Hasta que la muerte nos separe



Él era un chico de plástico de esos que andan por ahí. Un cobarde que sólo se remitía a acumular billetes para disimular sus falencias con la aprobación de los mediocres, que también buscaban billetes para obtener lo que con dinero no se puede comprar. Tengo un auto, mirenme. Tengo músculos, mirenme. Enamoraba a las damas prometiendo estrellas sin constelación. Gobernaba haciendo sentir mal a sus habitantes. Era un extranjero dentro de su propio cuerpo. Era la causa por la cual la soledad está sola y ultrajada. Pero algo tenía, que no era magia sino astucia. Le alquilaba el cuerpo a una mujer que no lo amaba, utilizando su piel de cobijo. Ella soñaba con irse lejos, cruzar el mar Caribe nadando perrito, aspirar hondo y hundirse en el frío oscuro de los mares para encontrar un pulpo que le enseñe a amar como aman los animales, mientras que él le mordía el clítoris para que sienta el placer de vivir sin corazón y sin motivos. Ella era la más bella flor del jardín de infantes, ella provocaba infartos al pasear sus nalgas por la avenida, ella era el fuego con que el soñaba quemarse cualquier hombre. 

Los envases de cerveza debajo de la mesada estaban vacíos por dentro, ella también. Estaba aburrida porque se había olvidado lo que era vivir. Porque como cantó Ruben Blades, era una chica plástica de esas que andan por ahí, son lindas, delgadas, de buen vestir; de mirada esquiva y falso reír. Hasta que un día se cansó de las arrugas, la mansión y el jacuzzi. Tomó a su hija del brazo y fue a recuperar aquello que estaba perdiendo. Sí, la vida fue a buscar, y la encontró ahí nomás esperándola en la sombrita de un árbol. Y vivió. y aprendió a amar. Y rió como un río antes de abrazar el mar. Conoció un muchacho joven con sonrisa de arco iris que un día la invitó a salir, pero los poderosos no tienen poder sino poseen. Un detective los estaba observando. Al despedirse un sicario como si fuera un bulldog olfateó las huellas de su moto. Al primer semáforo en rojo le abrochó la espalda con medio kilo de plomo, escapándo con cara de yo no fui. Él principe azul cayó al suelo y quedó morado. Su cuerpo se durmió todas las noches de abril, y las de mayo. Para cuando llegó junio los gusanos hartos de su carne se fueron a devorar otra cosa.
Ella quedo sola, con más miedo que gato en una perrera. Temía por su vida y por las amistades que siempre la alentaban a dejar al hombre que le servía champañe pero que no le servía para nada. Entonces abrió la boca y escupió los miedos a su mejor amiga. Y la amiga nos contó esa misma noche la historieta a nosotros adentro de la peluquería donde estábamos habitando hacía unos días. Nos contó a nosotros y al peluquero, que era quién nos recibía. La puta madre pensé yo. Estámos en Venezuela actuando de extras adentro de un novela. Y los extras son siempre los primeros en morir. Era tarde entonces nos fuimos a dormir. Vicente el peluquero, sudaba paranoia y temblaba como colchón de motel. Amaneció horas más tarde y con Marita nos escabullimos como cuises por la ruta. Abandonamos la telenovela rompiendo el contrato en mil pedazos y ninguno miró para atrás para saludar a la producción. Qué lejos que estamos de entender la vida, sino comprendemos que en cada error se esconde una lección. Y como dijeron los Minimalistas: “ama a las personas y utiliza las cosas, que lo contrario nunca funciona”.


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