De la calle a la villa

San Juan de Lurigancho - Lima



















Muchas historias siempre quedan al margen de aquello que inspira a los artistas del cine, la música y la pintura del gran mercado. Historias y vidas que casualmente son retratadas por el compromiso visual de una cámara fotográfica que pretende esquematizar algún proyecto de ayuda social. Pocas veces, escapan como perdices al vuelo, los minuciosos detalles biográficos de los habitantes de las villas miserias al exterior. Estas realidades marginadas desde el comienzo de sus vidas, representan el abismo que el ciudadano común, tanto teme caer.

Vivir en la miseria es el exilio humano más lejano del paraíso. Es la posibilidad de idilio anulada, de satisfacción, es un estado de penuria constante, es una bolsa de plomo en los brazos de la vida. La insidiosa curiosidad que habita en mí, me ha arrastrado a pasar un tiempo en ella.

Avanzaba con cautela el año 2012, sucediéndose los días de una forma intensa, policromática,  o así lo recuerdo yo. Estábamos a mitad de año cuando en Lima, la capital peruana, la calle de tanto encandilarme con su fervor social y cultural, me atrapó. No encontraba razón práctica para pagar un hospedaje, así que me dedicaba a merodear los barrios de la ciudad durante el día, y donde me encontraba la noche improvisaba un modesto lecho de cartón. No siempre con resultados satisfactorios.
Con algunas horas de malabares en los semáforos recaudaba lo necesario para cubrir los gastos de comida. Así, ocupaba el resto del tiempo caminando sin rumbo por la capital, dispuesto a examinar la magia del mundo urbanizado.
Increíble crisol de personajes hallaba en el camino, de diversos oficios, de diversas locuras y fecundas genialidades. Con ánimo y tiempo disponible para la interacción recorría infinidad de vidas, abriendo las puertas a lo improvisto, lo marginal y lo socialmente aceptable. Cada fruto dejaba en mí, hasta el día de hoy, el sabor impregnado de sus elocuentes y absurdas realidades, siendo el protagonista de películas de variados géneros, guiones y presupuestos.

Un día de aquellos, en que se avecinaba una tormenta conocí a José, un limeño de aspecto jovial y sereno, de unas tres décadas de vida. Al encontrarme con pocas pertenencias encima y sin techo fijo que me resguarde, me dio permiso para dormir en el sillón del hospedaje donde trabajaba de centinela. Sentí alivio por la invitación, y aunque estaba cansado de caminar, mis ojos en ningún momento bajaron las persianas. Hablamos con la intensidad de un rayo durante largas horas, esa noche sin sueño mientras veíamos media saga de Dragón Ball Z. Tan solo dos días más tarde, aceptando su oferta de compartir hogar en el barrio donde había nacido, nos reencontramos en Miraflores. Viajamos durante dos horas y media en una buseta, por un largo camino que nos fue introduciendo granito a granito en el túnel social donde habitan las miserias.



Busetas: son el transporte público que los limeños utilizan para llegar a sus respectivos destinos. Como la altura promedio de los peruanos gira en torno al metro y medio, estas camionetas son del tamaño de una cajá de fósforos y por alguna misteriosa razón recorren la ciudad a velocidad de ambulancia en pleno infarto. Frenan repentinamente, los pasajeros descienden y suben a las corridas, luego de que el cobrador abre y cierra la puerta con la intensidad de un foco de 100 watts, en sincronización cósmica. En la capital para no perder tiempo la gente acelera el pulso al ritmo de un reloj automático, sin temor a reventar algún día como un sapo cubierto de sal.

