En el año 2000 ocurrieron grandes cambios, quizás no para todos, pero si para algunos que lo estaban precisando. David nacido y malcriado en Puerto Colombia, ciudad emplazada frente al mar Caribe, para esas fechas se encontraba renunciando definitivamente a aquello que le proponía como estilo de vida la sociedad. Al tener cuatro décadas de vida, y luego de camellar (trabajar) sus últimos diez años como chofer de un colectivo interurbano entre su pueblo natal y Barranquilla, decidió arrojar de una vez por todas, la toalla afuera del ring. Estaba harto de la rutina. Cansado de hacer cada día exactamente lo mismo. Ya conocía de memoria los detalles de cada esquina, de cada parada, de cada avenida.
Si bien cada día llevaba relativamente
a los mismos pasajeros, algunas veces subían artistas callejeros de diferentes
partes del mundo, con los cuales gustaba de conversar y escuchar sus extrañas historias.
Lo cierto era que David de pelao (niño) ya soñaba con vivir al aire libre en el
monte, sin necesidad de construir una casa ni trabajar tantas horas, como sabía
que habían hecho los pobladores nativos de esas mismas tierras, antes de la
llegada de los colonizadores. David entonces soltaba sus anhelos a estos
personajes extravagantes, que lo animaban a dejar su actual vida atrás.
En el año 2013 también ocurrieron
grandes cambios, quizás no para todos, pero si para algunos que lo estaban
precisando. Con Marita nos habíamos conocido en el mes de Mayo, al sur del país
en la comunidad Kamsä y desde Julio, al reencontrarnos en Bogotá, habíamos
decidido comenzar a viajar juntos en bicicleta. Llevábamos casi medio año
indagando entre sierras y llanos las rutas colombianas, y ya estábamos requiriendo
un sitio tranquilo en una playa para relajar un poco las piernas y trabajar con
nuestras artesanías.
En algún día de aquel mes de Noviembre,
arribamos a Puerto Colombia, ciudad cercana a Cartagena de Indias y
Barranquilla, en la costa occidental del mar Caribe. Era medio día y el sol
estaba abrasador. Conversando fortuitamente con una prostituta bajo la sombra
de un árbol en la plaza principal, recibimos el dato de un hombre que vivía
sólo en el monte como un ermitaño, pero que le complacía recibir personas de
paso que estén viviendo de forma nómade. Si bien la mujer estaba arruinada por
los vicios nocturnos; los vaivenes de su oficio se hacían notar, y aquel camino
que nos indicaba podía resultar una emboscada, decidimos no prejuzgarla y seguir
sus indicaciones. Salimos de la plaza y fuimos ingresando paulatinamente en
barrios cada vez más humildes y abandonados. Como el camino iba en ascenso,
ganándole terreno a un gigantesco barranco a la vera del mar, pedalear no
resultaba sencillo. Al finalizar las últimas viviendas, comenzaba un sendero
que se introducía en el monte arbolado. Ya a pie continuamos la trilla.
Quince minutos más tarde, luego
de un gran esfuerzo y trabajo en equipo para subir algunas lomas, llegamos a la
zona aparentemente habitada. A nuestro alrededor y entreverados entre los
árboles había erguidos cuatro quinchos de madera nativa, sin paredes. Estaban
armados a varios metros de distancia entre sí, sobre un terreno en pendiente.
El mayor inmueble era un horno de barro bajo techo. Ollas tiznadas con hollín
descansaban en ganchos de metal. No había restos de comida ni un mueble o cajón
para almacenarla. Bajo uno de los quinchos había una carpa vacía. En otro, una
hamaca. El sanitario era un baño seco sin cobertura. Una tapa de madera impedía
el ingreso del agua de lluvia y de los insectos. Había una bicicleta fija al
suelo, con aspecto de bici licuadora. No había más nada, no había más nadie.
Esperamos allí sentados,
observando el mar desde el interior de aquel solitario monte. La serenidad del
sitio era indescriptible. Comimos unas frutas refugiados en la húmeda sombra,
hasta que llegó un hombre sonriente de cabello largo. Estaba con el torso
desnudo y sostenía con la empuñadura de su mano derecha, un extenso machete.
Aquel hombre era David, el ex colectivero de Puerto Colombia, y esa porción de
floresta tan poco modificada era su casa.
A partir de ese momento
comenzaría una amistad y una larga convivencia de dos meses y medio en las
tierras mansas que ocupaba plácidamente un hombre que no tuvo miedo a trasmutar
de un día para el otro su estilo de vida, por algo que él consideraba en lo
personal menos estresante y más saludable para su planeta.
Festejando el cumpleaños de David |
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