Profecía en la montaña

¿Qué tan fuerte crees que son tus deseos? 

"Si nacen de la intención verdadera u obsesiva, nada nos detendrá hasta alcanzarlos. Sobretodo cuando te impulsa una vigorosa voluntad detrás de la mirada, y los ojos se dilatan de esperanza. En aquel instante  de ansiedad mental no habrá impedimento, ni necesidad de creer que algo nos separa de ellos".



Ya habían trascurrido dos años y medio de viaje por tierras sudamericanas, de forma lenta y constante, yendo de un sitio a otro predominantemente en carpa, orillados al borde de la vía láctea. El viaje en caballo de metal por tierras tropicales se había vuelto un hogar sin paredes, á traves de los 700 km entre Bucaramanga y Turbaco; los 500 km de costa atlántica colombiana, más el cruce del desierto de la Guajira que une a Colombia con Venezuela en una misma cultura, la Wayuu. Acampando entre pueblos, a la vera de los ríos dulces y amables, en el medio de la nada,  a un costado del abismo, permaneciendo más tiempo al aire libre que bajo techo.  Esa constante amistad con la naturaleza y con los habitantes locales enriquece mucho, aportando los minerales y las vitaminas necesarias para que el alma crezca fuerte y sana. Brindan conocimiento a nuestra inagotable ignorancia, pero con el tiempo ese cúmulo de información es necesario procesarlo y digerirlo para hecharse luego a dormir la siesta en soledad, quietud y aislamiento. Intentando de esa forma, observar los cambios acontecidos dentro de uno mismo, para definir nuevos compromisos y nuevas ideas en el diseño del precoz presente.

Estábamos en el primer semestre del año 2014, en Tabay, en las sierras venezolanas trabajando la huerta de abrupta pendiente como baranda de escalera de nuestro amigo Felipe, a cambio de techo y comida, cuando surge la idea de encontrar un sitio donde podamos estar sólos y en silencio con Marita. Luego de un mes de plantar plantas comestibles, cosechar una abundante cantidad de bananos y cuidar gallinas, en compañía de este mágico personaje y su familia, decidimos caminar por el valle de Mérida en busca de un hospedaje mensual. Todo muy lindo, pero era menester unas vacaciones de la ruta, de panza al sol sin más actividad que cocinar y comer.
Los pueblos de aquella región eran sumamente pequeños y estaban desparramados de forma caótica a la vera de las rutas, los caminos de tierra y la montaña. Como diminutas manchas grises difuminadas, pintaban los valles con sus viviendas y cultivos, entre los cordones de las sierras mas altas del país.

Cascada de Tabay

Huerta de Felipe

Indagamos durante todo un día la extensión de El arado, uno de los tantos pueblos del valle y no hallamos una sóla oferta de alquiler. Las viviendas de campo aisladas, siempre con perros protectores ladrando como políticos en plena campaña electoral, nos fueron apagando las esperanzas de encontrar un hogar aquella tarde. El día estaba soleado y observar la tranquilidad de la vida de campo daban urgentes gánas de hallar, en lo personal, aunque sea una pocilga.
Al ir descendiendo hacia la ruta para hechar dedo y regresar a Tabay para trabajar al día siguiente en la huerta, Marita sonriendo imaginó que era cuestión de tiempo y de hallar a la persona indicada. Seguramente uno de esos tantos pobladores se iría proximamente de vacaciones y nos dejaría su casa a cargo, con dinero suficiente para darle de comer a sus perros. Ambos reímos con tal situación, sin embargo ninguno de los dos la declaraba imposible habiéndonos sucedido tantas cosas increíbles en el camino que llevábamos juntos.

"La magia existe para quién la cree, 
para el resto no es más que un truco".

Algunos días más tarde, llegó el fin de semana y como seguían los días primaverales de árboles en flor, nos instalamos con nuestras artesanías en la plaza principal de Tabay. La verdad es que había menos gente que en el funeral de un venado, pero de todas formas nos quedamos allí sentados aguardando alguna venta, aprobechando el tiempo para leer y masturbarnos de risa. Antes del crepúsculo, mientras levantábamos el paño, apareció una señora con un cachorro dentro de un bolso de cuero, agitando su vozarrón a los cuatro vientos. Ella era Ángela, una artesana cincuentona, de cabello largo y oscuro como resaca dominguera, que además de un veterinario para su perro, estaba precisando una pareja de viajeros para que le cuiden su casa durante un mes, debido a que tenía que resolver unos trámites familiares en Estados Unidos. No podía ser cierto. Estábamos soñando ambos el mismo sueño o la vida era realmente un sueño.  No sabía que responderme en ese momento. Ángela precisaba viajeros y no vecinos locales, porque quería compromiso con sus cinco mamíferos. Alguien que los cuide y los alimente durmiendo en su hogar y no que vaya solamente de visita. Precisaba de una pareja y no de gente sóla, para asegurarse que no haya demasiado descontrol en su ausencia. La cuestión era breve, era artesana y viajera de larga data por lo cuál conocía a quién dejar entrar y a quién no, debido a tener años de experiencia en tales asuntos. Con Marita en esa época particular de nuestras vidas éramos casi dos monaguillos, pero con rastas, piel quemada y ropa desteñida.

Tan sólo dos días más tarde, luego de pedalear alrededor de 43 kilómetros en ascenso, llegamos a la vivienda de Ángela con todas nuestras pertenencias encima. Ella vivía, quizás a unos cuatrocientos o quinientos metros desde la base del valle por donde serpentea la ruta. Poseía dos viviendas construidas con las piedras del arroyo que circulaba a las espaldas del terreno, y desde donde se hacían las tomas de agua para uso doméstico, utilizando infinitas mangueras negras. La ventana de la cocina de la casa que íbamos a ocupar daba al valle montañoso, a veces de cumbres nevadas, sembrado de viviendas dispersas. El pedregal era el nombre del pueblo y su belleza no demoró mucho tiempo en cautivarnos.
Para garantizar el alimento de las mascotas Ángela nos dejó dinero. Sin dudas, nuestro deseo se había materializado e iríamos a ocupar esa casa finalmente durante un poco más de dos meses, bajando a la ciudad de Mérida únicamente los sábados para trabajar y comprar las provisiones para toda la semana en el mercado municipal. El arroyo iría a ser nuestra ducha, nuestra nativa lavandería y el sitio ideal para salir a pasear.

Mercado de Mérida


Nuestras vecinas




La casita vista de arriba

Los sueños ocurren a medida que uno cree en ellos y comenzamos a  movemos ciegamente en su dirección.



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