Cruzando el río Rimac (del cuál surge el nombre de la ciudad debido a la mala comprensión del quechua de los españoles, transfigurándolo en Lima) va mermando la pobreza de arrabal, destapando la olla de la sopa marginal. Al igual que ocurre en tiempo de inundaciones donde el gentío procura salvación y refugio en la zona de altura, estas personas han hecho lo mismo sobre la montaña. Sus viviendas de lejos, parecen una colonia de cotorras barranqueras engrapadas a las rocas. Una al ladito de la otra. La mayoría a medio construir o con más huecos que un colador de metal.
Los aromas llegan hasta la zona pedemontana: amargos, rancios, extraños, como de algo que era mejor enterrar a prender fuego en plena callejuela. Los servicios van escaseando cuanto más alto del cerro se llega.
Recicladores, barrenderos, empleados municipales, cobradores del transporte público, vendedores ambulantes, mucamas, delincuentes, estibadores, obreros de la construcción y vaya a saber cuántos oficios y labores más, realiza el zoológico humano que pernocta en la sierra de San Juan de Lurigancho. Barrio bajo, que según las estadísticas de los especialistas en el asunto, tiene el deshonor de pertenecer al podio de los sitios más pobres y peligrosos de la capital peruana (dato que hasta el momento de mi llegada desconocía completamente).

En fin, allí estábamos. La buseta nos había dejado al pie de la sierra. Mi reciente amigo José, marcaba el paso lento, siempre en ascenso saludando algunos, esquivando la mirada de otros, entre muros improvisados a la fuerza, hasta que llegamos a su hogar a unos 400 metros de la base del monte.
La vivienda erguida por suerte del destino, hecha con ínfimo ingenio y muy pocas ganas, me dio cobijo esa noche, y unas treinta más. Techo de zinc, puerta de madera sin picaporte, tres paredes de ladrillos pegadas por algún albañil borracho que no comprendía ni jota los fundamentos básicos del Tetris, y una cuarta pared de madera reciclada, eran el cuerpo desnutrido de la vivienda. No hubo tiempo que perder en confeccionar ventanas, y mucho menos en ordenar la inmensa cantidad de bolsas apiladas con latas de aluminio y ropa usada. Sin entrar en demasiados detalles de todo lo que había allí dentro, el lugar tenía el aspecto de una madriguera abandonada que no le harían sentir incomodidad a Shrek.

La cocina
Pese a las condiciones deplorables en las cuales vivían por falta de dinero y sobre todo de voluntad, conocerlo a José y a su madre Maruja fue un placer y una bendición para mí. Me hicieron sentir un miembro más de su familia, compartiendo lo poco que tenían, sin escatimar en nada. Comidas sencillas; charlas entre risas; conversaciones entre lágrimas; caminatas en busca de alimento o para vender latas de aluminio. Su riqueza radicaba en los buenos valores que conservaban. Fui hermano o un hijo adoptivo, o quizás ambas.

Los momentos y situaciones bizarras y extravagantes con ellos y los vecinos se daban a toda hora en aquel barrio activo y misterioso que nunca duerme. Casi todas las noches solíamos escuchar algún que otro disparo de fuego, lejos o cerca de donde dormíamos, símbolo de alguna riña familiar o algún ajuste de cuentas. Violencia al nivel extremo. Por tal razón era reglamento de la sierra que el pueblo descanse temprano, cada uno en su diminuto cubículo, así no habría malos entendidos.
En tierra ganada a la montaña, donde pulula el hacinamiento, la justicia social es la defensa aceptada y puesta en práctica. La fuerza policial a la montaña no ingresa, entonces vecinos armados con fusil y revolver, en compañía de canes amaestrados, circulaban por los callejones "garantizando" la seguridad del poblado.

Niños descalzos y sucios jugando a romper algo que ya estaba roto; jóvenes coqueteando en los pasillos; gente bebiendo alcohol al aire libre; fumadores de pasta base formando un círculo cerrado; mujeres vendiendo comida en la calle; gritos aislados y música a todo volumen; gente yendo o viniendo del trabajo; otros empaquetando cartones para venderlos al cachinero, y ladridos de perros cubiertos de un manto delgado de sarna, mugre y pulgas.
El amontonamiento de las viviendas hacía muchas veces imposible llevar a cabo una vida privada. Los sonidos, las conversaciones, los pedos y las novelas atravesaban como un fantasma las paredes de utilería que visualmente nos separaban. La falta de una buena red de saneamiento impedía respirar una minúscula bocanada de aire puro. Acostumbrarme al olor nauseabundo constante sin perder el apetito me llevo unos cuantos días de entrenamiento.

