Sembrando dinero

Vida formoseña

Nuestros cuerpos sudaban intensamente para darle movimiento a las cadena de las bicicletas. La yunga o selva de montaña de Jujuy, lentamente iba quedando atrás de las espaldas. Esta provincia argentina limita con Bolivia y con Salta. Su parte oriental, la más húmeda, está siendo atrozmente desmontada para cultivar hortalizas y caña de azúcar, habiendo desaparecido bajo las máquinas humanas, un 90% de la selva pedemontana. 

Los pueblos sugieren ser los ranchos asfaltados de las pocas empresas que son dueñas de la mayor parte de las tierras cultivadas. Basta con enterarse que los ingenios azucareros vienen funcionando desde 1830 en esta región, y fué la mano de obra indígena, sobre todo de matacos y tobas, el combustible de sus motores industriales. La implementación de nuevas y modernas maquinarias, sumado al abandono político, le dan un aspecto de desamparo total al noroeste argentino.
Y nosotros estábamos allí, escapando del ataque insidioso de los jejenes, conociendo esas realidades puertas para adentro. Quedaban atrás Chalicán, Fraile Pintado, Libertador General San Martín y Calilegua. Los cortes de ruta masivos de la ruta nacional 34, no llegaban a las noticias federales, como de costumbre. El pueblo sólo exigían mejoras de sus condiciones laborales, a cambio de un salario siempre miserable.

Y un día de aquellos, en que el sol quemaba como tentáculo de agua viva, mientras pedaleamos gradualmente al medio día,  hallé un billete de cien pesos a un costado de la ruta. No era algo tan inusual encontrar cosas útiles y dinero en el camino. Nuestra velocidad de tortuga nos brindaba esa posibilidad, que queda anulada para los apresurados vehículos a motor.
En seguida, frené la bicicleta y le grité a Mari que se detuviera, porque justo cuando voy a recoger el billete, veo que hay otro. Cuando recojo el segundo billete, con la cara reluciente de Evita Perón, observo maravillado que no sólo había dos billetes, sino varios. Estaban desparramados sobre la gramilla, a un costado de la ruta, como si fueran flores. Mientras le daba la noticia a Mari, que se encontraba cincuenta metros más al frente, notó que donde estaba parada también había dinero. El tránsito no estaba muy fluido a esas horas, de todas formas, ambos con una sonrisa estallada, fuimos agarrando los billetes disimuladamente, para no llamar la atención. 

Días atrás había dejado olvidada la cámara de fotos en el baño del aeropuerto de Salta capital. Ese día había llegado Elena, la madre de Mari, en avión desde Buenos Aires para visitarnos una semana. Me percaté del incidente 24 horas más tarde, regresé al aeropuerto pero al parecer quién la encontró decidió no devolverla. Justamente en el momento en que apareció el dinero regado en la banquina de la ruta jujeña, venía pensando en que sería bueno comprarme una nueva cámara fotográfica en la frontera con Paraguay. Sincronicidad al instantante. 

Continuamos juntado los billetes perdidos, hasta que no hallamos más. Entonces avanzamos unos metros, con una extraña sensación en la boca del estómago. Una aleación de alegría y sorpresa nos invadía el cuerpo. Reíamos al cruzar las miradas. Algo increíble nuevamente nos estaba sucediendo, algo totalmente inesperado. Con una ansiedad incontrolable, contamos los billetes. Eran treinta y cinco, es decir, éramos  tres mil quinientos pesos más ricos, que quince minutos atrás. Era un buen dinero y por lo visto nos había caído del cielo. Pero al momento de continuar viaje, notamos que sólo nos habíamos reparado en un sólo costado de la ruta, el derecho, por donde veníamos. Ninguno de los dos había cruzado en frente para inspeccionar. Volvimos a reír, no nos podía estar sucediendo tamaña fortuna. Dejamos las bicicletas acostadas sobre el pasto y regresamos. Esta vez sobre el margen opuesto.

