas). Las picaduras eran inevitables.

El chino, el hijo mayor de Beto, no soportó el ardor y abortó la misión hartado de la situación. El resto del grupo, Mariano, Miqueas, Marita, Beto y yo, seguimos poco a poco colaborando con la apertura del panal, entre hacha y machete, zumbidos, aguijones y aroma a hierba quemada.
En un momento dado (para ese entonces habíamos perdido la noción del tiempo transcurrido) el ángulo de golpe era tan incómodo que fue menester darle participación y arranque a la motosierra.
Con el rugido del motor en la oscuridad del monte y la invasión insidiosa de las abejas, parecía que estábamos efectuando una escena de Chainshaw aquel sábado por la noche. Hoy en día esa actividad ancestral y rústica, al igual que muchas otras, es algo fuera de lo común en el mundo domesticado que hemos creado, donde se evita el dolor a toda costa, y las situaciones reales son reemplazadas por entretenimiento de pantalla.
La madera del tronco cayó rendida al filo de la cadena y logramos visualizar por primera vez, los panales casi al ras del suelo. Estaban colmados de miel pura. Beto arrancó un pedazo de panal con su mano llena de abejas, para que todos podamos degustar del delicioso néctar cremoso. El sabor y la textura eran increíbles. Sin dudas la más rica miel que había experimentado en mi vida. Aquel insano ritual tenía su recompensa valuada en oro. Un verdadero manjar que se paga únicamente con el coraje de estar ahí, a la espera de una nueva y aguda picadura. Por suerte el dolor se olvida, cuando llega el alivio.
Entonces, con el ánimo repuesto, continuamos con la delicada tarea. Poco a poco, el hueco aumentaba de tamaño, (ahora sólo a machetazos), al igual que abejas en el aire. Con la mano desnuda, al igual que un oso hambriento, Beto extraía pedazos de panal que nosotros íbamos acomodando en los baldes. Al estar pegoteados de miel, resultaba más difícil despejar las abejas del cabello y la piel, ocasionando el enredo de las mismas en la cabeza. Un nuevo mordisco al panal calmaba las vicisitudes de la actividad.

Habían pasado quizás unas tres horas, desde que habíamos llegado al árbol (deducción que calculamos más tarde), hasta que apareció a la vista la reina y su jalea real. Luego de probar un bocado de la mejor muestra gastronómica de estos personajes alados, y quedar extasiados del sabor, dejamos a su familia dentro del cajón para que se reproduzcan y fabriquen miel en otro sitio.
Para ese entonces la mitad de la circunferencia del árbol estaba hecha añicos y el machete se hundía por completo en el suelo. La colmena extendía su área de forma subterránea, debajo de las raíces del árbol, creando una gigantesca abertura.
Toda la ceremonia era un canto a la belleza; entre machetazos de puño salvaje que hacían vibrar la piel; el dolor agudo de cada aguijón; el éxtasis de las papilas gustativas y la nocturna oscuridad del monte; se recreaba una atmósfera mística, un poema sin ligaduras, una ceremonia con siglos a cuestas.
Cerramos el cajón, y nos quedamos escuchando el suspiro del viento, escondidos entre las axilas de la noche, en señal de agradecimiento.

Habíamos culminado la tarea: un nuevo enjambre viviría ahora cerca del hogar de Beto y nosotros nos íbamos a dormir fascinados por haber experimentado algo tan primitivo, sublime y bello.

Beto melando un panal abandonado

Beto melando un panal abandonado


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