Cartagena de Indias

"No menos de diecisiete millones de personas fueron desembarcadas en puertos de América entre los siglos XVI y comienzos del XIX. Eran inmigrantes involuntarios, cosificados por la ambición y la codicia. Sólo una proporción de estos hombres, mujeres y niños capturados en África sobrevivía a las terribles condiciones en que eran amontonados y encadenados en barcos negreros. Algunos esclavos se negaban a tomar alimentos, pero los marineros les colocaban embudos en las bocas para que se alimentaran de prepo y que no perdieran peso, de modo de obtener mejor precio por ellos. No había ninguna tolerancia a bordo. Cuando se detectaba un atísbo de epidemia, echaban al mar a los enfermos, encadenados...Ese tráfico inhumano fue base para que florecieran ciudades y puertos como Liverpool, asociada a los Beatles, pero que guarda una historia espantosa. Desde allí partió la primera nave negrera en 1709 y a partir de entonces el tráfico creció exponencialmente." 

Felipe Pigna, Argentina

Cartagena trás un ataque inglés en el año 1741

En Cartagena de Indias situada en la actual República de Colombia se estableció uno de los puertos más importantes de América. Éste tuvo una función crucial como centro comercial y puerto de embarque de los tesoros de la Corona española, siendo en varias ocasiones asediada por piratas y bucaneros. El tráfico de esclavos, como era moda de la época, ha dejado su huella hasta la actualidad viajando sus pesados vestigios por más de cinco siglos. Según estadísticas oficiales el 36% de la población de Cartagena, de casi un millón de habitantes, es afrodescendiente o mulata. Los fantasmas del pasado, y sus historias de opresores y oprimidos, más allá del color de piel aún está latente. Basta con caminar por el mercado de  Bazurto, para comprobar la verdadera idiosincrásia de los cartegeneros, lejos de la cosmopolita ciudad amurallada y la pulcritud de la elite empresarial que gobierna la ciudad durante los últimos años. Esta polaridad social tan cercana y transparente, refleja la análoga situación que la ciudad vive desde sus inicios, y pone en evidencia la falta de compromiso político y social para una verdadera integración.

Las calles de Cartagena lejos de la turística ciudad amurallada ( foto de otro autor )


Era a finales del año 2013 cuando arribamos con Marita a esta ciudad. Aquel día, como durante todo el año, el calor era intenso y la humedad un tanto sofocante. Al ingresar pedaleando por las anchas avenidas colmadas de buses y carros antiguos, absorbimos el primer pantallazo de una ciudad abandonada, pobre y caótica. Algo que quizás en ninguna empresa de turismo tengan la bondad de aclarar.



A medida que íbamos acercándonos al centro, los comercios informales poblaban las veredas de variados artículos de consumo, ofreciendo prácticamente todo lo que uno pueda llegar a imaginar. ¿Inclusive dragones? Si, también tenían de esos, pero en forma de llavero. De pronto, divisando a lo lejos la gran muralla del centro histórico, notamos un cambio radical en cuanto a la urbanización y su limpieza. Como si fuera un pedazo de torta cortada a cuchillo, nos sumergimos casualmente en el merengue de la misma, quedando la parte quemada y mal cocinada atrás. La torre del reloj agrietaba debajo de ella, en forma de arco, una de las puertas de ingreso al famoso centro histórico de la ciudad amurallada, donde descansan las reliquias arquitectónicas de la presuntuosa vida de los gobernantes de antaño.
Según Lewis Carroll, Alicia persiguió al conejo blanco del gran reloj aconsejada por la intuición y su curiosidad. Nosotros al ver la torre del reloj decidimos hacer lo mismo. Estábamos dispuestos a incorporar la otra Cartagena, la otra cara, a nuestras vidas. Cumpliendo su función primordial, un voluminoso muro dividía ambos mundos.


Muros de piedra, balcones floreados, tejas musleras, calles de adoquín. Elegancia, refinamiento y confort para el turista internacional. Tiendas con esmeraldas y tejidos indígenas. Heladerías con precios exuberantes, como el busto de Moria Casán. Sombreros de pana y cámaras de fotográficas sofisticadas. Hoteles boutique y restaurantes de lujo. Cuenta la leyenda que dentro del muro, las mujeres se vuelven damas y por lo tanto ninguna se atreve a ingresar sin maquillaje o despeinada. Más que otra realidad, este mundo sugiere fantasía de copetín.

