Y claro que no había anillos, nadie tenía ni buscaba poder. Éramos varios,
de varias nacionalidades, el número de integrantes con los días, al igual que
el dólar en Argentina iba fluctuando. Recuerdo que una noche llegamos a ser
alrededor de veinticinco personas, hasta llegamos a festejar la Navidad y dos
cumpleaños. Era una comuna sin fecha de vencimiento, así como había nacido de
improvisto se difuminaría en algún momento impreciso. Estábamos juntos para
compartir experiencias, conocimientos, música, amores, fogones, malabares,
artesanías, duchas en el mar, risas, trabajo, comida, noches, tardes y días.
A mí me reclutaron una noche, una
de esas que caminaba por la ruta sólo. Ciertamente iba sin rumbo fijo,
empujando mi alma hacia el sur. Sabía que a 12 kilómetros desde donde me
encontraba había un pueblo de pescadores, quizás la idea era llegar hasta allí.
Sin embargo a mitad de camino una camioneta rebalsada de viajeros, se detuvo.
Iban tres pueblerinos en la cabina y el resto en la caja, con bolsas y mochilas
entre sus piernas. Me invitaron a subir, y acepté con alegría mi destino.
El pueblo de San Mateo les había
dado las llaves de una cabaña solitaria que se hallaba de frente al mar, para
que vivan allí y den talleres de música y artesanías con materiales reciclados
a los niños del pueblo de forma gratuita. Nadie había firmado un contrato, a
nadie le iban a pagar un mango, pero tampoco se hablo de fecha de caducidad. Más
que un trabajo era un privilegio. Eran seis al principio y conmigo ya sumábamos
ocho.
Entonces con una organización
horizontal poníamos dinero para abastecernos de comida, rotábamos a los
encargados de la cocina y de limpieza, y viajábamos a dedo hasta la ciudad de
Manta para trabajar, cada uno en su rubro para abastecernos de agua potable y
alimentos. Como dije antes, el número de integrantes iba fluctuando. A veces
llegaban vecinos de visita, a veces niños, otras, pescadores con cerveza o
pescados de regalo, y en ciertas oportunidades más viajeros con sus carpas y
pertenencias encima.
Así sucedieron los días y las
largas noches, en esa cabaña de dos pisos de puerta siempre abierta de par en
par. Gente de España, de Colombia, de Argentina, de Ecuador, de Francia. Convivencia sin
roces, charlas de enciclopedia, de atlas, de personas sin fronteras ni
religión. La arena era la cocina, la arena era el baño, la arena era el patio
de juegos, y el living comedor. Hasta que un mediodía, al cumplirse unos
treinta días de mi llegada, nos visitó el intendente del pueblo. Si bien la
comuna estaba feliz de que hayamos hecho un festival artístico en la única
iglesia del poblado para festejar la navidad, muchos vecinos estaban
preocupados al ver que cada semana éramos más personas viviendo allí,
prácticamente al aire libre. Decidieron desalojarnos antes de que se les vayan
de las manos nuestras intensiones. Si bien nadie pensaba radicarse en la cabaña
durante mucho tiempo más, tampoco ninguno decidía irse. Así que luego de
recibir el ultimátum del funcionario público, en menos de lo que demora un
helado de banana Split y chocolate suizo en la mano, abandonamos el lugar. De a
grupos y sin empujar retornamos todos a la ruta, organizando festejar el año nuevo
en la playa de Mompiche, para que no se acabe el carnaval.
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