Fehacientemente residía en su rostro un nostálgico otoño que no había
conocido en cien años una feliz primavera. Era una tenue luz iluminando entre
sombras el interminable pasillo de un decadente hospital de enfermos
terminales. ¿Se habría olvidado su espíritu de la existencia de la alegría?
¿Habría hundido tanto su cabeza en el río que además de agua había tragado el
barro podrido del fondo de un fangoso meandro? Actitud de sábalo, actitud de
bagre, actitud de vehículo circulando en contramano por una autopista a punto
de estrellarse contra la cabina desprotegida de un peaje. Los músculos del
rostro los llevaba tensos, a veces rígidos, sin ánimos de movilizarlos para
esbozar la calidez fraternal de una suave sonrisa, o siquiera una mueca a
medias de satisfacción superflua. Era como esa neblina de madrugada que no te
permite adivinar si va a llover o si va a salir el sol junto al canto de las
aves.
Vestía la miseria de los harapos mientras caminaba sin aparente rumbo. Escondía
los ojos entre la entrepierna con vergüenza, sin poseer jamás la crema brillosa
que le da vigor y calidez a la mirada. Un misterioso infortunio, que guardaba
en el cajón del corazón, había quemado por siempre su nombre y su destino. Lo
que restaba no era más que una sombra desvanecida entre la multitud; una húmeda
pared sin revoque fino comenzando a cuartearse como la piel de un leproso; un
esqueleto invisible que en muy pocos generaba suficiente empatía como para
emitirle un saludo.
Al observarla me preguntaba a qué temperatura estaría ardiendo su alma, ¿o
estaría al contrario, seca e infinitamente gélida nadando adentro del núcleo de
un témpano polar? Pobre alma desdichada. Fue gracias a ella que descubrí íntimamente
que el infierno existe en vida. Me llevaría aún algunos años más, el conocerlo
y quedar durante un precoz lapso cautivo en su ardiente fuego. Pero eso es
arena de otro costal.
A esa muchacha le habían arrebatado dos de sus tres hijos las fuerzas
paramilitares, en una época donde se desayunaba miedo dentro de un plato
sancochero de confusión. Si estaban vivos o muertos, levantando un fusil o
cocinando cocaína en la selva, era una completa incertidumbre.
Colombia en la actualidad vive tiempos más calmos, habiéndose reducido la
ola masiva de secuestros forzosos, las persecuciones políticas y los asesinatos
indiscriminados que tuvieron en estado de vigilia y alerta durante más de una
década al país. De todas formas aún el Estado continúa militarizando cada
extremo de su extensión para que haya “orden y progreso”, invirtiendo más
dinero en armas, entrenamiento y uniformes que en salud y educación.
Si bien se ha frenado el despojo de tierras a los habitantes de las zonas
agrícolas para cultivar coca, ellos viven en la actualidad las consecuencias de los sucesivos arrebatos.
Colombia, luego de Siria, es el país con mayor cantidad de refugiados internos
del mundo, superando los cinco millones, o sea que el 6% de su población total
ha sido desalojada a la fuerza o se han tenido que retirar de su lugar de
procedencia bajo alguna amenaza. La voraz codicia de producir polvo blanco por
parte de diferentes organismos clandestinos para venderlo al extranjero, ha
hecho estragos en la Nación. Estados unidos, quién alza con orgullo en los
hombros la bandera de lucha contra el narcotráfico, es a su vez el principal
consumidor de cocaína y heroína del mundo. En este país mueren en la actualidad
a causa del consumo de heroína alrededor de cien personas por día, lo que
representa más muertes que las ocurridas por Sida en la década de los 80,
cuando estalló la enfermedad. Norte América no produce ese tipo de drogas,
entonces por algún hueco ese cargamento de toneladas debe ingresar. Cómplices
políticos, silencios, coimas y estafa. Solo basta con atar algunos cabos
sueltos para comprender la cuestión.
Esa madre, al igual que miles de
madres, tiene el ánimo hecho bosta. Camina sola arrastrando contra el polvo de
la calle su alma perdida, mientras los cómplices del narcotráfico aspiran
“perico” dentro de sus lujosas mansiones manchadas de sangre, vanidad y codicia. Todos, quizás sin saberlo
naufragan en el idéntico, inacabable y oscuro abismo del vacío existencial.
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