Papeles, folios con hojas, sobres de plástico, envoltorios de cd´s, basura y más basura. Hasta que Mari, al estar ambos ya dispersos sobre el camino, me dió un grito para que vea lo que había encontrado. Me acerque emocionado y ella descubre en su mano izquierda una billetera, con sólo dos pertenencias: una tarjeta de crédito y una identificación. Carlos Morer, domicilio en Caimancito, justo el próximo pueblo. Nos observamos el uno al otro en completo silencio. Cambiando la sonrisa a una cara de reflexión.  El dinero tenía dueño, y ahora sabíamos de quién era, y donde vivía. Por querer más plata, ahora nos quedabamos sin nada, sin embargo teníamos la posibilidad de darle una alegría a alguien, hasta el momento, desconocido para nosotros. El viento cambiaba de rumbo. O nos daba esa opción.

Pedaleamos los pocos kilómetros que faltaban para llegar a la entrada del pueblo. Cuatro kilómetros más adentro se hallaban las primeras casas, en su mayoría, con un taller de carpintería y muebles de madera afuera de las viviendas. Casas viejas e igual de humildes que la de los pueblos de la región.
Golpeamos la puerta donde el documento indicaba que era la dirección. Un hombre medio dormido, de unas cinco décadas nos atendió. Era el mismo de la foto. Le contamos que habíamos hallado algunas de sus pertenencias. Con la noticia, se despertó de repente. El rostro de Carlos estaba iluminado de la emoción. Nos hizo ingresar a la cochera, que funcionaba en verdad de comercio de comestibles y carniceria. Le entregamos la identificación y el dinero. Pero al contabilizarlo notó desesperanzado que faltaba más plata, y que aún su maletín de cuero estaba extraviado.
Nosotros no lo habíamos encontrado, pero le propusimos acompañarlo a la zona del hallazgo para verificar mejor. Apresuradamente nos preparó un almuerzo, con la felicidad de quién recibe una prolongada y esperada visita. Comimos a la velocidad en que un náufrago devoraría después de vivir años de penurias, y en un vehículo hecho añicos emprendimos la gran búsqueda junto a una de sus hijas.

Al abordar al sitio de pesquisa, Carlos nos relató la despistada situación que aconteció el día que perdió el dinero. Resulta que una semana atrás su esposa le había adjudicado la responsabilidad de cancelar la deuda a los proveedores del comercio familiar, en la ciudad de Libertador. Al aproximarse a la ruta le dieron deseos de orinar, entonces detuvo el auto a un costado del camino. Como acto involuntario descendió del mismo con el maletín en la mano, donde tenía los once mil pesos que llevaba encima. Orinó y para alzar los pantalones se vio obligado a utilizar ambas manos, por  cual dejó el maletín sobre el techo del vehículo. Finalizó la "operación orina"omitiendo la existencia del maletín, que de por cierto estaba abierto. Entonces una vez que encendió el motor y llegó a la ciudad de Libertador se percató del incidente. Por supuesto, ya demasiado tarde. Eran 25 kilómetro tarde. Jamás localizó sus pertenencias.

Esta vez Carlos traía mejor suerte. Nosotros sabíamos con exactitud donde habían comenzado a volar por el aire sus bienes. Por lo tanto, rastrillamos con precisión de cirujano la zona, hallando en un perímetro más amplio los papeles del auto, el registro de vacunación de su hijo, más dinero, y otros tantos enseres. Indagando finalmente entre los matorrales, luego de más de dos horas de búsqueda, apareció sano y salvo, el señor maletín. Allí dentro se encontraba el resto del dinero que no alcanzó a abrir sus alas para volar hacia la libertad. Carlos volvía a vivir.

Aquella noche nos duchamos y cenamos en familia. El ambiente en aquella casa era dichoso, afable, tranquilo. Estaban contentos y se mostraban agradecidos. La decisión de devolver el dinero, traía una recompensa inmaterial, tanto para ellos como para nosotros. Tres días más tarde, pese a las insistencias, decidimos continuar nuestro recorrido. Nos íbamos como llegamos, contentos de poder haber hecho algo bueno por alguien, sintiendo que algo mejor siempre iba a a estar por venir.


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