Postal de la debacle existencial - Buenos Aires |
y empapado en lágrimas de sal
le rogó al cielo
que le concediera el deseo de volver a ver a su hijo.
Aquel hombre maquillaba un rostro herido de alcohol,
y entre sus escombros emanaba el polvo de la desgracia,
de no poder abrazar,
de no poder hablar,
ni compartir aquel 8 de Septiembre
en compañía familiar.
Hay instantes en los que la vida se presenta así
en la calle,
tan imprevista
y tan salvaje.
Donde un abrazo vale más que mil palabras
y dos desconocidos se miran a los ojos
sin ninguna máscara.
En una plaza nos convidó una copa de su pena
este hombre anónimo,
desnudando su alma débil
de niño sin voluntad
de mantenerse erguido.
Quizás pasen otros tres siglos hasta que se perdone a sí mismo,
y deje de castigarse por los vaivenes que fue creando
como destino.
Un borracho indigente en llanto,
idéntico a otros miles de hombres solitarios
y caídos de Brasil,
de Perú,
de Colombia,
de Bolivia,
de Paraguay,
de cualquier fosa del mundo.
Todos lloran igual,
todos fisuran igual,
todos hacen charcos de lágrimas etílicas,
acampando alrededor de una vieja pena,
reunidos para reír
y olvidar.
Son los barriletes que la melancolía abandonó en el baldío,
entre plásticos quemados
imposibles de reciclar.
Y se fueron,
escaleras abajo a descansar
y poblar las pensiones con más grasa
y decadencia de la ciudad.
Estas cáscaras de huevo podrido
con olor a perfume barato,
están untados
de una irremediable soledad.
Ellos pierden la paciencia,
las mujeres,
los valores,
la confianza,
la fé,
las monedas del bolsillo,
las ganas de vivir.
Entonces escriben las enseñanzas del Cristo en las paredes,
en las puertas de los baños públicos,
en cualquier pedazo mugriento de papel,
reclamando que alguien baje del cielo bien vestido
a explicarles porque aún siguen vivos
con el hígado hecho añicos,
mientras se acaba la última caja de vino
y las colillas de cigarro
dibujan un mandala en el piso
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