Yagé, la soga de los muertos

Sábado por la noche. Primer semestre del año 2013. Éramos alrededor de quince personas, contando a dos taitas y a la Mama Concha. Gente de varios países allí reunidos. Nos sentamos en un gran círculo bajo un techo de dos paredes, rodeados de vegetación subtropical, para darle inicio a la ceremonia. La luna estaba llena y reluciente como un espejo de agua, dándole un brillo hermoso al ambiente. 
Empezaron las oraciones en idioma Kamsá, y el taita Guillermo brindó una dosis de rapé con su pipa ( hojas de tabaco tostadas y molidas ) en cada orificio nasal a través de un soplido, para el que lo sintiera. Psicoactivo ancestral, intermediario de los mundos.  Diez minutos más tarde, con el espíritu preparado para el viaje, fuimos tomando una copa de Yagé cada uno, esperando pacientemente el efecto de la medicina.





Alrededor de treinta o cuarenta minutos más tarde, luego de un prolongado silencio, inició el repugnante ritual de purgación. Cada miembro fue incorporándose de su sitio de descanso para vomitar en algún rincón de la selva. Almas a oscuras, deambulando en rítmicos vómitos sucesivos, fueron las primeras imágenes del efecto del Yagé.
Perdidos en un universo particular e individual, nos convertimos minuto a minuto en elementos de la naturaleza. De pronto comenzaron los gritos, los cantos, los rezos y las miradas desorbitadas en busca de un pensamiento claro y conciso. Las psicodélicas visiones no estaban invadiendo mi razón o eso creía, a pesar de que no podía parar de balancearme de un costado hacia el otro mientras cantaba: "sólo siento, cuando me siento", una y otra vez. Así que acepté otra copa de medicina.
Luego de unas oraciones y unas sopladas de humo de tabaco, bebí la segunda copa. Ésta era mucho más viscosa que la primera, y por lo tanto más fuerte. Estaban concentrados en ella todos los espíritus de la selva. Ahí si, me deje llevar hacia las misteriosas puertas de la divinidad mental. La música ondulante de las armónicas de los taitas; la guitarra desquiciada de Danny y el hipnótico canto grupal, me introdujeron en un inestable estado de trance.

Mis ojos cerrados eran capaces de ver mejor. Mientras zapateaba sin parar y bailaba como una marioneta manipulada por un titiritero demente, comencé a cantar los ícaros que me llegaban. Sentía el aura de todos los que estaban a mi alrededor. Los colores variaron entre amarillos, naranjas y rojos furiosos, a violetas, negros y verdes. Energía que invadía cada partícula de mi cuerpo y la del entorno. Todos eran colores que danzaban frenéticamente al compás del zapateo y los alaridos de libertad.

En todo momento me sentía en el epicentro de aquel microcosmos de personas embriagadas de una inexplicable conexión espiritual. Alegría intensa; ganas de explotar para convertirme en polvo de estrellas y una total pérdida de mi ubicación geográfica, eran lo que llenaba mi alma de júbilo y sorpresa. El reloj del tiempo estaba despedazado en el cajón inútil de mi memoria. Era sólo presente. Ya nada tenía identidad. Éramos todos Uno, sintiendo la eléctrica potencia del Gran Espíritu, por llamarlo de alguna manera.

El trance iba en aumento, al igual de la seguridad de que me estaba volviendo más fuerte. Lagunas de olvido, una y otra vez.
De un segundo a otro todo se tranquilizó, y percibí que cada uno estaba tomando un viaje más introspectivo. El zumbido de la guitarra de Danny, envolvía la atmósfera de melodías vibrantes. Vibraciones que conseguía ver, o comprender, desprendidas por el aire. Todos estaban escuchando calmadamente su música.

Más lagunas de olvido. Mareas de pensamientos y voces internas me hablaban al mismo tiempo. Al mismo momentos en que las dimensiones se fusionaban en enredados conflictos de espacio temporal. Por momentos no entendía nada, y a la misma vez comprendía todo. Y todo era tan simple.

Harvey, tendido en el barro gritaba desesperadamente mientras se hundía en un pozo de lodo imaginario. Gritos insoportables, mal viaje. Sufrimiento y perdición. Lo intentamos calmar, pero resultaba imposible. Los minutos pasaban y no lograba volver en sí mismo. Marcas de sangre y piel colorada, dejaban en evidencia de que su locura iba en aumento. Último recurso, pisarle las extremidades para evitar su autoflagelación. Le escupieron agua florida, bocanadas de humo de tabaco y al ser espigado consiguió tranquilizarse. No estaba solo, estábamos todos dispuestos a ayudarlo.

Otro sacudón y volvió a entregarse a la locura. Abrazados a su alrededor le rogamos al espíritu de la lluvia. Mágicamente comenzó a llover de repente, y Harvey hecho agua se rindió. Soltó su cuerpo, soltó sus pesadillas.
De repente no aguante el mareo y me alejé para vomitar. ¿Cómo poder explicar la insoportable sensación de escupir tu cuerpo entero por la boca? ¿Y el dolor?

Debilidad, cansancio y fatiga. No aguantaba más. Mi cuerpo se estaba derritiendo en forma de vómito hasta que al fin se detuvo, y una mirada siniestra y pesimista invadió mis ojos. Sentí que nadie me quería, y que mi vida entera había sido una mentira. Sentí rechazo por parte del resto. Así que me refugié en la desolada selva para hundirme en una infinita tristeza. Conseguía ver claro, ese túnel oscuro por donde estaba penetrando sin control. Las penumbras se convirtieron en mis compañeras. Estaba preso en una cárcel de culpa y preocupación. Nada bueno sucedía. No podía salir.
En mi desesperación mastiqué hojas de varias plantas. Escarbé el suelo para fabricar una guarida. La lluvia me humedecía, pero necesitaba un millón de centímetros cúbicos para dejar de sentirme una porquería. Apareció don Gaspar para ayudarme, pero no lograba abrazarlo al anciano. Se fué y llegó la madre Concha. En su mirada habitaba el equilibrio y la serenidad. Abrazame madre, soy tu hijo, y estoy perdido. La acompañe hasta el techo donde se encontraba el resto del grupo. Todos me miraban felices, como si el hecho de que regresara les diera idilio.

Amor, volvía a sentir amor por todos, pero de forma descontrolada. confundiendo amor por sexo. Entonces propuse organizar una gran orgía. Me cagué encima, y rodé por el suelo. Algunos sonreían. Mordí cuanta madera se me cruzó por mi camino. Destruir era crear. Me fanaticé con esa nueva idea. Comencé a patear y a derribar bancos y sillas. Me sentía felíz. No podía parar de reír a carcajadas. Era un maldito caos de mierda y barro. Gritaba como un desquiciado, Diógenes resucitado. Ardía como una llama rociada con combustible. Suspenso. Ardor de espigas.
Entonces llegó la calma. Ya era de día. Estaba semi desnudo acostado en el piso de tierra. Delirio, locura y pánico. Me dormí sentado hasta que caí al suelo, golpeándome. Luego descansé al lado del fogón. Pero me echaron por tener un olor desagradable. Al fin logré descansar en una carpa, hecho un completo desastre.
Después de aquella noche de medicina, abandoné por completo el consumo de todo aquello que considerara vicio.




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