"Que la curiosidad sea más grande que el miedo"

La playa y su basura
   

 Septiembre de 2014, llevo 31 meses en viaje, Marita 3 años y medio. Surge la idea de visitar a nuestras familias haciendo una migración aérea. Varios argentinos que habíamos cruzado en Colombia, conocían amigos que habían volado a muy bajo costo desde el aeropuerto de La Guayra hasta Ezeiza. Entonces nos motivamos mutuamente para develar el misterio.
    Ingresar a Caracas es un tremendo caos. Pues entrar a una capital a paso de pedal no es poca cosa, más si no tenes una minúscula idea acerca de la ciudad, si no tenes un mapa para orientarte, un destino fijo adonde llegar para dormir y el tránsito vehicular se encuentra atorado en todas sus gargantas.
    Se nos pasa el día entero dando vueltas entre avenidas, barrios y villas miseria, buscando algún hotel super rasca, en la zona roja de la capital. Como los hoteles económicos están destinados a la prostitución o funcionan de telo para parejas de paso, es una tarea imposible conseguir una habitación para dormir con las bicicletas dentro. Los pasillos para colmo, son más diminutos que un caño de gas. 
    Cuando la noche va entrando a las patadas con su típica oscuridad, se nos ocurre guardar las bicicletas en un centro de jubilados, para que descansen rodeadas de ancianos. Como toda gente mayor, no se hacen mucho problema por la vida. Amablemente se ofrecen a ayudarnos. Nosotros regresamos al cuarto de mejor precio. O sea, al más barato. Para descansar algunas horas y continuar al amanecer rumbo al aeropuerto del Caribe, con algunas pulgas encima.



    Una ruta desolada rodeada de viviendas a medio construir sobre las montañas, es el paisaje que va quedando atrás, una vez que desayunamos y comenzamos nuevamente a pedalear. Nos separan unos treinta kilómetros de la ciudad por una ruta donde no transita absolutamente nadie. La ruta testarudamente va en descenso, bordeada de vegetación nativa del trópico. De mi parte le daría un Oscar al director que creó semejante belleza.
    Una vez en La Guayra, almorzamos de frente al mar, despidiéndonos de las olas cálidas que tanta alegría nos habrían resguardado. Hicimos noche en una estación de Bomberos Voluntarios y al día siguiente ingresamos al aeropuerto internacional.



    Era de esperarse, que nuestros atuendos descoloridos y de otra talla, irían a constrastar abruptamente con la elegancia de los tripulantes que poblaban el nido de pájaros. Sin embargo, el problema en sí no eran las miradas despectivas, sino la inexistencia de boletos de reserva hasta para los próximos seis meses. Una aerolínea tras otra, de las pocas que viajaban al país del fútbol y la yerba mate, nos anuncian que no había posibilidad de volar hasta dentro de medio año, como mínimo. El dato me parecía un disparate y los ojitos de Mari mostraron la misma expresión que los del Gato con botas. Entonces para no defraudarla, y extirparle sin anestesia el golpe de tristeza que se le avecinaba,  inventé una historia. Enferme terminalmente a mi madre y me anuncié huérfano de padre y único hijo. Ya no éramos turistas, sino parientes en una situación de emergencia. A mi madre le restaba poco tiempo de vida, así que era preciso llegar a nuestro país natal cuanto antes. Magicamente donde no había más asientos, ni reservas, aparecen dos lugares disponibles en el próximo vuelo de Conviasa. Otro disparate. No sabía si putear a la empresa o darle un abrazo a la empleada que me atendía. Maldita burocracia. Opte pacíficamente por devolver una sonrisa.
     Teníamos tan sólo un par de horas, para vender las bicicletas y juntar el dinero que faltaba para comprar los pasajes; cambiar pesos colombianos a bolívares; improvisar la manera de cargar mi equipaje en una mochila que no poseíamos y convencer al oficial de migraciones para que me permita subir al avión con un documento de identidad donde mi rostro era una mancha borrosa de humedad. La ansiedad era más veloz que el viento, y el calor infernal no ayudaba a resolver ningún asunto. 
    Paso a paso fuimos resolviendo la contienda, al punto de envolver mis quince kilos de pertenencias dentro de una hamaca, a modo linyera. Marita al tener sus alforjas artesanales de caucho, resolvió viajar atándo con una soga todos sus bártulos. Las bicicletas fueron vendidas a precio de regalo a un oficial de aduana, y el machete y los libros, al igual que las ollas tiznadas, fueron los obsequios para las curiosos que se aglutinaban a nuestro alrededor. Y de esa forma ingresamos nuevamente al aeropuerto, enredados entre rastas y gigantezcos bultos llenos de tierra. 
    Como los pasajes no se compran al contado sino con tarjeta, nos demoramos casi una hora más intentado convencer a los ciudadanos que intentaban comprar pasajes. Finalmente la misma empleada de la aerolínea recibió el dinero de los dos pasajes ( 18000 bolívares, o sea 180 dólares, en ese momento ) y conseguimos avanzar un casillero más del interminable Ludo Matic. 
    Al estar el oficial de migraciones en una reunión importante, me dieron autorización los subalternos para volar con el documento de identidad en estado deplorable. Mi rostro era una mancha confusa de lluvia y sudor, y estaba más sucio que corazón de cenicero. 
     Con los minutos restantes, aprovechamos a llamar desde un teléfono público a la familia de Marita, para que nos busquen en las próximas ocho horas en el aeropuerto argentino, puesto que regresábamos al país sin un centavo en los bolsillos. No hubo forma de avisarle a mi familia. Y así, con una improvisación digna de un artísta que se acaba de olvidar el libreto, iríamos a regresar al territorio de la República Argentina. 

   Tan sólo dos meses más tarde de aquel magistral y mega económico regreso, nos encontraríamos con Marita pedaleando por la provincia de Buenos Aires, con rumbo al norte. Saldríamos con dos bicicletas de hierro, viejas y obsequiadas, y una paradisíaca demencia, que mirando en retrospectiva, jamás nos abandonaba.

Un recuerdo de los andes venezolanos

No hay comentarios.:

Publicar un comentario