Planeta solitario

En el suelo riojano aún hay oro y como los chusmerios vuelan, ese dato llegó al oído de diferentes multinacionales al otro lado del charco. Sin embargo, un pueblo pequeño de más de cuatrocientos años de haber sido fundado, cruzó sus brazos y en la cara les dijo "el famatina no se toca".


El Famatina es un cerro rico, donde se encuentra además de uranio, el metal más valuado por el ser humano y la reserva de agua dulce de montaña más importante del noroeste argentino.
El demencial impacto ambiental de la minería a cielo abierto, no sólo destruiria el cerro para extraer los minerales sin dejar nada a cambio (como acostumbran a hacer estas mega empresas), sino que deja atrás de sí, enfermedades, un suelo estéril y contaminado y una desolación incalculable. Sin contar que este sistema minero es una esponja que absorve electricidad y agua en cantidades desorbitantes para su funcionamiento.
Por esas razones, Famatina, Alto Carrizal, Bajo Carrizal y otros pequeños poblados aledaños han reunido sus fuerzas en defensa de la vida, y no han permitido, a través de un glorioso corte rutero que los monstruosos vehículos mineros logren ingresar al cerro.

El corte de ruta aún sigue vigente, y esta lucha pacífica tuvo tanta repercusión a nivel nacional que activistas de todas las índoles se unieron al movimiento de acampe y resistencia.
Famatina es el primer Pueblo argentino en lograr por largo plazo dichos resultados.

Entre tanto revuelo de gente se sumó un tal Jorge. Oriundo de San Juan, de rastas largas, y un acento español que se le pego de morar tantos años en el viejo continente. Estuvo junto a la resistencia desde un principio, participando del acampe popular y las asambleas del pueblo. Transitó los momentos buenos de la jugada y también los más amargos, y allí se fué quedando. Se quedo tanto tiempo que una vez lograda la retirada de la tercera multinacional y disuelto el acampe transitorio, buscó refugio en la montaña, junto a dos compañeros más.
En la zona aún permanecen las ruinas de los hogares de los antiguos pobladores del lugar, todos de lengua Kan Kan. Viviendas construidas en piedra, aún están esperando acobijar a nuevos habitantes que deseen vivir en armonía con la naturaleza.

Estos tres personajes hallaron una pirca (casa de piedra) a medio derrumbar, a unos nueve kilómetros del último poblado, el Alto Carrizal. En varios kilómetros a la redonda, además de hermosos valles de puna y prepuna y soledad y belleza, no hay más que unos poco y lejanos vecinos. El resto es naturaliza libre y salvaje.
Allí, donde no hay facilidades ni comodidad, decidieron afincarse.
Reconstruyeron dos viviendas, luego de realizar muchos viajes durante meses, por la montaña para recolectar las piedras ausentes y los utensillos necesarios para que la vida no sea tan maciza.
El agua para beber y cocinar, era recolectada en baldes descendiendo y subiendo por un barranco de 50 metros, hasta las proximidades de um diminuto arroyito de agua mineral.

Tres años más tarde de aquel comienzo, de vida solitaria y austera, donde el viento es la única compañía constante, nos conocimos con Jorge en un pueblo riojano llamado Chilecito. Él había descendido de la montaña para buscar víveres y vender algunas hierbas medicinales del monte; nosotros exponíamos nuestras artesanías en la plaza principal. Conversamos un momento y nos invitó a pasar el tiempo que quisiéramos en su morada.
Algunos días más tarde, luego de pedalear y compartir unos días con dos franceses y dos suizas, desviamos nuestra ruta para visitarlo.

Con provisiones para algunos días, fuimos ascendiendo paulatinamente por los caminos desolados de montaña. Una asombrosa panorámica, nos introdujo al mundo donde reina la Pacha Mama perpetua e intocable.

Jorge vive sólo hoy en día. En el primer año, ambos compañeros habían decidido regresar al lugar donde se habían criado, entonces esos últimos años, más allá de las visitas esporádicas, estaba viviendo como un ermitaño.


Llegamos y nos acomodamos en una pequeña pirca, a la cual denominaba "la celdita". Ésta era una habitación de piedra, con techo de plástico y jarilla (planta abundante del lugar, también medicinal). Poseía en una esquina un fogón para cocinar, con salida de aire al exterior, y algunos libros en una repisa. Una frasada funcionaba de puerta, y como era de esperarse la celdita no tenía cama, ni colchón, sin embargo, era un sitio muy confortable.

Dos semanas atrás habían llegado otro viajeros que aún permanecían ahí, compartiendo cuarto en la vivienda de Jorge. El Polaco, Flor y su hijo Inca.

Fueron pasando los días, nos fuimos conociendo, entre nosotros y al lugar.

La huerta nos daba tomates en cantidad, también cebollín y lechuga. Jorge secaba tomates y membrillos en la época de cosecha, para aprovecharlos el resto del año. También se las rebuscaba en la cosecha de nueces.

En dos días construimos un baño seco, con maderas recicladas del acampe, que trasportamos los nueve kilómetros en el lomo, una noche fría de luminosas estrellas. Hicimos un gran pozo, de más de metro y medio de profundidad y lo cubrimos con dichas maderas. Una rústica obra de arte sin ningún tipo de privacidad, totalmente funcional. Visitamos a los vecinos para compartir unos mates y buscar el abono que producen las cabras y las gallinas; caminamos durante horas por los valles de montaña; tomamos baño en el río de agua helada; recolectamos la leña seca y vieja que arrastró el río en tiempos de mayor caudal; agrandamos el tamaño de la huerta a punta de pico y asada; y contemplamos las vastas montañas rocosas durante largas e infinitas horas.

El silencio era absoluto, la tranquilidad impagable, y las comodidades estaban dispuestas en su justa medida.

Construyendo el baño seco

La celdita


La vida austera y solitaria del monte aún sigue viva. Es parte de nuestro pasado como sociedad, pero también es nuestro aislado presente. Las pequeñas comunidades y los ermitaños están ahí, eligiendo otra vía, otra conexión, otra realidade. Ninguna de ellas es mejor o peor a la cuál es elegida por quién vive en la ciudad, simplemente es distinta.
Recolectando leña
El monte requiere ocuparse de otros asuntos, muchos de ellos, ya olvidados en la capital. Esa conexión con nuestro cuerpo: de caminar atentos a cada paso; de comer lo justo y necesario; de escuchar el silencio y la voz de la conciencia; de planificar actividades antes de que caiga la noche o llegue la lluvia; de entretenernos y ejercitarnos con los juegos que inventamos. Esa conexión directa con el ambiente; con el calor y la luz del fuego; con el agua del arroyo puro y natural; con las caricias cálidas o las bofetadas heladas del viento; con la tierra que pisamos... que es la misma que nos da de comer. Es parte elemental de nuestra esencia, de nuestra más pura naturaleza.
Vivir o transitar una jornada en la naturaleza, es un refresco vital que nos transporta al núcleo que nos dió origen.




La cocina

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