El ángel de la bicicleta

Barra do sul era un laberinto de calles cruzadas, adornadas en ciertas zonas con más basura que flores, adoquines sueltos, y pescadores persistentes de pie a la vera del río y del mar. Al río iban a parar los desechos estomacales de sus habitantes, y al mar, los turistas, los bañistas locales y una buena cantidad de hambrientas gaviotas. El panorama natural de todas formas era de gran esplendor.

Después de hacer algunas decenas de kilómetros desde San francisco do Sul, llegamos allí antes del mediodía, para evitar el sofocante calor del verano a la intemperie. Nos bañamos en las duchas públicas, que se encuentran en las cercanías al mar y buscamos una buena sombra para descansar. Habíamos almorzado de frente al rio, sintiendo las leves caricias de la brisa. Caminando bajo el sol atravesamos una ciudad con más diagonales que una pizza, intentando descifrar la disposición geográfica donde nos hallábamos. Finalmente, casi a las cuatro de la tarde conversando con el dueño de un bar obtuvimos permiso para cocinar y dormir en las instalaciones de su local de expendio de bebidas alcohólicas.

Como paisaje se encontraban algunas personas extrayendo cangrejos y siris con redes circulares, y otros, pescando pacientemente algún vertebrado marino con sus cañas. Dentro del rio, el cual en ese punto mezclaba su cuerpo acuoso con el mar, iban y venían pequeñas embarcaciones con no más de dos o tres tripulantes, de espaldas cansadas y piel quemada, en una tarde soleada y calma de pueblo.

En un momento un hombrecito delgado con cara de curioso, llegó en bicicleta para saludar y compartir algunas palabras. Su rostro era un reloj sin agujas y su expresión demostraba bondad. Como Adilson se nos presentó. Tenía 46 primaveras al hombro y estaba en Barra do Sul visitando a sus padres. Habló de donde venía, sin embargo, no podía responder en qué lugar habitaba. Su misión en la vida era ayudar a los otros, entonces se dedicaba a acompañar a ancianos y enfermos cada minuto del día, conviviendo con ellos. Eso lo llevaba a realizar una vida de total entrega al prójimo, y por lo tanto de no poseer una vivienda personal. Era un enfermero sin título, un nómade de la caridad.
Nunca supimos si estaba a la espera de un nuevo paciente o si estaba cuidando a alguien en ese momento. Lo cierto era que a este anónimo hombre le gustaba hablar de la inmensidad del cosmos, de la maravillosa perfección de cada ser vivo, del creacionismo y el evolucionismo, y de las causas de las catástrofes naturales, entre otras cosas.

-“Hazle a los otros lo mismo que te gusta que te hagan a ti”, nos recordó Adilson con un simple gesto, aquel mensaje valioso que viene siendo propagado en todas las latitudes y longitudes del planeta. En él, ese slogan estaba vivo y era coherente con sus acciones. Sin embargo surgía desde la humildad de quien realiza un acto heroico y prefiere el anonimato a los certificados de buena conducta y las medallas de honor; sin dar demasiados detalles de sus obras, sin enaltecer su presencia ante los interlocutores que lo acompañaban.

Luego de intercambiar ideas y sonrisas nos dimos un gran abrazo de despedida.

Una vez a solas mientras preparábamos la cena este hombre de mirada transparente como ojo de agua nos volvía a sorprender con su bondad y gran corazón, al regresar de improvisto y dejar en nuestras manos un billete de presente para continuar nuestro viaje. Una simple camisa eran las alas de este enigmático ángel. Ángel de nuestros mismos huesos, de nuestra misma carne.





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