Al carecer de un sistema de recolección de residuos, el pueblo quema la basura en los pasillos o arrastran los desechos hasta algún basural furtivo de la base de la sierra, para allí enterrarlos o quemarlos. Changa, a veces paga que me tuvo un día de empleado. A punta de pico logré hacer un pozo de unos treinta centímetros de profundidad, sacando más piedras que tierra, para enterrar un perro agusanado que hedía a podrido, en uno de los pasillos angostos que funcionan de vía pública. Recibí a cambio una gaseosa y dos palmaditas cariñosas en la espalda como muestra de agradecimiento.
En otra oportunidad presenciamos con José y Maruja un funeral en el recinto comunitario del monte. Sirvieron café y un pan para cada integrante mientras los familiares, ya embriagados, despedían al joven difunto que yacía sobre una mesa de madera. Entraba y salía gente del recinto dejando una humilde colaboración para poder adquirir el cajón donde se conserva el cadáver, y pagar un flete hasta el cementerio más cercano.

Cuanta melancolía y tristeza desmenuzaban sus rostros primaverales, de saber que allí nadie llega a viejo, porque es reglamento de la sierra que el pueblo descanse temprano, y morir como vivieron en el mundo, en respetuoso silencio. Las infancias de muchos de ellos se nutren con violencia y ayunan caricias, amores y abrazos. En completa simbiosis con el barrio fabrican sus vidas en un laberinto al cual la mayoría no encuentra salida, y por desesperación algunos mueren de un disparo en la espalda o entran y salen de la cárcel o la comisaría, buscando sentir entre sus bandas respeto y aceptación, dinero para anestesiarse o poder comprar lo que a ellos también les ofrecen las publicidades.
Cuantas historias perecen sin ser contadas, cuantos poemas se pierden sin ser jamás leídos, cuántos niños fallecen sin llegan a ser adultos. En la literatura ellos son la falta de ortografía, en los manuales escolares el renglón en blanco y en el noticiero, los culpables.

Brindo estas palabras limitadas en homenaje a un pueblo que nació aislado, perdido y olvidado. Levanto mi voz en homenaje a San Juan de Lurigancho, barrio que me dio tanto, sin pedirme nada a cambio.



José en su casa
Cruzando el río Rimac (del cuál surge el nombre de la ciudad debido a la mala pronunciación de los españoles, transfigurándolo en Limac y más tarde en Lima) va mermando la pobreza de arrabal, destapando la olla de la vida marginal. Al igual que ocurre en tiempo de inundaciones donde el gentio procura salvación y refugio en lo alto, estas personas han hecho lo mismo sobre la montaña. Sus viviendas de lejos, parecen una colonia de cotorras barranqueras engrapadas a las rocas. Una al ladito de la otra. La mayoría a medio construir o con más huecos que un colador de metal.

Los aromas llegan hasta la zona pedemontana: amargos, rancios, extraños, como de algo que era mejor enterrar a prender fuego en plena callejuela.

Recicladores, barrenderos, empleados municipales, cobradores del transporte público, mucamas, delincuentes, estibadores, obreros de la construcción y vaya a saber cuantos oficios y labores más, realiza el zoológico humano que pernocta en la sierra de San Juan de Lurigancho.

Barrio bajo, que según las estadísticas de los especialistas en el asunto, tiene el deshonor de pertenecer al podio de los sitios más pobres y peligrosos de la capital peruana ( dato que hasta el momento de mi llegada desconocía completamente ).

En fin, allí estábamos. La buseta nos había dejado al pie de la sierra. Mi reciente amigo José, marcaba el paso lento, siempre en ascenso saludando algunos, esquivando la mirada de otros, hasta que llegamos a su hogar a unos 400 metros de la base del monte.
La vivienda erguida por suerte del destino, hecha con ínfimo ingenio y muy pocas ganas, me dió cobijo esa noche, y unas treinta más.
Tres paredes de ladrillos pegadas por algún albañil borracho que no comprendía ni jota los fundamentos básicos del Tetris, y una cuarta pared de madera reciclada, eran el alma de la vivienda.
No hubo tiempo que perder en hacer ventanas, y mucho menos en ordenar la inmensa cantidad de bolsas apiladas con latas de aluminio y ropa usada. Sin entrar en demasiados detalles de todo lo que había allí dentro, el lugar tenía el aspecto de una madriguera abandonada que no le harían sentir incomodidad a Shrek.

