La calle que los parió

No recuerdo que hallámos intercambiado nuestros nombres en ningún momento. Conversamos mucho, eso sí, de frente a frente, dentro de un albergue transitorio para los residentes de la calle de Camboriú. Al parecer el tenía unos veinte años y desde los nueve pateaba el asfalto de su país. Los diversos y autodestructivos vicios de sus progenitores habían acabado primero con la vida de su padre, que envuelto en una deuda impagable a sus proveedores de narcóticos fue silenciado con una bala en la cabeza, y su madre, luego de este episodio de terror calló para siempre sus tristezas yendo al mismo psiquiatra que su marido. Consumió una buena jornada las medicinas recetadas para soportar la pobreza, olvidándose del mundo y sus pesares. Acompañada y bajo la tutela de sus propios demonios amaneció una mañana tiesa como una alfombra árabe, en los pasillos de la favela. Muchos lloraron, pero de sus crianzas nadie podía hacerse cargo. Y así, este hijo del olvido, tan huérfano y vulnerable comenzó a caminar por la vida en busca del sustento, entre baldíos y charcos de agua sucia. Tan anónimo como un cartonero y ajeno como un extranjero en tierras lejanas, fue perdiendo la inocencia que ilumina el rostro de los más pequeños. Descendiendo escalones a la fuerza, al verse al espejo aún con nueve años de edad, descubrió que ya era hora de hacerse hombre. Como pudo y con mucho esfuerzo había conseguido diferentes trabajos y algunas familias adoptivas le tendieron una mano. Refugiando su soledad bajo techos de zinc y paredes de madera, pero siempre de forma transitoria.

Balneario Camboiú


Aquella noche mientras conversábamos sentados en un sillón gastado, afuera llovía. A Camboriú ambos llegamos por diferentes motivos y con diferentes pasados, sin embargo allí estábamos como dos hermanos, compartiendo una cena y una charla, alegres, de no haber dormido esa noche en la calle.

Mi billetera tenía más aire que dinero, y mi propósito de estar en esa ciudad era visitar a un viejo amigo que venía a Brasil por trabajo, como coordinador de una empresa turística de Argentina. Él me traía además algunos rollos de hilo encerado para hacer artesanías, y yo aprovechaba a enviarles a mi familia unos presentes.
Con Marita habíamos alquilado un “kitinete” en Saõ Francisco do sul, a unos cien kilómetros más al norte de Camboriú, y como estábamos con el dinero justo para pagar la encomienda, hice dedo para ahorrar el pasaje. Fui un día antes porque más de una vez en antiguas ocasiones había permanecido esperando todo el día para que alguien me lleve. Y como afirman las abuelas “mejor llegar temprano a llegar tarde”. Por suerte, no fueron más de tres horas de espera al costado del camino y unos cinco kilómetros de caminata hasta las afueras, cuando Telmo frenó y me llevó. Éste brasilero tan amable y simpático decidió desviar su ruta unos cuarenta kilómetros para despacharme en mi destino.

Luego de una cálida despedida en un puesto de gasolina, ingresé a la ciudad. En el camino le troqué una pulsera de macramé por un cepillo de dientes nuevo, de misteriosa procedencia, a un cuidador de coches. Almorcé los restos de la cena en una parada de colectivos y conversando con un barrendero municipal legué hasta la sede de Asistencia Social, en busca de albergue para esa noche.
Allí fui muy bien atendido. Me dijeron que regrese a las siete de la tarde para quedarme a dormir. Y pasaron las horas, entre caminatas por la playa procurando hacer un dinero más ofreciendo mis trabajos a los bañistas en la playa, y contemplaciones de una ciudad eregida casi ensima del mar. Esto último ocurrió por el afán de construir edificaciones de gran altura lo más cerca posible al mar. Nadie se percató que los mismos iban a obstruir la llegada de la luz solar a la playa a partir de las tres de la tarde, demostrándole al público, una vez más, que el humano pese a su gran inteligencia también es el animal más absurdo del planeta.



Al caer la noche, luego de un día entero de caminata regresé a Asistencia Social. Un conductor y dos acompañantes vestidos de Robocop, en una combi negra me abordaron hasta el albergue de migrantes. Recogieron previamente en el camino a tres figuras más, que estaban cada uno por su cuenta deambulando sin destino por la ciudad.

Éste sistema de asistencia a las personas en estado de indigencia transitoria, por lo que me contaron algunos usuarios, funciona en casi todas las ciudades del país, con sus pequeñas variantes.
El procedimiento se origina presentando el documento de identidad luego de realizar una breve entrevista para completar algunos datos personales. Por último, es preciso dar una explicación al director de la sede para esclarecer las causas y los motivos del presente estado de necesidad del demandante. El Estado de acuerdo al caso y a la propuesta del morador de la calle, brinda albergue para una o dos noches, incluyendo cena y desayuno, o se hace cargo del boleto de ómnibus para que dicha persona logre retornar a su hogar o donde posea algún familiar que pueda auxiliarlo. Un gran servicio de ayuda al pueblo que sin control puede convertirse en un enorme destornillador de corrupciones.

