Impaciencia y descontrol en Maracaibo

Atravesamos la caótica ciudad de Maracaibo con Marita y Carlos, esquivando barricadas, vidrios rotos, árboles caídos al filo de la moto sierra y bolsas de basura esparcidas desorganizadamente por el asfalto de sus calles. Era el inicio de una nueva caída de la civilización. El alcalde de la ciudad pertenecía a un partido opositor al gobierno pseudo-chavista, ahora con Nicolás Maduro de presidente, y como represalia hacía el pueblo votante, estaban las tiendas y supermercados desabastecidos de los principales productos de la cesta básica. Cusiosamente los mercados elegantes (muchos con guardia privada) de las zonas más adineradas tenían sus gondolas repletas de mercaderías, con precios para nada populares. Con tal situación de desespero, los opositores al gobierno oficial habían decidido protestar cortando días atrás el tránsito de las principales avenidas del centro de la ciudad, con los primeros elementos que hallaron en cada sitio.
Con tales disturbios populares no había nadie circulando entre aquella porquería abandonada del centro, encontrándose la mayoría de los comercios cerrados. Maracaibo tenía entonces un hedor apocalíptico y desolador.


Apocalipsis zombie


Varias capitales de estado como Mérida, San Cristóbal y Caracas, y pequeñas ciudades del interior, como Valera y Cabimas estallaban en igual situación de angustia y descontento por la crisis económica que estaba atravesando la nación.

Hasta ese momento aún éramos tres, Carlos, el ecuatoriano pedaleaba a nuestro lado, sin embargo su ruta se desviaba hacia el Caribe, rumbo a las playas del estado de Falcón, a la búsqueda de grandes olas para surfear.

Salimos de Maracaibo tres días después, del mismo modo en que ingreso mi bicicleta, pinchada. La infinidad de alambres de cubiertas de auto incineradas y restos de desperdicios con la cual estaban adornadas sus calles, rasgaban fácilmente las cubiertas gastadas que traía. La primera noche acampamos clandestinamente en los rincones oscuros de un muelle cercano a una plaza, escuchando a un volumen considerable la pegajosa música de un boliche gay. 

Al día siguiente encontramos refugio y manos solidarias en un parque municipal, donde alquilaban bicicletas y tenían montado un taller. Las tres bicicletas limpias con sus tuercas reajustadas, relucían como bronce recién pulido con una suave franela. Amanecimos entonces en un cuartel de los bomberos voluntarios y con el mismo entusiasmo con que un cachorro lucha por mamar la teta de su madre, pedaleamos intentando escapar de aquella ciudad de alambres malditos. Sin embargo, unos metros antes de llegar al segundo puente más extenso de América Latina, de unos ocho kiómetros de recorrido, que atraviesa el gran lago de Maracaibo y que nos permitiría salir de la ciudad, la rueda trasera de mi bicicleta quedó otra vez en llanta. Mis ruedas ya atesoraban más parches que todos los piratas del Caribe juntos y reparar la bicicleta me tenía las bolas raspando contra el piso. Arrastre de todas formas la hilacha de mi paciencia hasta el control militar, que se encontraba en el acceso del puente, con la bronca de Bruce Banner antes de convertirse en el íncreible Hulk.

Debajo de una gacebo estaban ubicados algunos militares sentados alrededor de una mesa; el de bigote más pronunciado, vestido en su uniforme camuflado, que era justamente el de mayor rango, nos comunicó que estaba prohibido ingresar al puente pedaleando, antes de siquiera decir buen día. Ya verde de la impaciencia reaccione inconscientemente agitandole mi rebeldía de querer pasar.

- Atravesamos un desierto con viento en contra para llegar hasta acá, estamos llendo a la Cordillera y me vas a decir que es peligroso cruzar un puente en bicicleta? - ladré sin medir mis palabras ni el tono enervado de voz.

Me encontraba en las tinieblas de un oscuro pozo, y para salir de allí, solo se me ocurrió seguir cavando. Ambos cruzamos palabras de sentimientos reprimidos de forma  infantil y para finalizar el militar escupió un comentario que aludía a épocas pasadas en las cuales para esa instancia yo ya tendría una bala en la cabeza por “desacato a la autoridad”. Marita y Carlos también me querían matar, pero solo en sentido figurado… ese hombre era quien autorizaba el pasaje del puente y ahora revertir su decisión iba a ser una misión casi imposible. 
Retrocedimos unos pasos. Le pedí disculpas con un nudo en la garganta; él sólo atinó a dar vuelta la cara.

En busca de un plan B, Marita apeló a la buena voluntad de los bomberos voluntarios que allí se encontraban. Quienes como siempre, abnegadamente dispuestos, nos socorrieron en la procura de una camioneta que consiguiera cargar nuestras tres bicicletas hasta el otro extremo del puente. El primer vehículo que pasó, aceptó llevarnos. 

Momentos más tarde luego de dejar aquel mal trago en el pasado llegábamos a un pequeño poblado llamado Santa Rita. En un intento más de concertar la bicicleta fuimos auxiliados en una gomería para colocar un nuevo parche en la devastada cámara, que ya sumaba una colección de ellos. Nos habíamos quedado sin repuestos ni pegamento para ese entonces. Provisoriamente nos dejó avanzar algunos kilómetros, y nuevamente cansada la válvula de la rueda trasera volvió a explotar. Sin lugar a dudas estaba cagado por un dinosaurio. Caminamos agobiados, más en la mente que en el cuerpo; mientras tanto el universo nos recompensaba; una camioneta que atravesaba la ruta detuvo voluntariamente su marcha para desearnos buenos caminos y asistirnos con un dinero para comprar otra cámara. Una de cal y otra de arena.

Asomaba a lo lejos el blanco de las paredes de las casas de un barrio. Llegamos casi cayendo la noche y antes de que el día finalice, habíamos al fin logrado cambiar la cámara de aquella rueda endemoniada.  Encontramos lugar para acampar en el patio de una casa deshabitada y cenamos algunos panes rebanados, rellenos de verduras crudas. 
Un largo y extraño día había terminado. 

Al día siguiente Carlos tomó su propio rumbo. Para ese entonces ya le habíamos tomado afecto, sin embargo en la ruta así como en la vida, desapegarse de las personas es parte del camino que uno transita; conocer para luego dejar ir, y quizás… nunca volver a ver, tanto a las personas como a los sitios; creyendo que a futuro la vida y sus laberintos siempre nos pueden sorprender.





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