Entre tanta delicadeza se encontraba César, disfrazado de Scarface en un banco del parque Bolívar. Éste colombiano cincuentón y delgado, nacido en Cali, al vernos sudando bajo algún árbol de Caracolí, nos sonrió y convidó a beber un tinto calientico de un vendedor ambulante. Es decir, un café caliente. Además de simpático este hombre resultó ser un cicloviajero de la vieja escuela, al recorrer más de sesenta países pedaleando durante una década y media de su juventud. Al vernos recién llegados en bicicleta y sin ninguna referencia, nos convidó una ducha en la nueva casa del alcalde de Cartagena, que él estaba cuidando. Como la casa se encontraba dentro de la misma ciudad amurallada y su oferta era algo increíble de creer, le seguimos los pasos hasta la vivienda.




A pocas cuadras de allí, no más de cuatro, estaba entreverada entre otras casonas coloniales la que ciudaba César. Al abrir la puerta con su llave, nos quedamos desconcertados. Al frente nuestro no había ninguna casa. Era tan sólo una fachada. Detalle importante que él no nos advirtió. Seis enormes pilares de piedra aún estaban erguidos observando al cielo azul, pero ya no sostenían ninguna viga sobre ellos. Y eso no es todo. Además de techo, tampoco había paredes, y por lo tanto, puertas ni ventanas. En sí, aquello que si había eran montañas de escombros por todas partes, y gruesas tablas de madera apiladas en el centro del ex domicilio. Esas maderas eran la actual cama de César. El único servicio que había a disposición era una canilla con una manguera, para beber y ducharse al aire libre con agua fría. El resto sólo eran ruinas.
Como solemos adaptarnos a la situación del momento sin grandes pretensiones, decidimos ducharnos allí, mientras César fumaba su medicina. ¿Qué más podíamos pedir? Luego combinamos para salir y volver a dormir en la misma "cama" de César.
Un dato interesante, era que él llevaba habitando y cuidando esa demolición, a cambio de un pequeño salario, alrededor de doce meses. Sí, doce meses, o un año, para quien más le guste, viviendo dentro de la ciudad amurallada de un punto turístico internacional, dentro de una casa sin paredes, baño, cocina ni techo. Una habilidad misteriosa, sin dudas este hombre tenía.

Entonces dejamos nuestras bicicletas dentro de la invisible edificación y aprovechamos a recorrer cual turistas curiosos, el barrio histórico. Visitamos el museo del oro y sus piezas indígenas antiguas: los cañones de la época de las invasiones navales: las fachadas de las iglesias coloridas y la del castillo de San Felipe de Barajas: y el resto de esa historia y costumbres marcadas a fuego en cada edificación y en cada parte. Es prácticamente imposible no dejarse seducir por tanta delicadeza y presunción humana. Una verdadera casita de muñecas en miniatura, poblada constantemente por muchos Ken y muchas Barbies, de diferentes rincones del mundo.
Casi llegando la noche regresamos a la casa del intendente por nuestras artesanías e intentamos trabajar junto a varios artesanos y artistas callejeros en una callejuela de la ciudad. Carrozas adornadas y tiradas a caballo paseaban por los desnivelados adoquines, a los turistas que desfundaban varios dólares por el breve paseo. Luego de algunas ventas, conversaciones amenas con los turistas y un par de horas de exposición bajo las estrellas, llegaron los señores policías a tratarnos sin ningún respeto, para que desmontemos la feria artesanal improvisada. Porque como reza la bandera de Brasil, no encajábamos en su esquema de Orden y Progreso. No es algo extraño en países americanos que el Estado exija obligaciones y al mismo tiempo aplaste tus derechos. De todas formas nadie ejerció demasiada resistencia, más que verbal, así que nos fuimos a pasear por el ex barrio de los esclavos, Getsemaní.
El barrio se halla fuera de las murallas protectoras y es sede de varios hostales con precios más accesibles para el turista de mochila. En la Plaza de la Trinidad los tambores, las guitarras y el ron se encontraban reunidos, cantando y dialogando en diversos idiomas. Allí estaba la sangre caliente y el relax, sin lista de precio ni catálogo de consumo. Era una aglomeración cosmopolita de otra índole, una más placentera, afable y jovial. La zona, estaba liberada.

