Finales del verano del 2018. Mientras el sol nos tostaba como
si fuéramos finas rodajas de pan lactal, el Negro Jorge me contaba el inició y
su participación en el corte de ruta más prolongado de la historia de la
humanidad. O así afirman los más osados.
Ambos estábamos arriba de una escalera
colocando un paño de aislación térmica en las paredes de una vivienda que
pertenecía al country club de Gualeguaychú. En el patio de aquella vivienda ostentosamente
aburrida de tan gris, nacía una extensa cancha de golf, donde algunos
aficionados de chomba y zapatos de cuero golpeaban sus blanquecinas bolas
blancas hacia hoyos ubicados sobre una alfombra de césped más verde y prolija
que una mesa de billar de Las Vegas. Nosotros por nuestra propia cuenta sudábamos idénticas
gotas mineralizadas del rostro, pero vestidos con ropa cansada de obrero bajo
un cielo despejado de abril.
Según afirma el Negro, el
legendario corte rutero en contra de la papelera de Botnia, de capital
finlandés y su inherente contaminación, nació de un mate para el otro al ser
confirmado por varios vecinos la construcción de la misma sobre el río Uruguay,
que divide dos naciones y dos ciudades. Argentina y Uruguay por un lado, Fray
Bentos y Gualeguaychu por el otro. Entonces el cebador abandonó su oficio
repentinamente y exclamó: “hay que cortar el puente, porque si no defendemos
nuestro pueblo quién lo va a hacer”. Era la voz del Ruso Ibarra, aguerrido vecino,
y quienes lo oyeron y lo acompañaron los treinta kilómetros hasta el puente internacional
fueron tan sólo los seis amigos que lo rodeaban. El Negro se encontraba entre
ellos, por supuesto, y le hizo frente a la ruta con su bicicleta aurorita de
pecho al viento.
Como no había experiencia en asunto
de piquetes entre los participantes, revolearon literalmente lo que hallaron
sobre el asfalto para evitar la circulación de los vehículos y hacer visibles
sus demandas. Dicen que el primer auto demoró sus buenos minutos en llegar, y
aún no tenían demasiado en claro que expresar y cómo hacerlo, así que una vez
que el conductor estuvo bien próximo lo mandaron a fritar pasteles al pueblo,
porque ahí mismo la gente estaba de protesta y nadie iba a poder cruzar al país
vecino. El intruso como era de esperarse, se puso a renegar con actitud mafiosa
de bulldog hasta que una misteriosa cubierta de automóvil, llego volando dibujando
una parábola matemática por los aires e impacto en el parabrisas del vehículo del
pobre conductor. El vidrio se astilló al instante y a éste no le quedo otra
alternativa que tomarse el palo en busca de la fuerza policial.
Entonces llegaron los móviles
policiales, más vecinos, gendarmería, carpas, carteles, ollas populares,
cámaras de televisión, asambleas, debates, discusiones, militantes nacionales,
agrupaciones medioambientales, agrupaciones políticas, días, semanas y algunos años.
Y así comenzo la lucha de un pueblo, y de una nación. Finalmente la papelera se construyó, haciendo los gobernantes la vista fina a lo económico y gorda a los futuros problemas para el medioambiente.
Al poco tiempo los especialistas anunciaron que el río Uruguay y sus afluentes ya estaban densamente
contaminados por los desechos de la empresa. Efectos colaterales del progreso, dijeron.
Hay días que de tanta porquería el
agua se pone fluorescente. Hay días en que la Pachamama llora desesperadamente y
sus quebrados gemidos se escuchan hasta en las orillas de la Isla Libertad. Y su llanto es un aviso de emergencia que muy pocos consiguen escuchar.
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