Aquella noche llovía y hacía frío. Eramos más de veinte personas en el cuarto de hombres y apenas tres en el cuarto femenino, incluyendo un travesti llamada Ana Paula.
Cenamos arroz blanco con pollo y luego de trocar algunas ideas con el joven huérfano, me fui a descansar a una cama cucheta. Por fortuna el colchón no tenía pulgas y el fresco de la lluvia había ahuyentado a los hambrientos mosquitos del dormitorio.
Al día siguiente, la locura y las consecuencias del abuso de drogas químicas y refrescos etílicos dejó bien en claro que en la familia callejera había más de un problema. Todos juntos y apretaditos en una mesa nos dispusimos a desayunar. Algunos hablando solos, otros con la frente hundida entre los brazos sobre la mesa. Más de uno mostraba diversidad de tics nerviosos y muecas estrafalarias, poniéndole dinámica al asunto.
La repartición de vasos fue amena y tranquila, al igual que el arribo del café con leche, pero cuando llegaron las galletitas en una lata de metal, el caos fue importante. Se desesperaron como jauría de hienas peleando por una feta de jamón crudo, cruzando un combo de puteadas y algunas broncas intensas. Muchos capturaron audazmente un promedio de diez galletitas y otros ninguna. La solución era simple, repartir el motín. Sin embargo, no todos estuvieron de acuerdo.
De todas formas comimos un pan con dulce cada uno, y de a grupos fuimos retornando a la ruta para regresar caminando unos cinco kilómetros hasta el centro de la ciudad. Cada uno con su humilde rubro iniciaba otra jornada laboral o de limosna.

Llegué a la playa una hora y media más tarde, y junto a otro vagabundo sonriente disfrutamos un baño en la inmensidad del mar. Luego fui sólo al encuentro de Lucho, mi viejo amigo, a la calle 1919. Me llevé una sorpresa al reconocer que la dirección era la de un hotel de cuatro estrellas, tan elegante que me sentía una macha entre tanta pulcritud.

Una hora más tarde nos estábamos abrazando con aquel antiguo compañero de mis tiempos de universidad, luego de no vernos por mucho tiempo y haber tomado rumbos tan diferentes.
Almorzamos en  un restaurante verdaderamente caro (fue el primero que encontramos), juntos a los choferes de la empresa. Entre fotos y cervezas, y algunos intentos de venta en la playa, se nos escurrió entre los dedos aquella tarde de reencuentro.
Casi corriendo, caminé unos cuatro kilómetros para comprar unas piedras en un mayorista, con el dinero que había juntado. Inversión al instante.

Por la noche ingresé infiltrado al hotel para cenar y dormir, entre sábanas blancas perfumadas, ascensores espejados y un asombroso y variado buffet libre.
A la mañana siguiente desapareció casi un kilo de comida en mi boca a modo de desayuno, como quién no prueba bocado en mucho tiempo y no comprende el concepto de “tener vergüenza”. Saliendo del hotel arremetí otras ventas a las señoras turistas que tan profesionales y simpáticas me llenaron de abrazos y buena energía. Con ese dinero regresé a comprar por tercera y última vez más materiales para trabajar.

Ya habiéndome despedido de Lucho y los choferes, y con la mochila al hombro con rumbo a la ruta para hacer dedo y regresar a casa, comenzó a llover. Suave como para buscar refugio, pero constante para esperar sin techo la voluntad de algún viajante. Decidí pedir auxilio otra vez a Asistencia Social ya que había invertido casi todo mi dinero en materiales de artesanías.
Con la misma amabilidad de la vez anterior, resolvieron ayudarme llevándome en el mismo vehículo negro. Esta vez fuimos a la terminal de colectivos junto a otros cuatro andariegos en busca de un pasaje para salir de la ciudad.



Era mediodía y el presupuesto para habilitar la compra de los pasajes desde la sede central la realizaban a partir de las siete de la tarde. Entonces a todos no nos quedaba otra opción que esperar y conversar. Dos de ellos, uno ya anciano y el otro con más de treinta años se dedicaban sólo a pedir dinero. Ambos nacidos y criados en la favela de Saõ Paulo, por motivos que desconozco ocupaban su tiempo sin hacer absolutamente nada. El joven había dedicado con rigor exactamente la mitad de su vida en fumar crack y vivir en la calle, acabando con una horrible dentadura con menos teclas que el piano hundido del titanic. Por tál motivo su boca apestaba a dolor y desamparo. Ahora ya rehabilitado giraba por Brasil con su cuerpo de anchoa enlatada y sonrisa de villano, descuidando cualquier tipo de responsabilidad.
El anciano, con un pantalón de vestir digno de una momia y una remera impecable de la banda grunge Nirvana, estaba más sano que un Hare Krishna, pero por algún motivo estaba sólo enredado en algún conflicto personal.
El tercer mosquetero tenía el cabello largo y ondulado cubriéndole parcialmente el rostro, y una pequeña mochila cargada de porquerías. Sus ademanes frenéticos provocaban la risa y el miedo de los transeúntes que lo rodeaban y percibían sus actitudes de lupanar. Conversar con él era una tare difícil, sin embargo, cuanto más atención y buen trato le daba, más tranquilo y calmo se quedaba.
Al final, tan cuerdo como cualquier persona, me enseño a hacer vasos térmicos, reciclando una lata de aluminio, yeso y un copo de vidrio. La explicación fue plasmada entre insoportables desvaríos, pero la demostración fue tan verosímil como ver un pájaro volando.

El reloj marcó las siete de la tarde y mi colectivo llegó a la terminal. Llegué a despedirme y agradecer al loco de cabello largo, y entre asientos reclinables y pasajeros anónimos desaparecí en la oscuridad del ómnibus dentro de mis cavilaciones y un severo cansancio.

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