Plaza de la Trinidad - Foto de Mike, un turista italiano

A media noche regresamos a la ciudad amurallada para descansar. César nos esperaba con la cama preparada en las penumbras de su hogar provisorio. Bastó desplegar las bolsas de dormir sobre las maderas, para dormir bajo la luz de las estrellas, cubiertas de algunas dudosas nubes. Como los tres habíamos notado, eran nubes esponjosas de lluvia. Las primeras gotas en la cara, nos despertaron del distendido sueño. - ¿Y ahora que inventamos? - le pregunté medio dormido al anfitrión. Por fortuna, había un plan B, un sitio de la casa que aún desconocíamos, el sótano. Entonces nos retiramos bajo la humedad de una fina llovizna, hacia el ingreso del subsuelo. Éste se encontraba detrás de unas maderas apoyadas contra una pared y por tal razón no lo habíamos visto. Desgraciadamente César nos había ocultado la existencia del sótano por un mínimo detalle...estaba inundado. No podía ser, este tipo era una broma pesada personificada.  ¿Por qué ocultaba tanto? De pronto iluminó con su linterna el interior del sótano, al ver nuestra pesima reacción. El muy astuto le había colocado previamente, una vieja y ancha puerta de madera acostada sobre unos bloques, a modo de isla. Si bien era una buena jugada y la puerta era espaciosa, no cabíamos los tres. A lo sumo dos personas apretadas. Entonces decidió cedernos su refugio anti lluvia y subió en busca de otra puerta para solucionar la situación. Diez minutos más tarde, los tres conseguimos conciliar el sueño sobre ambas acolchonadas y reconfortantes puertas.

Al día siguiente hicimos un recorrido en bicicleta por los barrios más Top de Cartagena ( Castillo grande, Boca grande), bordeando hoteles de lujo y sus balcones vidriados, para finalizar con broche de oro en el mercado de Bazurto, el barrio más Under de la ciudad, degustando un delicioso plato típico de la región: arroz con coco y pescado frito. Sin embargo, no todo fué tan breve y resumido. César que en un principio había declarado pedalear todos los días por la mañana, había mentido. Los rodamientos de su bicicleta y algunas piezas más se encontraban tiesas y oxidadas, al igual que sus piernas En tales condiciones, no demoro mucho en partirse en dos, las esperanzas de hacer todo el circuito pedaleando. Además de la bicicleta averiada, en el camino a pie la zapatilla izquierda, calzado especial de ciclista, se le abrió al medio como boca de tiburón. A esa altura no podíamos hacer otra cosa más que reírnos. El sujeto era chistoso.
Continuamos bajo el sol caminando por la ciudad. Compramos a precio ilusorio unas prendas de vestir en una feria evangélica; conocimos barrios humildes y otros no tanto; vimos una cantidad innumerable de personas viviendo en la calle, hasta que llegamos al mercado Bazurto. Al igual que la ciudad, el mercado era un laberinto de callejuelas.  Mesas colmadas de pescados sin tripas; ollas gigantes friendo arroz y carne blanca; mujeres mulatas cocinando y manoseado diferentes utensillos y comida sin lavarse las manos; champeta sonando a todo volumen; gente realizando tareas que hoy en día en otros países son reemplazadas por máquinas; y un abanico enorme de excentricidades, difíciles de relatar y comprender, para quién no se crió en aquellas tierras.

Pedaleando con César

Luego del almuerzo continuamos caminando dos kilómetros más hasta la bicicleteria favorita de César, ya lejos de aquel increíble submundo. Y entre charlas, César nos develó una verdad. Una, después de tantos enigmas. Él nunca había pedaleado en la ruta, o sea lo de ciclo viajero era puro cuento. Lo suyo era hacer dedo en la ruta y luego decir al llegar al próximo punto, que había hecho todo pedaleando. En su época no había medios de comunicación personales y mucho menos cámaras digitales. Con imaginación y algunos gramos de locura, se había inventado un personaje, que consiguió mantener hasta la actualidad impune, ya que él fue declarado por el Ministerio de Cultura de su país, como un ente cultural relevante, o algo así (quizás su credencial también era un engaño, quién sabe). Había mentido tanto durante su juventud, que se terminó creyendo él mismo sus propias mentiras. Demencia total. Esa noche desenfrenado en su manía de manipular, lanzó indirectamente una propuesta de carácter sexual. El viejo no sólo estaba solo, también estaba desesperado. Esquivamos varios de sus asuntos, porque en sí él no era una mala persona, y nosotros tampoco éramos los más cuerdos del mundo.





Pasaron algunos días más en aquella ciudad histórica, en convivencia con el señor de los inventos. Noches de sótano, porque cada noche llovía. Risas, paseos, encuentros sociales, y una truncada participación en un maratón de 10 kilómetros, ya que cuando me quise dar cuenta, estando con la camiseta del encuentro puesta y en sandalias, el maratón había comenzado y yo estaba mirando una pared. Es que las paredes de la ciudad amurallada eran muy delicadas y bonitas.
Hasta que un día César nos avisó que iban a llegar algunos albañiles a trabajar, y tenernos allí dentro de contrabando, no iba a ser agradable para el alcalde. Sin saber, a esa altura, si era verdad o mentira, sentimos que ya era suficiente de aquella ciudad, y de aquel hombre, entonces nos montamos a nuestras bicicletas y de un minuto a otro regresamos a la ruta, cargando unos cuantos kilos de emociones para resolver en el camino. Cartagena de Indias quedaría entonces atrás.



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