( 1ra Parte ) Algodones de azúcar y algodones de plástico



Montañas de ropa húmeda en el patio; ollas, sartenes y cubiertos abandonados en cada rincón de la casa; un hediondo olor a porquería aromatizando las habitaciones, para armonizar los Chakras. Grasa barnizando los muebles; desperdicios de comida enmohecida en la heladera; excrementos de gallo, pato y ganso en la cocina; y mucha pero mucha cantidad de basura desparramada en el ambiente. Cables rotos y maderas quebradas y un perro de la calle con sarna.

Acumular basura es la profesión de muchas personas, porque a ellos todo les sirve. Guardan cada pedazo de materia incompleta que la calle y los baldíos les regalan. Quizás sean alguna especie exótica de buscadores de oro desorientados, que colman el pecho de alegría con cada insólito hallazgo. Tal vez, aquel miedo a no sentirse deseados o queridos, el no conseguir experimentar un abrazo o una caricia los empuja a cobijarse entre objetos sin sentido ni utilidad aparente.
Esa obsesión compulsiva los muestra al mundo con la personalidad de un imán adulterado que atrae únicamente el desperdicio y no la esencia vital de las cosas.

Vania Costa vendía molinos de plástico y algodones de azúcar en los festivales y en las plazas. Quizás ella moraba en un almacén de porquerías, y dentro suyo había muchas carencias, aún así, al cruzarnos en la calle no reparó en las apariencias. Nos habló a los ojos, y con la misma amabilidad en que mamá pingüino alimenta a sus crías, ella decidió invitarnos a su hogar.
Separada, madre de una niña de diez años, costurera, budista y un poco obesa. Durante la semana hacía lo que podía para ganar honestamente una moneda. Solitaria a la fuerza, marginal, movilizada gracias a su bicicleta.

Muchas veces un colchón nuevo y una almohada perfumada, un delicioso plato de comida o una ducha de agua caliente, ofrecidos con desconfianza, no logran satisfacer la gratificación que confiere la trasparencia de ser medido por lo humano, olvidando la estética.
Aquellos que aún saludan y no juzgan el valor de las personas de acuerdo al rendimiento económico de los mismos, se animan en todo caso a husmear con cierta curiosidad los diversos procesos que el espíriu atraviesa en la extensión de la existencia.

Muchas veces, los marginados sociales son aquellos que están más dispuestos a brindar y compartir una experiencia genuina, entre tanta avalancha de hipocresía. No tienen que perder, no tienen nada que ocultar, ni encuentran en la interacción ninguna tensión impuesta por los protocolos de la sociedad.
Aquellos que, por sensibles o por frágiles, fueron arrastrados por el cauce de la vida hasta los límites más oscuros y desagradables, obtubieron con tal tropiezo una mirada horizontal mucho más profunda al levantarse...si es que lo logran. A diferencia de aquellos que siempre clavaron los frenos de la pasión por miedo a dejarse llevar por sentimientos y actividades que la civilización condena ( me refiero a esos que son injustos y no tienen sentido ).

Sumergirse en las sombras durante alguna jornada, llega a producir dos grandes resultados en el alma: o la hace más fuerte y su visión más nítida, o la hunde lejos, quebrándola.
En cualquiera de los dos casos, que conciente o inconcientemente se produce, pone a prueba el aprendizaje de todos los años acumulados. Respondiendo al exámen de acuerdo al nivel de conciencia desarrollado.

Esos, que en algun momento de debilidad, aceptaron la tentación de las drogas, la lujuria desenfrenada, la delincuencia, el narcotráfico, la vagancia, la gula, la alcoholémia o simplemente amaron a otros del mismo sexo, saben encontrarle muchas veces a la gente, las cicatrices de las experiencias.

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