Breve análisis de una ducha salvaje

Cuando es profundamente intenso el frío del agua, duele. Duele con el mismo ardor que produce la llama del fuego cuando disminuimos la distancia de su bermeja presencia, hasta el contacto directo.
Cuando el sudor del cuerpo es acumulado durante días de estar pedaleando, sumado al polvo que el viento arrastra y se adhiere a la delgada epidemis, deja de importar la temperatura mínima del agua. Es cuando la alarma perniciosa avisa que usted precisa una buena ducha, sea donde fuere. Después de todo, según los relatos íntimos de un fakir, el dolor es tanto mental como pasajero. Ahí si que hay que tomar un coraje fidedigno para desprenderse de los apreciados trapos sucios y una vez que el envase queda vacío, el próximo paso es humedecerlo, sumergiendolo con expresión de guerrero vikingo en plena batalla, dentro del gélido líquido que circula vigorosamente debajo de un puente. Ingresar audazmente, sin ningun protocolo, aunque propine la sensación del estallido interno de los huesos, es parte del trato.
De espaldas corresponde, posteriormente, acostarse en ese lecho húmedo de forma rápida y eficaz, con el mismo método que uno utilizaba cuando uno era niño y jugaba al fatídico ring-raje.

Esa ducha salvaje de invierno o de agua de montaña, por más que haya sido caracterizada como una penuria, también le da un shock eléctrico a la materia corporal, acelerando la irrigación sanguínea, propinando un incandescente alivio al sistema nervioso central, y al que no esta tan en el centro. Tal actividad, activa de esa forma, la vida, sin la necesidad de emplear ningún condimento ni aderezo que perjudique a futuro el organismo.

Así son algunas duchas que uno encuentra, cuando no encuentra una ducha caliente. Pese a todo prefiero la mayoría de las veces, tomar un baño de río, sea de agua tibia, fria o helada, debajo de un puente o en el medio del monte, que dentro de cuatro insulsas paredes blancas.



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