Una tarde de esas en que el viento no agita ni las ganas de matar una mosca
y el calor hace hervir hasta el agua de los charcos, Don Omar vio a lo lejos
una dinámica nube de tierra a gran velocidad. Noto apaciblemente que se iba aproximando
a su humilde y pequeña chacra con un ruido que hizo despertar de su siesta hasta
a los perros. Sin embargo estos de tan
holgazanes ni se molestaron en ponerse de pie para torear y dar aviso. Les
dificultaba abrir los ojos una densa tela de lagañas amarillas y secas.
Llegando la polvareda a la desvencijada tranquera, dejó de ser tan espesa y
puso al descubierto al hombre que lo vino a visitar. Resultaba ser un forajido
con carro de otra época, una en la cual Don Omar todavía no había vivido. Tecnología
de un futuro distante, quizás inalcanzable. Entonces una vez en la tranquera la
máquina se detuvo y quién descendió de ella fue un hombre de cabello grisáceo, de
panza con forma de fuenton y tez pálida como leche de cabra. Don Omar le hizo
las señales correspondientes para que el foráneo comprenda que podía pasar con
vehículo incluido. Una vez que los perros se amansaron de tanto ladrido y
alboroto, el gringo se aproximo a pie para darle un apretón de manos al nativo.
-
Buenas tardes, ¿Cómo le va don? Mi nombre es Carlos Unzué, y estoy buscando
la chacra de Emilio Gutiérrez para hacer unos negocios, pero al parecer me
equivoqué de camino o no comprendí bien la indicación. ¿Sabrá usted indicarme
como llegar desde acá? – Mientras formulaba la pregunta el porteño fue
observando detenidamente el paisaje desolado que lo rodeaba. No veía más que un
humilde rancho detrás del hombre al cuál le dirigía la palabra, además de
campos yermos con una pequeña huertita aledaña a un pozo de agua. Contempló
paseando a media docena de modestas gallinas, y tan sólo un gallo, que iba
picoteando del suelo lo poco que podía encontrar en su inmensa libertad.
Entonces antes de que Don Omar le respondiera y alcanzara a presentarse como es
debido en tal situación, el foráneo mastico una nueva pregunta:
-
Disculpe el atrevimiento, pero ¿no se le ocurrió tener más gallinas y quizás
algunos gallos?
-
¿Y para qué? Le respondió pasivamente el buen hombre mientras se hamacaba
en su prehistórica silla mecedora.
-
Bueno, para que den más huevos y poder venderlos o comer alguna gallina
cada tanto. De esa forma haría un buen dinero y podría armar un lindo
gallinero.
-
¿Y para qué? Le vuelve a responder, como queriendo averiguar a donde va con
tanto proyecto.
-
Bueno, teniendo un gallinero produciendo con un peón de encargado, usted ya
tendría tiempo para conseguir unas cabras y llevarlas a pastear al monte.
-
Ah vea usted, ¿y eso para qué?
-
Mire, que de negocios yo sé muy bien. Una vez que venda sus primeras cabras
podrá invertir en materiales para armar un invernadero o conseguir más cabras
para producir queso, leche, carne. Es más con el tiempo si invierte en un
vehículo podría expandir el mercado aún más lejos y quizás llegar hasta Formosa
capital. Ahí sí que haría buen dinero y armándose de una clientela fija la
cuestión va a ir rumbeando directo al progreso. ¿Se da cuenta?
-
Y todo eso, ¿para qué creé usted que me serviría?
-
Y mire, de acá a cinco o seis años si el negocio marcha bien y consigue más
empleados, usted se podría echar tranquilo en su silla a descansar.
-
¿Ah sí? ¿Y qué cree usted que estoy haciendo en este preciso instante? – Le
respondió firmemente Don Omar con mirada de corzuela, al personaje al cual aún
no conocía ni el nombre pero si su hambre de negocios, mientras continuaba
meciéndose sosegadamente en su prehistórica silla tallada a mano en un eterno
reposo.
Este cuento
popular que transcribí en base a mis percepciones y recuerdos, se me incrustó
en la médula ósea cuando una noche a unos doscientos metros de la ruta nacional
81 en la provincia de Formosa decidimos con Marita acampar. La noche se estaba
poniendo fresca, así que rápidamente armamos un fueguito y la carpa, luego de
haber pedaleado algunas horas por la mañana y otras la tarde. Cuando teníamos
unas lentejas a medio cocinar entre los yuyales nocturnos apareció de pronto
una ruidosa moto con dos masculinos montados en ella. El farol del ciclomotor
nos apuntaba a la cara dificultando la visual de quién nos hablaba con tono
policial. Sólo distinguía los hierros de las armas que cargaban en sus faldas. Resultaban
ser el encargado del campo aledaño y un vecino que venía de hacer una changa.
Como vieron que andábamos cirujeando en las proximidades de donde vivían, el
que manejaba nos invitó a comer un asado en el campo de su patrón. El hombre
era salteño y además de conocer de monte, sabía lo que era andar en el camino,
ya que de joven había hecho sus andanzas por la región.
Desarmamos la carpa y con el agua de una botella más un
poco de tierra apagamos el fuego, en menos de cinco minutos.
A tan sólo unos
cien metros de allí, se hallaba la portera y
a su lado un tajamar, que al ser iluminado con la linterna de campo,
dejó a la vista una buena cantidad de ojos brillosos titilantes como si fueran
estrellas en el agua. Resultaban ser yacarés en horario de cena. Nada de otro
mundo, mascotas del monte dijeron. Entonces ingresamos al campo y le dimos
mecha a una exagerada cantidad de leña. El salteño nos presentó a su compañera
y a su hijo, que aún era un bebé. Nos arrimamos al fogón mientras bebíamos un
poco de vino para conversar.
Entonces en
medio del relajo y de la espera, le preguntamos por el patrón. No queríamos
incomodarlo con nuestra repentina visita a sus tierras. Entonces ahí fue cuando
aquel cuento me cayó en la cabeza como un balde de agua fría. Pues el patrón,
era oriundo de Buenos Aires y tan sólo algunos días al año se daba la libertad
de visitar la chacra que había adquirido en un sitio tan lejano de donde
habitaba. Era médico cirujano, por lo cual cobraba una fortuna, sin embargo nunca
tenía tiempo para venir a comer tranquilo un asado. Siempre llegaba en su
camioneta a las voladas y regresaba a la capital aún masticando los
chunchulines y medio choripan sin chimichurri. Aseguraba que juntando un dinero más para
invertir en bienes raíces y vivir de la renta, era lo único que le faltaba para largar todo e
irse a vivir al campo. Eso lo decía hacía años. Ya tenía más de seis décadas de
vida y la verdad que ya nadie creía en su cuento. Por tal motivo el salteño y
su familia vivían allí mismo, como encargados y cuidadores del campo y los
animales, haciendo en resumidas cuentas lo que se les daba la gana. Al patrón
igual que al señor Unzué del cuento les faltaba siempre una moneda para el peso,
antes de tirarse a descansar.
Esa noche
comimos carne asada hasta el hartazgo y dormimos en un colchón tan grande que
podría albergar tranquilamente a un plantel de futbol. Al amanecer desayunamos
todos juntos y volvimos a pedalear a la ruta con dos pesos en los bolsillos
pero con no sé cuantos kilos de libertad.
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