De todas formas conocerlo a José y a su madre Maruja fue un placer y una bendición para mi. Me hicieron sentir un miembro más de su familia, compartiendo lo poco que tenían, sin escatimar en nada. Comidas sencillas; charlas entre risas; conversaciones entre lágrimas; caminatas en busca de alimento o para vender latas de aluminio. Fuí hermano o un hijo adoptivo, o quizás ambas.



Los momentos y situaciones bizarras y extravagantes con ellos y los vecinos se daban a toda hora en aquel barrio activo y misterioso que nunca descansa. Por las noches soliamos escuchar algún que otro disparo de fuego, lejos o cerca de donde dormíamos. Símbolo de alguna riña familiar o algún ajuste de cuentas. Por tal razón era reglamento de la sierra que el pueblo descanse temprano, cada uno en su cubículo, así no habría malos entendidos.
En tierra ganada a la montaña, donde polula el hacinamiento, la justicia social es la defensa aceptada y puesta en práctica. La fuerza policial a la montaña no ingresaba. Entonces, hombres armados con fusil y revolver, en compañía de canes amaestrados, circulaban por los callejones "garantizando" la seguridad del poblado. 

De día, las escenas que proyectaba el cine social eran más o menos las siguientes: niños descalzos y sucios jugando a romper algo que ya estaba roto; jóvenes coqueteando en los pasillos; gente bebiendo alcohol al aire libre; fumadores de pasta base formando un círculo cerrado; mujeres vendiendo comida en la calle; gritos aislados y música a todo volumen; gente yendo o viniendo del trabajo; otros empaquetando cartones para venderlos al cachinero, y ladridos de perros cubiertos de un manto de sarna y pulgas.

El amontonamiento de las viviendas hacía muchas veces imposible llevar a cabo una vida privada, y la falta de una buena red de saneamiento impedía respirar una minúscula bocanada de aire puro. Acostumbrarme al olor constante sin perder el apetito me llevo unos cuantos días de entrenamiento.
Al carecer de un sistema de recolección de residuos, el pueblo quemaba la basura en los pasillos o arrastraban los desechos hasta algún baldío de la base de la sierra, para allí enterrarlos o quemarlos.
Changa, a veces paga que me tuvo un día de empleado. A punta de pico logré hacer un pozo de unos treinta centímetros de profundidad, sacando más piedras que tierra, para enterrar un perro que hedía a podrido, en uno de los pasillos angostos que funcionan de vía pública. Recibí a cambio una gaseosa y dos palmaditas cariñosas en la espalda como muestra de agradecimiento.

Maruja en el lavadero

En otra oportunidad presenciamos con José y Maruja un funeral en el recinto comunitario del monte. Sirvieron café y un pan para cada uno, mientras los familiares, ya embriagados despedían al jóven difunto que yacía sobre una mesa de madera.
Entraba y salía gente del recinto dejando una humilde colaboración para poder adquirir el cajón donde se conserva el cadáver, y pagar un flete hasta el cementerio más cercano.

Cuanta melancolía y tristeza desmenuzaban sus rostros primaverales, de saber que allí nadie llega a viejo, porque era reglamento de la sierra que el pueblo descanse temprano, y morir como vivieron al mundo, en un respetuoso silencio.
Que vida la de esta gente, que de tan temprano se nutre con violencia y ayuna caricias, amores y abrazos. En completa simbiosis con el barrio fabrican sus vidas en un laberinto al cual la mayoría no encuentra salida, y por desesperación algunos mueren de un disparo en la espalda o se mudan a la cárcel, al darse cuenta la policía que estaban haciendo trampa.
Cuantas historias perecen sin ser contadas, cuantos poemas se pierden sin ser jamás leidos. En la literatura ellos son la falta de ortografía. En los manuales escolares...el renglón en blanco. En el noticiero...los culpables del asunto.

Brindo estas palabras limitadas en homenaje a un pueblo que nació lejos, perdido y olvidado. Levanto mi voz en homenaje a San Juan de Lurigancho, barrio que me dió tanto, sin pedirme nada a cambio.

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